La ciencia es, por encima de cualquier otra consideración, el producto del análisis de lo que existe en el Universo, análisis que se rige por las reglas de la lógica y que pretende descubrir las pautas generales (leyes) que subyacen en la naturaleza. Es condición inexcusable que esas leyes no admitan excepciones, un criterio que distingue a las ciencias de la naturaleza de otras disciplinas, en particular de las llamadas “ciencias sociales”, en las que sí se dan con frecuencia excepciones (piénsese, por ejemplo, en la gramática, donde no escasean conjugaciones que se apartan de lo esperable, como se constata en los comienzos del habla de los niños).
Debido a ese atributo de racionalidad lógica, existe un estereotipo en el que se caracteriza a los científicos/as como personas dominadas por el análisis racional y el juicio crítico, aunque se acepte —no podría ser de otro modo— que no son ajenos al mundo en el que viven. La idea del científico que habita, feliz, en su “torre de marfil” y que con disgusto la abandona para cumplir con otras obligaciones, entre las que desde hace tiempo se encuentra la de luchar por obtener recursos económicos y atender a las obligaciones de carácter administrativo que esto conlleva.
Sin duda han existido científicos de este tipo, en algún caso aislados voluntariamente en busca de algún Santo Grial de la ciencia; es notable el caso del matemático Andrew Wiles (Cambridge, 1953), que con el fin de encontrar la demostración de uno de los grandes problemas históricos de la matemática, el denominado Último Teorema de Fermat, prácticamente desapareció de la vida profesional durante siete años, encerrándose en el ático de su casa de New Jersey, excepto para dar sus clases en la Universidad de Princeton, o para cumplir con las mínimas obligaciones que tuvo que aceptar durante los dos años que pasó en Oxford. Consiguió demostrarlo en 1994.
Desde hace algún tiempo, los libros de divulgación científica dedican una parte importante de su contenido a presentar a los científicos en sus muy humanas dimensiones, pero hasta no hace demasiado lo habitual era mostrar a los grandes investigadores como cuasi-anacoretas que sacrificaban todo a sus “sagradas” búsquedas. Estoy leyendo un libro, un delicioso “clásico” ahora recuperado, escrito con un estilo ya periclitado, inclinado a la hagiografía pero con un enorme caudal de información, y que no deja de producir cierta ternura con su estilo ¿vintage?: Cazadores de microbios (Capitán Swing, 2021) de Paul de Kruif (1890-1971), un bacteriólogo que abandonó la investigación en 1922 para dedicarse a la divulgación, campo en el que alcanzó su mayor éxito con la publicación de ese libro en 1926, haciéndose famoso también por la ayuda que prestó al novelista Sinclair Lewis en su famosa obra Arrowsmith (1925; existe edición en castellano, en Nórdica, bajo el título Doctor Arrowsmith).
En el libro de Kruif se presenta a los grandes “cazadores de microbios”, a los Leeuwenhoek, Pasteur o Koch, como esforzados personajes que no vivían para nada más que sus investigaciones, a las que sacrificaban todo y a todos. Vean un ejemplo, referente al “buen pastor”: “Trabajaba solo, pues no tenía ayudante, ni siquiera un chaval que le lavase los frascos […]. Podía con todo aquello en parte gracias a la señora Pasteur […]. Él era su vida y, dado que Pasteur pensaba únicamente en su trabajo, la propia vida de su esposa se fue fundiendo cada vez más con el trabajo de él”. Hoy, afortunadamente, creo, o me gusta pensar, que está generalmente aceptado que ni siquiera un Pasteur justifica semejantes comportamientos.
Lejos de explicarse, o de reducirse su vida a historias de “torres de marfil”, de científicos ensimismados en sus investigaciones, entre aquellos dedicados a la ciencia aparecen todo tipo de personalidades. En las historias de sus representantes más notables se dan atributos muy diferentes: armonía, drama, vulgaridad, egoísmo, generosidad, creatividad suprema, esforzada acumulación de datos, y también misterio.
No conozco muestra superior de armonía, de equilibro, que la del físico holandés Hendrik Antoon Lorentz (1853-1928), a quien Albert Einstein calificó como “una obra de arte viva” y cuyas aportaciones a la física del electromagnetismo fueron calificadas por el mismo Einstein como “ahora tan familiares que resulta difícil advertir lo audaces que fueron y hasta qué punto han simplificado los fundamentos de la física”. Por esto era admirado, pero también era querido, y luego añorado por sus colegas, por sus juicios sensatos, por la generosa ayuda que siempre brindó desde Leiden, Haarlem o los numerosos lugares en los que desplegó sus conocimientos, al igual que por su pacifismo en los tiempos convulsos (la Primera Guerra Mundial) que le tocó vivir.
El equilibrio de Lorentz fue precisamente lo que le faltó a su sucesor en la cátedra de Leiden (a la que Lorentz renunció tempranamente): el vienés Paul Ehrenfest (1880-1933). Científico magníficamente dotado para comprender, criticar y exponer con claridad los intrincados recovecos de la física cuántica, a cuyo nacimiento y desarrollo asistió, carecía de la originalidad necesaria para dejar una huella indeleble en la física, aunque aún se recuerden algunas de sus contribuciones. Y se daba cuenta de ello. ¿Cómo un espíritu y una inteligencia de tal calibre, con semejante ambición de conocimientos, podía soportar carecer de la creatividad de un Einstein o un Lorentz, amigos íntimos además? Se cuenta una anécdota cruel. En cierta ocasión Ehrenfest dijo a Wolfgang Pauli, físico extraordinario desde muy joven y crítico despiadado: “Herr Pauli, me gusta su ciencia más que su persona”, a lo que Pauli respondió: “En mi caso es al contrario, me gusta más su persona que su ciencia”. Y así llegó el drama, no reducible a su falta de seguridad, a su inestable y emocional personalidad: el 25 de septiembre de 1933 se suicidó utilizando la misma pistola que un instante antes había empleado para matar a Wassik, su hijo de quince años aquejado de síndrome de Down.
Mencioné antes que tampoco falta misterio en el pasado científico, pero por hoy es suficiente. Otro día trataré de esto y de otras historias. Al fin y al cabo, la fuente de todo son las personas. En la ciencia como en cualquier otro lugar.
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Artículo publicado en El Cultural.
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