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Cine dentro del cine, 50 películas sobre el séptimo arte

Cine dentro del cine, 50 películas sobre el séptimo arte

Spielberg me ganó cuando se apagaron las luces de la sala y comenzó la proyección de Los Fabelman. Si la han visto, recordarán que se dirigía desde la pantalla a nosotros, los espectadores, para presentar su película. Pero ¿por qué una introducción?, ¿por qué para esta historia y no para cualquier otra de las suyas? Con sencillez, el cineasta nos decía que este film —espejo del descubrimiento de su propia vocación— es el más personal de todos los suyos. Aquel en el que se expone de manera más íntima. Un canto de amor casi testamentario a sus padres y, esto es lo que nos ocupa, al cine. A ver y a hacer cine.

Muchos otros cineastas han sentido esta necesidad de honrar al séptimo arte. En el punto de partida de este libro latía con fuerza una serie de películas a las que este impulso les confiere una emoción y una verdad genuinas. Una de mis favoritas era y sigue siendo Los viajes de Sullivan, la sátira de Preston Sturges que brilla por sus divertidos diálogos, su estructura en forma de juego de la oca (con un director que retrocede una y otra vez a la casilla de salida, y con parada en prisión incluida) o por poner en el mapa a Veronica Lake. Pero, también, por su atinada defensa de la comedia en un momento histórico, la II Guerra Mundial, en el que Hollywood se suma al esfuerzo patriótico con films propagandísticos. Sturges se burla con cariño de un director comercial obcecado en hacer una película seria, comprometida, “con mensaje”. A la postre, Sullivan descubre que puede poner su talento al servicio de un fin más profundo: el de paliar, mediante el humor, el sufrimiento humano. No por casualidad Sturges inicia el film con una dedicatoria agradecida a la tradición de los cómicos que, durante siglos, nos han alegrado la vida.

"Cincuenta años después de su estreno, La noche americana sigue validando el vínculo entre el cine y la magia"

Como los presos que, en la película de Sturges, se recrean con unos dibujos animados de Disney, la protagonista de La rosa púrpura de El Cairo encuentra refugio a su deprimente vida en las películas de aventureros exóticos y ambientaciones glamurosas. Nadie como Cecilia —espléndida Mia Farrow— ha ilustrado en la filmografía de Allen la necesidad de evadirse del odioso mundo real (aunque este sea, ya se sabe, el único lugar donde se puede comer un buen filete). El ingenioso argumento, que con la irrupción de un personaje de ficción en el “mundo real” da la vuelta al calcetín a El moderno Sherlock Holmes de Buster Keaton, finaliza con una secuencia memorable: las imágenes cinematográficas, los pasos de baile de Fred Astaire y Ginger Rogers en Sombrero de copa al son de “Cheek to Cheek”, mitigan el desencanto de Cecilia y le permiten esbozar una sonrisa. De nuevo, el cine posee, más allá del escapismo, un valor terapéutico.

Los Fabelman, Steven Spielberg.

Ver cine y hacer cine. Desde que me impactó por primera vez Los cuatrocientos golpes, siempre me he acercado a las películas de Truffaut predispuesto a que me gusten. Además de dirigirla, en La noche americana interpreta a un director decidido a sacar adelante un rodaje proceloso, sometido a los más diversos imprevistos, algunos derivados de la inestabilidad emocional de los intérpretes. Enamorado de su trabajo, Truffaut escribió que un director de cine no tiene derecho a quejarse. Ferrand, su alter ego, se sabe un privilegiado. Por eso, encara las dificultades con ánimo de superación, en lugar de con ira o lamentos. En una secuencia le recuerda a su abatido actor principal (Jean-Pierre Léaud) que el cine es más bello que la vida, y que “hemos nacido para ser felices con nuestro trabajo”. Truffaut sitúa al director como rol central de la creación y al rodaje como su proceso primordial. Cincuenta años después de su estreno, La noche americana sigue validando el vínculo entre el cine y la magia, y, para deleite del espectador curioso, desvela una serie de trucos que generan la ilusión cinematográfica.

