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Cisne negro (2010): Darren Aronofsky y su peculiar doctor Faustus

Cisne negro (2010): Darren Aronofsky y su peculiar doctor Faustus

Ciertos directores de cine poseen un estilo visual y narrativo muy marcado, fácilmente reconocible y difícilmente parangonable. Los grandes cineastas saben imprimir su propio sello autoral, su singular punto de vista y su peculiar cosmovisión en todas y cada una de sus propuestas, hasta el punto de ser capaces de erigir un género propio, el suyo, único, singular, distintivo, inimitable e inconfundible. ¿En qué género podemos encuadrar la ingente obra literaria de Fiódor Dostoievski o la vasta filmografía de Ingmar Bergman? Nada más que en el suyo propio. Darren Aronofsky, eximio realizador estadounidense, siempre conduce a sus personajes protagonistas a límites infernales; prácticamente todas sus películas despliegan la misma viciada rutina: ascenso al empíreo y caída al averno, implacable y furibunda demolición de las expectativas vitales, impetuosa vorágine de occisión e iniquidad. Ya desde sus prolegómenos como director, Darren Aronofsky parecía tremendamente seguro de sus posibilidades artísticas y de su talento narrativo, mostrándose dispuesto a edificar una filmografía asombrosamente compacta, coherente y visceral que destapase las peores lacras que padecen nuestras opulentas, pero decadentes, sociedades occidentales.

"Siempre trata de escoger a actores o actrices cuyas carreras, por motivos que no viene al caso enumerar, se encuentran en horas bajas"

Requiem for a Dream, un filme ya mítico y legendario, nos sumergía en el enfebrecido delirio de tres almas en pena obsesionadas con una terna de drogas: las sustancias estupefacientes, la fama y la televisión. Se han rodado escasas películas que describan mejor la lobreguez del reprobable mundo de los agentes enteógenos, existen pocas diatribas tan contundentes y furibundas contra ese execrable y tétrico submundo. Me vienen ahora a la memoria la formidable Drugstore Cowboy, de Gus Van Sant; la fabulosa Trainspotting, de Danny Boyle; o la soberbia Traffic, de Steven Soderbergh, entre otras. En The Wrestler, apoyado en un monumental y casi irreconocible Mickey Rourke, el cineasta useño nos mostraba, de manera cruda y descarnada, la gélida soledad de un ajado luchador que prefiere fenecer en el ring antes que vivir sin poder enfundarse el mono de trabajo, dando fiel cumplimiento a aquel famoso aforismo de «morir con las botas puestas». Randy Robinson era un remedo del inolvidable Eddie Felson, del legendario Travis Bickle, un misfit incapaz de vivir sin jugarse el pellejo, despiadadamente feroz en el cuadrilátero y tristemente desamparado en su vulgar morada, una inmunda y desangelada caravana, un tipo que prefiere morir para poder seguir viviendo. Algunos llevamos lustros defendiendo la polémica tesis, según la cual los actores, a veces, también pueden llegar a convertirse en grandes directores: sin la imperial presencia de un vapuleado Mickey Rourke, The Wrestler no volaría tan alto. Rourke no interpreta, sino que da vida a su intrincado personaje, lo sufre, lo padece y lo sublima. Como en todas las grandes encarnaciones que en la Historia del Cine han sido, en El luchador se difumina, hasta tornarse inapreciable, la lábil y delgada línea que separa realidad y ficción; Randy Robinson es una suerte de alter ego del propio Mickey Rourke, de ahí la asombrosa verdad que desprende su interpretación; estamos ante un actor que prácticamente se ve obligado a imitarse a sí mismo, pues de todos son sabidos los innumerables desgarros y peripecias vitales del intérprete neoyorquino. Aquí podemos observar nítidamente uno de los rasgos más distintivos de la carrera de Darren Aronofsky: siempre trata de escoger a actores o actrices cuyas carreras, por motivos que no viene al caso enumerar, se encuentran en horas bajas, dándoles el impulso necesario con el que revitalizar sus respectivas trayectorias y catapultarlos hacia la anhelada ceremonia de los codiciados premios Oscar. Ahí están los nombres de Ellen Burstyn, Natalie Portman, Brendan Fraser o el propio Mickey Rourke (quien, en mi modesta opinión, debería haberse alzado con la estatuilla áurea por encima de Sean Penn).

