Es un tema recurrente que aflora constantemente, y del que he leído algunas notables manifestaciones últimamente: el de la necesidad de que las llamadas “humanidades” formen parte de la educación y cultura de todos. Y que no se les presta, al menos a algunas, suficiente atención. Los ejemplos son innumerables, acaso el utilizado con más frecuencia sea el que se refiere a las dos grandes lenguas “clásicas” —griego y latín—, cuya presencia en los programas de enseñanza encuentra dificultades. Se argumenta que además de formar parte del pasado de la humanidad, todavía están enquistadas en no pocas de las palabras y conceptos que utilizamos en nuestros actuales idiomas. Es también frecuente escuchar que si no conocemos algo de los contenidos de la Biblia seremos como náufragos perdidos en una isla de la que no sabemos nada; en otras palabras, que no entenderemos mucho de lo que nos rodea, desde ideas hasta objetos materiales. Y podría seguir ofreciendo más ejemplos.
Y puesto que acabo de recurrir a Mary Beard, es apropiado continuar recurriendo al ensayo titulado “¿Tienen futuro las clásicas?”, que abre el mencionado libro. Y es apropiado porque comparto el valor que adjudica a los estudios clásicos. “Creo —señala— que debemos ir más allá de la idea superficialmente plausible de que las clásicas son, o tratan de, la literatura, el arte, la cultura, la historia, la filosofía y el lenguaje del mundo antiguo”. Por supuesto que reconoce que “en parte son eso”, pero lo que justifica más su supervivencia “es el diálogo que entablamos con aquellos que antes que nosotros dialogaron con el mundo clásico (ya sea Dante, Rafael, William Shakespeare, Edward Gibbon, Pablo Picasso o Eugene O’Neill)”. Y claro, en esos diálogos intervienen muchos tipos de ideas. Lo importante es, precisamente, esa variedad y los estilos argumentativos que aparecen en ellos, no las simplificaciones que emplean (me temo que interesadamente) muchos defensores de los estudios clásicos, simplificaciones del tipo de que “en la antigua Atenas inventaron la democracia”. “Dicho así —explica Beard— simplemente no es cierto. Que nosotros sepamos, ningún griego antiguo dijo nunca algo semejante; y, de todos modos, la democracia no es algo que se invente, como un motor de pistones”. Lo cierto es que resultaría imposible comprender a Dante sin Virgilio, o a John Stuart Mill y a Karl Popper sin Platón.
Lo repito, entiendo perfectamente casi todos esos argumentos, incluso los cargados de intereses profesionales, disciplinares o religiosos. Pero no debemos limitar la discusión a semejantes parámetros. ¿Qué pasa con la ciencia? ¿Dónde aparece en esas quejas? ¿Es menos necesaria que las humanidades para transitar por el mundo con plenitud? Obviamente, es muy necesaria. Y no solo porque esté en la base de las infraestructuras tecnológicas, sanitarias o alimenticias del mundo actual, sino porque forma parte también de ese “diálogo” que debemos mantener con el pasado, incluso con el llamado “clásico”. El Aristóteles biólogo, cosmólogo y lógico —entendida la lógica como una rama de la matemática— no es menos interesante, ni relevante, que el de otras disciplinas “humanísticas”.
¿Podemos entender el mundo sin leer o saber algo de los “filósofos” de la naturaleza que son los científicos; esto es, sin dialogar internamente, con, por ejemplo, Hipócrates, Copérnico, Galileo, Newton, Linneo, Maxwell, Darwin, Pasteur, Claude Bernard, Ramón y Cajal, Pávlov, Bertrand Russell, Freud, Poincaré, Einstein, Heisenberg, Schrödinger, Mandelbrot, Rachel Carson, Feynman, Hawkins, Stephen Jay Gould, Richard Dawkins, Edward Wilson, Penrose o James Watson y Francis Crick? Y no quiero olvidar a aquellos que dejaron profunda huella tanto en la ciencia como en la filosofía, los casos de Leibniz y Descartes. Saber de todos ellos, leer algunas de sus obras —las hay muy accesibles— resulta imprescindible para construir una “visión personal del mundo”, por mucho que esta sea modesta. Una visión del mundo que nos permita e induzca a reflexionar acerca del sentido de la vida, de las obligaciones que debemos asumir para con los demás y para con nuestro planeta, o de los valores que deseamos hacer nuestros, valores que se ven afectados por, precisamente, lo que la ciencia nos enseña. Para, en definitiva, hacerse una idea de qué significa ser humano, biológica y moralmente.
Permítanme que me sincere. Estoy cansado de escuchar a tantos y tantos defensores de las “humanidades” —a los que con frecuencia se les bendice con el calificativo de “intelectuales”, término, por cierto, que rara vez se aplica a un científico—, personas que en su vida se han acercado a un libro de ciencia. No necesito que me defiendan el valor, ni en la escuela ni en la calle, de las humanidades. Y creo que tampoco lo necesita ningún, o muy pocos, científicos. Nadie debería necesitarlo, pero me temo que, por mucho que se piense lo contrario, las ciencias necesitan más que se las defienda. Sé muy bien que el tiempo es limitado y que es muy difícil compatibilizar, hacer hueco, para que nos enseñen griego o latín, o nos ayuden a leer la Biblia, a Homero, Dante, Ortega y Gasset o Hannah Arendt, con obtener al mismo tiempo alguna formación en matemáticas, física, biología o química, y ser introducidos en la lectura de Galileo, Darwin, Russell, Einstein, Heisenberg o Gould. Y no poseo una solución para este dilema, pero sí sé que no es posible resolverlo dejando las ciencias al margen, por mucho que el discurso de algunos lo implique.
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Artículo publicado en El Cultural.
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