Desde que nos fijamos en el nombre del autor estampado en la cubierta, un escueto «Juarma», intuimos que este libro propone algo diferente. Algo fuera de lo usual o, al menos, fuera de lo usual para los que usualmente moramos los canales literarios. Porque Juarma, firma artística de Juan Manuel López (Deifontes, 1981), es un apelativo desenfadado y canalla, a juego con el artista que lo usa y con su primer vástago novelístico, Al final siempre ganan los monstruos. Dibujante y escritor, antes de dar el salto del fanzine a la novela, Juarma ya se había hecho un hueco en el mundo del cómic alternativo y es asiduo colaborador como viñetista en medios de renombre, trabajo que, sin embargo, ha ido compaginando con la precariedad propia de los tiempos (ora de camarero, ora en la vendimia).
Si le preguntan a Juarma de qué trata Al final siempre ganan los monstruos les dirá —lo ha dicho en varias entrevistas— que va «de unos mentirosos enganchados a la coca». Afirmar que este relato pertenece al género del realismo sucio sería en parte cierto, pero también injusto por simplista (al menos, si entendemos como tal la mera concatenación de escenas con diálogos superficiales en las que desfilan jóvenes enganchados al sexo, las drogas y la violencia). Porque lo sucio en esta obra no tiene nada de gratuito. Al final siempre ganan los monstruos es una novela testimonial y política, en la que sin hablar de política se refleja una visión nihilista y ácrata —en sentido amplio— de la existencia. El relato, que, antes de ser editado por Blackie Books y dar el salto a los grandes canales de distribución, había aparecido en la editorial ad hoc Ediciones Camping Motel, cuenta las peripecias de cinco amigos, Dani, Jony, Lolo, el Liendres y Juanillo. Cinco jóvenes —no ya tan jóvenes— unidos por los lazos invisibles de las únicas dos cosas que tienen en común: un lugar, Villa de la Fuente, y una afición, la cocaína. Se establece un vínculo tan poderoso entre ambas que acaba por producir un efecto de sinécdoque en el que de forma natural terminamos tomando la parte (la cocaína) por el todo (el pueblo).
Articulada como un caleidoscopio de más de una decena de monólogos en primera persona, Al final siempre ganan los monstruos es una ficción elaborada con mucho cuidado que va más allá del retrato costumbrista de ambientes degradados y genera un ritmo capaz de atrapar a un lector abrumado por la violencia que destila, golpeado por ella hasta sentir que le alcanzan las gotas de sangre y sudor. El novelista se esfuerza por dotar a sus personajes de una dimensión psicológica propia y consigue hacernos empatizar con sujetos que, en frío, resultan repulsivos. Para ello, nos muestra a estas figuras a través de sus propios ojos y de los de su alrededor, los que los odian y los que, a pesar de todo, los aman. El conjunto de narradores da como resultado una novela polifónica, que se distingue por el destacable empeño en imprimir a cada uno de ellos su propio idiolecto (técnica empleada de forma magistral con algunas de las voces pero que resulta algo artificiosa en otras). Y, así, desde esa acertada coralidad, se fraguan los cinco retratos. La violencia desmesurada y arbitraria —con su extraño contrapunto tierno— del esquizofrénico Lolo. La incontrolable ambición pabloescobariana del camello Jony. El simplismo cargado de buena fe del Liendres. La mente degradada y perversa del niño grande que es Juanillo a sus cuarentaytantos. Y el personaje, quizás, más curioso: el formalito y guapete Dani; el único del grupo que no se miente a sí mismo —ni al lector— sobre su adicción y que confiesa con crudo cinismo las mentiras sobre las que ha cimentado su vida para poder seguir metiéndose rayas en cualquier baño. Dani es la voz que nos devuelve a la realidad, la que nos advierte del embrujo de las mentiras y de la trampa de la compasión.
A medida que avanza la obra nos vamos enterando de las violencias a las que han sido sometidos los protagonistas desde su infancia (maltratos físicos y psicológicos, precariedad, pobreza, abusos sexuales…), pero Al final siempre ganan los monstruos no fabrica un falso relato de esperanza y redención. Cada personaje se labra, a golpe de farlopa, su propia tragedia. Para dejarlo claro, a los cinco pecadores reincidentes se les ofrece en algún momento la oportunidad de salvarse a través del amor. Cinco mujeres (María, Vanessa, Lorena, Candela y Antoñica), dolorosas magdalenas, vírgenes redentoras, doñas Ineses enamoradas, intentan salvar a sus burladores drogadictos para darse de bruces con un tan largo me lo fiais al que, antes o después, responde la implacable Moira. Nos encontramos, pues, ante un texto bañado en un inclemente determinismo de raíces zolescas. Nadie escapa al destino marcado por los genes y el ambiente. Y no estoy haciendo spoiler, todo lo adelanta el título. El epílogo en el que aparecen los protagonistas con sus pequeños vástagos me recuerda al capítulo final de The Wire, la magistral serie de HBO sobre el narcotráfico en Baltimore: algunas historias están condenadas a repetirse en el espacio, a perpetuarse en el tiempo. El ángel exterminador no es un salón burgués sino un pueblo granaíno del que los personajes no pueden escapar ni alejarse mucho tiempo.
Al final siempre ganan los monstruos es un relato desolador, descarnado y cruel que logra —y tiene mérito— que al lector le termine importando la trágica suerte de una pandilla de cocainómanos desgraciados y mentirosos. Nos trae esta historia una prometedora voz narrativa que, sospechamos, aún ha de sorprendernos. La voz de Juarma. Estaremos pendientes.
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Autor: Juarma. Título: Al final siempre ganan los monstruos. Editorial: Blackie Books. Venta: Todostuslibros y Amazon
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