En el año 2010, el norteamericano apostaba por contar la misma historia de descenso al érebo, pero en esta ocasión, el entorno laboral retratado era el fascinante e inquietante universo del ballet clásico. Tras el derrumbe del bloque comunista y después de que EEUU se convirtiera en el hegemón mundial, el neoliberalismo, también conocido como el capitalismo más salvaje (aprovecho en este punto para recomendar vivamente la lectura del excepcional libro del filósofo Domenico Losurdo Contrahistoria del liberalismo) se impuso en la llamada guerra cultural: la columna vertebral de la economía liberal, la competencia más egoísta y atroz, se instaló en todos los ámbitos de nuestra vida. Los gerifaltes del cotarro siempre repiten, machaconamente, la misma cantinela: «has de superarte», «intenta ser el mejor», «si te esfuerzas y trabajas duro lo lograrás», etc. Una plétora de sintagmas vacíos, moralmente deleznables, que anulan la personalidad y que reducen al individuo a un engranaje más de la fría maquinaria capitalista. La protagonista de Cisne negro, Nina, una inconmensurable Natalie Portman, vive febrilmente obsesionada con su trabajo, con ser la mejor bailarina del universo, adentrándose en una espiral competitiva que pone en riesgo su propia salud física y mental, en definitiva su propia vida. ¿Qué nos cuenta Aronofsky en Black Swan? Una joven y seráfica integrante de una prestigiosa escuela de ballet, Nina, entrena compulsivamente con gran disciplina, sacrificio y abnegación para lograr ser la protagonista de la nueva versión del famoso El lago de los cisnes que prepara el afamado y pervertido director de una de las compañías neoyorquinas de mayor pedigrí y enjundia. Este depravado tipo, Leroy, encarnado por un monumental y aterrador Vincent Cassel, es un auténtico monstruo, un abusador y un maltratador psicológico de sus bailarinas, únicamente preocupado por el éxito de su compañía e indiferente ante el agotamiento físico y mental de sus cuitadas danzarinas. Ante la obligada jubilación anticipada de Beth (fantástica, como siempre, Winona Ryder), otrora portentosa intérprete de ballet clásico, los papeles de Cisne Negro y Cisne Blanco quedan vacantes, desatándose entre las aspirantes una feroz disputa, un descarnado pugilato por conseguir alzarse con los anhelados roles protagónicos. Tras azarosos avatares, Nina se alza finalmente con el deseado papel principal, dará vida, simultáneamente, al Cisne Blanco y al Cisne Negro, y sufrirá en sus carnes la atroz tortura mental a la que se ve sometida por su impasible e inmoral entrenador.

"Natalie Portman se obsesiona, de manera enfermiza, con su trabajo; vive única y exclusivamente para la danza y, mientras tanto, se olvida de vivir. El demonio, siempre astuto, perspicaz y malicioso, se apodera de su alma"

