Imagen de portada: Retrato en 1983. Annie Ernaux a los 43 años. Imagen de portada de ‘La escritura como cuchillo’. Foto: Sophie Bassouls
Vamos a fijarnos en la escritura de Annie Ernaux, ya que es ella quien nos habla del asunto en un libro que recomendaría a todos sus lectores, porque es posible que así tengamos otra mirada sobre algunas de sus obras, y de pasada se la conocerá mejor. No olvidemos que, en su caso, la escritura es la vida. La vida propia y la vida —mediante reflejo y reflexión— de los otros. De todos nosotros.
El libro es una larga conversación mantenida durante un año con el profesor Frédérick-Yves Jeannet, un buen conocedor de su obra —»un interlocutor profundamente implicado», lo denomina— con el que llevaba seis años de correspondencia literaria. Ernaux aceptó la propuesta de asaltar su cocina creativa, siempre y cuando lo hiciese por correo —o sea, escribiéndolo, corrigiendo, siendo muy consciente de lo que decía— y poniéndose dos normas: la sinceridad y la precisión. Esta segunda, la más difícil de cumplir. El libro se realizó a lo largo del año 2002, o sea, después de La ocupación y cuando ya llevaba trece títulos publicados. A pesar de las dos décadas transcurridas, el libro es tan actual como entonces, porque la forma de abordar su proceso de escritura sigue siendo la misma y Ernaux no ha cambiado desde 1983, cuando publicó El lugar, que inaugura una nueva y definitiva etapa en su trayectoria. De todos modos, la edición española se ha enriquecido con dos nuevos capítulos, que rastrean su trabajo hasta el año del Nobel.
Este volumen casi coincide en el mercado español con otro de conversaciones suyas, muy distinto a pesar de lo que promete el título: Escribir la intimidad (Altamarea), una licencia, ya que en su versión original se llama Una conversación. El libro propiamente es el resultado de dos largos encuentros públicos (en los años 2021-22) de Annie Ernaux y Rose-Marie Lagrave, dos mujeres francesas de la misma generación, unidas por sus lecturas, el feminismo y su cambio de clase social. Tienen más cosas en común o convergentes: Ernaux es una narradora que escribe obras «autosociobiográficas» mientras Lagrave es una socióloga en cuyos textos lleva a cabo «una investigación biográfica». Entre ambas mujeres hay una gran complicidad, alguna divergencia (Marguerite Duras, por ejemplo) y un autor que les marcó: Pierre Bourdieu, o más exactamente, su libro Los herederos, de 1969, al que también hará referencia Ernaux en La escritura como cuchillo, ya que es un libro que la empujó a escribir como no había hecho ningún otro texto literario.
Recordemos que Ernaux, y así lo ha confesado, no distingue lo íntimo de lo social. Quizás por ello el cambio de título (escribir la intimidad) en la traducción, en un libro que tiene mucho de sociología (el sentimiento de desclasadas persigue a ambas), de feminismo y de la evolución de la cultura y la sociedad francesa en esos años (pongamos, entre los sesenta y los ochenta); de ahí las continuas referencias a los escritores y sociólogos franceses que les marcaron. También ofrece datos sobre las circunstancias que originaron algunos de sus libros. En resumen, siendo un libro para todos, lo disfrutarán mejor los lectores franceses, y a ser posible de su generación.
En estas dos obras se ve la importancia que tuvo para Ernaux el descubrimiento de El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, toda una revelación. De todos modos, aparte de sus lecturas (Flaubert, Proust, Céline, Malcolm Lowry, Salinger, Carson McCullers…) y devociones (Nadja, de Breton, el nouveau roman, Virginia Woolf…), Ernaux considera que los autores que más la han influido son los que la han reafirmado en su proyecto de escritura: los surrealistas, Michel Leiris, Beauvoir, Perec, Rousseau, y entre los contemporáneos Pascal Quignard, Jacques Roubaud, Ferdinando Camon y Doubrovsky. Y confiesa —de ahí el título del libro—: «Mi imaginario de las palabras son la piedra y el cuchillo».
Una imagen que nos lleva a preguntarnos por qué ha elegido precisamente ese utensilio puntiagudo —no decimos arma— y no otro, como el punzón, cincel o bisturí. Al fin y al cabo Ernaux, en su trabajo, va sacando a la luz ese texto preciso desde la masa informe que forman las palabras, de la misma manera que el escultor halla la obra de arte tras horadar con el cincel en el bloque de piedra que la esconde.
El manejo del bisturí y de las palabras guarda también un gran paralelismo en el trabajo de Annie Ernaux. Tanto el cirujano como la escritora se sumergen con enorme precisión en algo que es a la vez concreto y borroso, una nebulosa que hay que saber abordar. El bisturí no mata ni destroza, como el cuchillo, sino que, sabiamente utilizado, indaga, penetra, restablece, nos muestra lo que se mueve en lo más oculto de nuestro cuerpo, nos restriega el alma ante nuestras narices… Y aquí, cegados por las palabras, ya no sé si estamos hablando de cirugía o literatura. No olvidemos que un cuchillo lo puede emplear aquel que tenga manos, mientras que un bisturí sólo está a la altura de los expertos, de la misma manera que escribir está al alcance de cualquiera, aunque muy pocos —sólo los elegidos— son capaces de hacer literatura. Pero no nos desviemos con sutilezas de filos y cortes. Regresemos.
