La puta dualidad. Hoy hablamos de ciencia y de un libro de divulgación, así que me siento cómodo. Es más “mi campo” y puede que se note en la prosa o en el tono, vaya eso por delante. Y aunque la ciencia es algo muy complejo, divertido y a su vez muy serio, por desgracia la estupidez social ha llegado también a este mundillo. De hecho, puede ser uno de los primeros ejemplos de polarización absurda al que nos están obligando a someternos, o por lo menos uno de los que a más temprana edad se nos presenta. ¿Ciencias o letras? ¿A cuántos nos han hecho enfrentarnos a ese dilema a una edad a la que no tenemos capacidad para saber qué es lo que estamos enfrentando?
Cuando hablo de dualidad no hablo del famoso descubrimiento del comportamiento de las partículas. El tema de la onda-corpúsculo es algo muy trabajado ya. Por suerte, como especie, ahora estamos inmersos en debates serios como el de si el hombre estuvo en la luna o el de la homeopatía. Como veis, ahora debatimos cosas importantes, de esas que sirven para no repetir la historia y evitar que nos pase como a Galileo o que nos afecte un poderosísimo mal de ojo. Eso sí que sería un problema.
Ironías aparte, a veces una ráfaga de aire fresco se cuela en las estanterías. Libros lejos de la escritura por encargo. Lejos de los textos de catálogo que sólo responden al compromiso editorial o a la tendencia de moda que pretende que hagamos virar la conversación hacia el Bosón de Higgs o la Teoría de Cuerdas cuando coincidimos con un vecino en el ascensor. Libros que responden a un impulso prístino de acercar la ciencia al lector, amenizarla y dejar ver cómo se entrecruzan la mitología, la historia, la ciencia y el conocimiento moderno. Libros que sobrevuelan la línea que divide la frontera existente entre las Ciencias y las Letras y que en muchas ocasiones la difuminan. Libros necesarios para hacernos ver que hace falta un mundo para entender el otro y que nos enseñan que las ideas científicas no salen de un caldero mágico ni están guardadas en un almacén secreto al alcance de unos pocos. A un servidor, habitual lector de ensayo científico, le satisface bastante encontrarse en las listas de novedades con ladrillos de setecientas páginas escritas por Penrose, Rovelli, Hawking o Green pero reconozco que tales volúmenes son droga dura para los muy “introductos” y que a la hora de divulgar y acercar la ciencia a la gente, lo que se dice ayudar, ayudar… pues no ayudan. No digo que esos libros no sean buenos, son de hecho magistrales, pero tienen un público objetivo muy específico y a veces el marketing que los rodea nos hace pensar que cualquiera puede leer (y entender) a Weinberg. Y no.
Daniel Torregrosa, veterano y divulgador científico decano en la blogosfera con su web Ese punto azul pálido (EPAP, para los habituales), ganador del premio Tesla y asiduo en toda convención científica divulgativa con Naukas a la cabeza, ha decidido salirse del blog para mostrarnos a todos cómo empastan dos mundos que, a priori, parecen antagónicos: mitología y ciencia.
Lo que hace Dani en Del mito al laboratorio es tremendamente original. Mientras que la práctica habitual es que cojamos un libro e interpretemos lecciones filosóficas en los comportamientos de los personajes o que intentemos señalar temas de ciencia usando la ficción como vehículo, en este libro lo que hace el autor es darle la vuelta al calcetín. Coge el mundo exterior, la historia y la mitología para explicar cómo todo eso ayuda a dar a luz un concepto científico. Cincuenta y seis personajes mitológicos que de alguna manera se han hecho importantes dentro de la comunidad científica.
“En la mitología germana, un kobold (o cobold) era una especie de criatura muy parecida a los duendes que todos tenemos en mente y que eran conocidos porque se colaban en las casas cuando sus dueños no estaban y se dedicaban a realizar las labores domésticas. Menudo chollo, ¿no?
Partían la leña, se encargaban del ganado, hacían la colada, planchaban la ropa y dejaban las casas como los chorros del oro. A cambio de su trabajo exigían tan solo un poco de leche y las sobras de la comida. Pero si a los propietarios se les olvidaba pagar por sus servicios, estos hasta ese momento simpáticos «amos de casa», se transformaban en diabólicos seres que se disponían a cometer fechorías en plan hooligan, como rotura de muebles, saqueo de víveres, lanzamiento de todo lo que tuvieran a mano… ensuciando y destrozando todo a su paso. Más o menos lo que le pasaba a los Gremlins cuando se les daba de comer pasada la medianoche”.
Esta introducción es para hablarnos del Cobalto. Del elemento químico presente en asuntos tan dispares como la radioactividad o la formación de vitaminas (sí, sí, está explicando la radioactividad citando a los Gremlins).
El libro de Torregrosa es un libro divertidísimo. Ameno, sencillo y fácil de leer. Epítetos que en el mundo de la comunicación científica son dificilísimos de conseguir, puesto que la labor de todo buen divulgador es acercar lo más elevado de la ciencia al lector que no conoce nada del tema, hacer que el lector pierda el miedo, venza el escepticismo que todo ser humano proyecta sobre lo que no conoce e intentar hacer germinar en la mente la semilla de la curiosidad, que es el más potente combustible del conocimiento científico. Divulgadores como Dani tienen la difícil tarea de alejarnos de la estupidez como sociedad, tarea que cada vez se torna más titánica.
Y ahora al autor lo que le digo es que haga el favor de dejar de intentar evitar que funcione el plan supremo de estupidificación de las masas. Nuestra evolución como especie tiende a la autodestrucción y no podemos ponerle trabas al plan maestro. No podemos distraer el objetivo de que la gente lea para discutir con su cuñado acerca de la Teoría del Todo o de los agujeros negros que puede hacer el LHC. ¡Tus intentos por hacer que la gente entienda que la Energía nuclear no es algo diabólico o que la homeopatía es peligrosa están confundiendo a la gente!
No obstante, si sigues divulgando tales conceptos con esa obstinación, no me quedará más remedio que coger todos tus libros y meterlos en una caja que dejaré en una estantería lo suficientemente alta para que cuando llegue el momento pueda bajarlos estando en perfecto estado para dárselos a mi hija y que ella pueda disfrutarlos y aprender de la misma manera que lo ha hecho su padre. Poco más me queda por decir.
Amigos divulgadores, miembros de “la resistencia”: siempre habrá alguien al otro lado de la página, de la pantalla o del podcast. Y cada día somos más. No os dejéis vencer.
Os dejo, que empieza el documental sobre la Tierra Plana.
Sed buenos.
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