"Wood se equipara con Welles en cierto momento, y para Burton la comparación no es descabellada"

Esta visión luminosa del hacer cine es llevada al paroxismo en Ed Wood. Si Truffaut destaca en un director la resiliencia, Tim Burton pone el énfasis en el entusiasmo. Lo fácil hubiera sido tramar un biopic burlón sobre el presunto peor director de la historia del cine, pero esa no es la intención, ni de lejos, del creador de Eduardo Manostijeras. Al contrario, como de costumbre sucede con su atención a los outsiders, su mirada es compasiva y afirmativa. Burton admira el apasionamiento con el que el director de Vampiros del espacio asume cada uno de sus proyectos, a los que se entrega en cuerpo y alma por puro deleite. En este sentido es imborrable la secuencia central en la que Wood y su stock company se cuelan en un hangar de la Republic Pictures para tomar prestado un gigantesco pulpo mecánico que necesitan para su rodaje nocturno. Cuando uno disfruta tanto al escribir o al dirigir, poco importa que las tramas sean ingenuas, que las interpretaciones estén fuera de tono, que el diseño de producción deje mucho que desear o que, incluso, nadie se acuerde de coger el motor que articula los tentáculos del pulpo. Wood se equipara con Welles en cierto momento, y para Burton la comparación no es descabellada: los dos asumen múltiples roles en el proceso creativo, pero sobre todo poseen un universo propio al que se consagran sin reservas. Burton es como Welles… pero en pragmático: para él la primera toma siempre es la correcta.

Ed Wood, Tim Burton.

El antibartlebismo de Wood es contagioso. En 2018, conseguida la titularidad en la universidad, me dije que era hora de darme un respiro —aunque al final no fue tal— con la habitualmente tortuosa y poco agradecida publicación de artículos académicos. Percibí que tenía un libro bonito entre manos, una empresa de verdad estimulante. Y así preparé una propuesta para Jordi Sánchez-Navarro, director de la atractiva colección “Filmografías esenciales”, cuyas monografías exploran cómo el cine aborda diferentes fenómenos artísticos, culturales o sociales, siempre desde cincuenta películas representativas.

"También procuré que hubiera títulos de todos los tiempos y procedencias, aunque al final el influjo de Hollywood es insoslayable"

Para elaborar el Índice, que ha ido cambiando hasta prácticamente el final de la escritura, me impuse una serie de criterios. En primer lugar, pondría el foco en películas de ficción, consciente de que el cine-ensayo y el documental de creación darían, por lo menos, para otro volumen. Aun así, hice una salvedad con El hombre de la cámara, referente totémico del cine de no ficción, y con La casa Emak Bakia, la singular y poética ópera prima de mi amigo Oskar Alegria. También procuré que hubiera títulos de todos los tiempos y procedencias, aunque al final el influjo de Hollywood es insoslayable: imposible escribir un libro de logros esenciales del metacine sin considerar, por ejemplo, las joyas de la corona de la primera mitad de los años cincuenta: En un lugar solitario, El crepúsculo de los dioses, Cantando bajo la lluvia, Cautivos del mal, Ha nacido una estrella, La condesa descalza.

El crepúsculo de los dioses, Billy Wilder.

