A principios del siglo XIX, en plena revolución industrial, un grupo de artesanos ingleses llevó a cabo una protesta contra las nuevas máquinas que amenazaban con quitarles el empleo. Llegaron a amenazar de muerte, e incluso a atacar, a magistrados y comerciantes de alimentos, así como a enfrentarse al ejército británico. El movimiento de destrucción de máquinas fue estudiado por el historiador Eric Hobsbawn, y dio en conocerse como ludismo.
En líneas generales, un ludita es aquel que se opone a la industrialización o la tecnología. Los amish son un buen ejemplo.
Al igual que el capitalismo no tiene por qué ser un modelo fallido en sí mismo —después de todo, es más sencillo y cómodo atribuir un valor numérico a algo, un precio, en lugar de andar discutiendo por el valor de cambio de unos sacos de cereal o unas gallinas—, y los algoritmos pueden presentar múltiples ventajas, tampoco la tecnología ha de ser vista como algo negativo en sí mismo. Tal y como he repetido en diversos lugares de esta serie de textos, el problema reside en los excesos (desigualdad, conversión de personas en artículos de consumo, comercio con información privada y con las emociones, esquilmación de los recursos naturales, etc.).
En pleno siglo XXI no tendría mucho sentido insistir en desplazarse a caballo a través de la ciudad en lugar de recurrir al metro o al automóvil, ignorar la comodidad del correo electrónico frente al postal, aunque éste resulte mucho más romántico, o el uso de palomas mensajeras. No niego que tenga su encanto, pero supondría un engorro considerable.
Del mismo modo, resistirse al uso de las redes sociales y otras tecnologías afines, al más puro estilo Jaron Lanier (a quien admiro profundamente), nos privaría de establecer contacto con personas de lugares remotos a las que jamás podríamos haber tenido acceso —al menos un acceso directo y relativamente sencillo—. Yo mismo no tengo reparos en recurrir a ellas (si quieres puedes comprobarlo, e incluso plantearme las preguntas que estimes oportunas), y debo decir que he conocido a personas maravillosas, incluso a algunos de mis ídolos de juventud, y he podido acceder a información y lugares que nunca habría soñado. Seguro que a ti te sucede algo similar.
Esto no significa que no sea consciente de los riesgos que entrañan, y que he tratado de exponer a lo largo de las anteriores entregas.
Las redes sociales y las nuevas tecnologías de la información nos hacen perder la empatía por los demás —ya convertidos en píxeles o perfiles virtuales—; intentan colonizar nuestras mentes y nuestros corazones; nos convierten en adictos potenciales y en buscadores de gratificación inmediata o aprobación (disparando nuestros niveles de dopamina y haciéndonos esclavos del like); y explotan los puntos débiles del ser humano, la vanidad, el egocentrismo.
Es por ello que considero que debemos dar un discreto paso atrás, llevar a cabo un retroceso saludable y exento de radicalismo; una vuelta moderada a lo analógico frente a lo virtual, a la esfera de lo físico, al contacto humano real; un retorno al pensamiento crítico y un claro avance hacia el desarrollo de una alfabetización mediática.
Todos tenemos que pagar un precio por las comodidades de las que disfrutamos, pero debemos tratar que sea un precio justo.
Nos quejamos de que la vida sea trabajar e ir al supermercado los sábados, pero cuando disponemos de un poco de tiempo libre nos dedicamos a alimentar a la maquinaria, y lo hacemos a través del consumo o el adormecimiento al que nos somete la navegación incesante por el ciberespacio, en lugar de disfrutar de nuestros seres queridos, de la naturaleza, de la soledad, de la meditación o de cualquier cosa que nos satisfaga a un nivel profundo.
Poco importa cuál sea nuestro trabajo o las horas que tengamos que dedicar a nuestros quehaceres cotidianos. Siempre podemos encontrar un espacio de libertad en el torbellino del día a día y ser un poco como los gatos (relajados, casi perezosos, pero listos para pasar a la acción de inmediato). Y lo lograremos si conseguimos desapegarnos un poco del mundo virtual que amenaza con devorarnos con una sonrisa y con el brillo incesante del envoltorio colorido de un caramelo envenenado.
De niños nos asustaban los fantasmas. Y lo hacían hasta que comprendíamos que cuando dejábamos de creer en ellos desaparecían y dejaban de existir.
Lo mismo sucede con la mayor parte de las ficciones que conforman nuestro mundo actual.
Analizadas con detenimiento y atención, la mayor parte de las acciones del denominado «sistema» están orientadas a dos fines: mantener la barrera entre los de arriba y los de abajo —para lo cual se nos adormece, polariza y divide— y aumentar el beneficio económico de las élites. Ha sido así casi desde el origen de los tiempos.
Aunque parezca un monstruo invencible, un leviatán todopoderoso, en su poder reside su debilidad: tan solo tenemos que mantenernos al margen de él. Pero de manera alegre y desapegada, ¡no como el Unabomber —el neoludita que traspasó los límites de la legalidad y la sensatez, fue acusado de terrorismo y condenado a ocho cadenas perpetuas consecutivas—! O como los ermitaños (que, empero, gozan de toda mi simpatía).
Si somos capaces de rodearnos de buenos amigos, de los seres queridos que a su vez nos aman, de los libros, los discos, de los bosques y la montaña o los gatos (añade aquí cualquier cosa que sea de tu agrado y que tenga muy poco de tecnológico), advertiremos que nada de eso intenta controlarnos y manipularnos.
Y poco a poco, casi sin darte cuenta, irás alcanzando la verdadera libertad.
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Resto de artículos de la serie Cibercircus:
Cibercircus (VI): Totalitarismo: la amenaza fantasma…. o no
Cibercircus (V): Deepfake, Inteligencia Artificial y el colapso de la realidad
Cibercircus (IV): El monstruo de las galletas
Cibercircus (III): Un mundo hecho a medida
Cibercircus (II): El enemigo eres tú
Cibercircus (I): Fake News y posverdad: Populismo y oclocracia
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