Lo que nos interesa ahora es lo que dice Annie Ernaux sobre su obra, que la divide en dos etapas muy desproporcionadas y claramente marcadas: la primera, que podría denominarse prehistoria de su proyecto de escritura, comprende sus tres primeras novelas, y aquí la denominación de «novela» es más exacta que en el resto de su producción. Es decir, Los armarios vacíos (1974), Lo que ellos dicen o nada (1977) y La mujer helada (1981), etapa sobre la que escribiremos más ampliamente en otra crónica y que coincide con sus años de matrimonio, en donde ella era simplemente una esposa que se sentía muy ajena al mundo cotidiano que la envolvía.
Tras acabar La mujer helada supo que iba a separarse de su marido, y esta novela puede considerarse de transición hacia su nueva y definitiva etapa, que se inicia con El lugar, ese libro sobre su infancia y su padre que para realizarlo tuvo que «inventarse» un nuevo estilo: la mal llamada escritura plana, directa, esencial, libre de artificios, la misma que empleaba para escribir a sus padres.
Ante la clasificación de su obra que le propone Jeannet (novelas, relatos autobiográficos y diarios), Ernaux reflexiona, duda y medio acepta: «En mis textos tengo la impresión de estar cavando siempre el mismo hoyo. Pero reconozco tener diferentes modos de escritura». Primero fue la ficción como evidencia, en esos tres primeros libros ya citados, para pasar posteriormente a los relatos autobiográficos, pero aquí es necesario afilar, afinar y afirmar que son libros autosociobiográficos, tal como los define Ernaux.
No es que la autora hable de sí misma, sino que al hablar de sí está hablando de todos los que han vivido situaciones similares (y no somos tan distintos, no se nos olvide). Aquí se podrían incluir El lugar, Una mujer, La vergüenza y, especialmente, El acontecimiento, esa experiencia del aborto en un tiempo prohibido. Esta es una parte de sus relatos autobiográficos; la otra, representada muy claramente por Pura pasión y La ocupación, son «análisis de forma impersonal de pasiones personales». Es decir: partimos del yo, que se diluye, para integrarse en una realidad más amplia. La autora lo denomina «exploraciones».
En tercer lugar están los diarios. Y aquí hay que distinguir muy claramente los «diarios de afuera», como La vida exterior, Regreso a Yvetork o Mira las luces, amor mío, y los «diarios de adentro», que pueden ser diarios de escritura, como El taller negro o Escribir la vida, o íntimos. Ernaux siempre ha mantenido un diario personal que ha saqueado ligeramente —o consultado— para sus libros, digamos que lo ha utilizado como fuente documental. También ha habido determinados acontecimientos (la pasión adolescente, los celos, la figura de su madre) que la han llevado a dedicarles un diario único, diario que es anterior —a veces en varios años— a la novela que luego escribiría sobre el asunto.
Y así podemos señalar que hay tres obras de Ernaux que son como los antiguos discos de vinilo, con la cara A y la cara B, pero formando una unidad. Es el caso de la novela Una mujer, que se complementa con el diario No he salido de mi noche; de la novela La ocupación, que también proviene de un diario no publicado; y muy en especial, de la novela Pura pasión y su diario Perderse, cuyo comentario conjunto ya hicimos en Zenda, y que podría ser el mejor modo de entrar en el mundo de Annie Ernaux, y así se lo recomendaría a los lectores que aún no hayan descubierto a esta escritora: iniciarse con su amplio diario Perderse (sobre esa pasión adolescente de una mujer madura) y luego comprobar cómo maneja los materiales, y en un magnífico ejercicio de depuración lo convierte en una muy breve novela. Ese paso de lo personal a lo impersonal nos iluminará.
Se podría hablar largamente sobre La escritura como cuchillo, sobre Ernaux y su proceso de escritura, pero casi mejor que sea el lector el que conquiste sus páginas, y dejemos que sean palabras las que cierren esta crónica: «Escribir se ha convertido para mí en una especie de exploración total. En tales condiciones, la cuestión del género no me interesa ni me lo planteo». Queríamos dejarlo aquí, pero de pronto descubrimos otra frase (idea) que se nos ha quedado colgando y puede servir como colofón. «Si tuviera que dar una definición de la escritura sería esta: descubrir al escribir lo que es imposible descubrir de otra manera, con palabras, viajes, espectáculos, etcétera. Ni siquiera mediante la reflexión. Descubrir algo que no estaba ahí antes de la escritura». Alguien podría decir «a eso se llama crear, sacar algo de la nada», pero no va por ahí Ernaux. En absoluto. Y supongo que el inteligente lector ya lo habrá advertido.
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Posdata: «Siento la escritura como una transubstanciación… Esa transubstanciación no se opera por sí sola, se ha producido por la escritura, por la manera de escribir, no como un espejo del yo, sino como la búsqueda de una verdad fuera de uno mismo». Annie Ernaux dixit. Luis Eduardo Aute —recordemos su álbum Templo— también se refería a ello, y lo cantó, pero era el sexo, no la escritura, lo que producía ese cambio de substancia.
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