También determiné que no habría más de una película por director, pues algunos han practicado el cine dentro del cine con fruición: de Godard a Jonás Trueba, pasando por Kiarostami, Wenders, Garrel o Hong Sang-soo entre muchísimos otros. Por motivos sentimentales, hice una pequeña trampa al colar en un apéndice titulado “Un capricho donostiarra” Rifkin’s Festival, segundo título de Woody Allen tras La rosa púrpura de El Cairo. Aunque la película rodada alrededor del Festival de San Sebastián no está entre lo mejor de su filmografía, tan abonada por cierto al metacine, Allen deja caer algunas ideas interesantes de su credo cinematográfico: la supuesta impostura de la crítica especializada, ávida por ensalzar a cineastas mediocres; el reparo hacia cierto cine contemporáneo que, constreñido en su dimensión política, no aborda cuestiones de verdadero calado existencial; o el establecimiento de su propio canon, en el que Fellini, Bergman y la modernidad europea están un peldaño por encima de Ford, Hawks y los clásicos estadounidenses. Además, San Sebastián y sus alrededores están preciosamente fotografiados por Vittorio Storaro, que consigue “neoyorquizar” lugares como la plaza Guipúzcoa o el paseo del Árbol de Guernica por los que tantas veces he caminado. Más aún, es un gusto comprobar cómo Allen práctica el arte de la copia mediante el reciclaje lúdico de escenas inolvidables de Jules y Jim, El ángel exterminador, 8 ½, Persona o El séptimo sello.

"Saltando en el tiempo y el espacio, pasando de Tarantino a Visconti, o de Hansen Løve a Kieslowski, me iba dando cuenta de la riqueza de esta práctica"

Junto a este apéndice donostiarra incluí un segundo con un listado alternativo de cincuenta películas, que bien podrían conformar un libro alternativo. Confieso que la idea la tomé prestada de Quim Casas, que hace lo propio en Lejos de Hollywood, libro de la colección en el que analiza los títulos esenciales del cine independiente americano. Este segundo apéndice me permitió sufrir un poco menos por mi indecisión para seleccionar unas películas u otras, y, también, mitigar mi mala conciencia por haber descartado maravillas. Cuando mi amigo Jorge Latorre se enteró de que el libro estaba en las librerías, me inquirió a bocajarro: “Habrás escrito sobre El espíritu de la colmena, ¿no?”. Solo pude responderle que no me vi capaz de mejorar lo que él había escrito en su monografía del film… En fin, que los incondicionales de Erice, von Sternberg, Aldrich, Zulueta, Garci, Almodóvar y otros no me lo tengan en cuenta.

Al margen de esta pequeña pesadilla, escribir este libro ha sido una tarea grata. Saltando en el tiempo y el espacio, pasando de Tarantino a Visconti, o de Hansen Løve a Kieslowski, me iba dando cuenta de la riqueza de esta práctica, que se desparrama en una gran diversidad de temas, argumentos y estilemas formales. Me he extendido sobre películas que veneran al séptimo arte y la cinefilia, pero son muchas también las que retratan sus facetas más crueles: el envés de la fama, la naturaleza caduca de la gloria, el reconocimiento de relaciones de poder desiguales, la cosificación mendaz del cuerpo femenino, la prostitución del talento, etc. Frente a los ajustes de cuentas, que los hay, abundan los homenajes a los maestros —acuérdense: David Lynch haciendo de John Ford en Los Fabelman— y el reconocimiento a sus films emblemáticos, siendo la cita seguramente el motivo retórico más recurrente del cine dentro del cine.

El espíritu de la colmena, Víctor Erice.

La escritura me ha permitido profundizar en películas que apreciaba, alguna tan poco canónica como Ilusión, graciosísimo ejemplo de autoficción; dar segundas y terceras oportunidades a clásicos escurridizos (Barton Fink, 8 ½); acercarme a personalidades y episodios relevantes de la historia del cine (Trumbo, The Disaster Artist, Mank); admirar otras películas por su planteamiento retórico, por su mareante estructura de puesta en abismo o por su creatividad en el uso del lenguaje fílmico (David Holzman’s Diary, Primer plano, Oki’s Movie, El juego de Hollywood, Adaptation, One Cut of the Dead, Loquilandia…); también, last but not least, me he reído con ganas al volver a Chaplin y a Keaton.

Ojalá que, a su vez, el lector encuentre gratificante la lectura. Me gustaría que viera el libro como una invitación a ver, o a volver a ver, unas películas que, al adentrarse en las bambalinas del séptimo arte, nos han hecho disfrutar tanto de él.

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Autor: Pablo Echart. Título: Cine dentro del cine. Editorial: UOC. Venta: Todostuslibros

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