No hace mucho, el célebre director estadounidense Damien Chazelle nos contaba una historia parecida en su famosa y monumental ópera prima, Whiplash, en la que Miles Teller, dispuesto a convertirse en el mejor batería del mundo, sufre constantemente las furibundas acometidas verbales de su monstruoso e implacable maestro, un asombroso J. K Simmons. La obsesión por la perfección, el connubio con el trabajo y el olvido de las relaciones amistosas o familiares es un tema clásico en la Historia de la literatura universal. Thomas Mann, ya en los estertores de su trayectoria escrituraria, publicaba Doctor Faustus, uno de los libros más impactantes que he leído jamás, un relato que recuperaba el famoso mito ya narrado previamente por Goethe. El Fausto de Mann era más solemne, pavoroso y radical, poseía una prosa de una calidad inigualable, una pantagruélica orgía musical y de maestría literaria. Serenus Zeitblom, el narrador, nos relataba la delicuescente historia del compositor Adrian Leverkühn, firmante de un macabro pacto con el mismísimo Mefistófeles para lograr la perfección absoluta en su Arte. Cisne negro aspira a convertirse en el Doctor Faustus de Aronofsky. Natalie Portman, un claro remedo del Leverkühn de Mann, se obsesiona, de manera enfermiza, con su trabajo; vive única y exclusivamente para la danza y, mientras tanto, se olvida de vivir. El demonio, siempre astuto, perspicaz y malicioso, se apodera de su alma. La presencia del malévolo Luzbel crepita con gran fulgor durante todo el metraje, como una tentación irresistible, siempre subyacente. Esa obsesión por el mal absoluto se puede vislumbrar en toda la filmografía del director norteamericano. De hecho, Mother!, filme protagonizado por Javier Bardem y Jennifer Lawrence, una de las cintas más célebres, controvertidas y vilipendiadas del cineasta, narra nada más y nada menos que el mito bíblico del Génesis, de Adán y Eva, de la expulsión del Paraíso por sucumbir a la tentación de alimentarse con los frutos del Árbol prohibido.

Ese mal eterno lo podemos ver reflejado en el rostro de una de las bailarinas mejor dotadas de la compañía, interpretada por una bellísima Mila Kunis, principal contrincante de Portman en la lucha feroz por alcanzar el ansiado rol de protagonista. Esta bailarina, adoptando prácticamente el aspecto de un súcubo, se servirá de la vulnerabilidad de Nina para confundirla, desorientarla y volverla tarumba. La sombra del demonio, del mal, en efecto, es muy alargada.

"Aronofsky no trata de imponer machaconamente ningún mensaje o doctrina. Como buen director, se limita a exponer y narrar asépticamente los hechos"

Aronofsky, plenamente consciente de la enjundia y trascendencia del material que tiene entre manos, impregna su película con un aura enfermiza, zozobrante y malsana; con cámara en mano, retrata cuidadosamente el enmarañado y proceloso mundo psicológico de Nina, nos adentra, con inigualable maestría y pericia técnica, en los más profundos e insondables recovecos de la mente humana. Esta atmósfera onírica, pesadillesca y espeluznante convierte a Cisne negro en una película casi de terror psicológico; una vez más, se disuelve esa frágil y delgada línea que divide la realidad de la ficción y, como espectadores, dudamos si esas horripilantes pesadillas que sufre nuestra protagonista son algo real o se trata de un simple producto de su tumultuosa imaginación, el inevitable resultado de la atroz presión psicológica a la que se ve sometida por su cruel e imperturbable director. Este tipo, el tal Leroy, es el fiel paradigma de todos aquellos profesores, de todos aquellos maestros a los que les importa un bledo la integridad física y moral de sus pupilos, que sólo aspiran, aun a riesgo de someterlos a viles torturas, a verlos convertidos en los mejores dentro de sus respectivos ámbitos profesionales: música, deporte, teatro, danza, etc. El dilema moral que nos plantea el director norteamericano está servido: ¿tienen derecho estos oscuros personajes a explotar, literalmente hablando, a sus discípulos para extraer lo mejor de ellos? ¿Les es lícito torturarlos hasta límites extenuantes con la única finalidad de exprimir al máximo sus destrezas y habilidades? ¿O, por el contrario, ha de primar el respeto, la ética y el buen comportamiento personal aun a costa de obliterar el éxito profesional o artístico? Aronofsky no trata de imponer machaconamente ningún mensaje o doctrina. Como buen director, se limita a exponer y narrar asépticamente los hechos, deja que sean sus personajes quienes hablen y actúen. Juzguen ustedes mismos. El público y la audiencia siempre son soberanos. En esta neutral asepsia intelectual reside la gran virtud de esta famosa y excepcional película. Nunca somos capaces de saber qué diantres está pasando: ¿es todo una pesadilla de Nina o realmente ocurren esos terribles hechos? El cine es sueño, y los sueños, sueños son. Den rienda suelta a su imaginación y disfruten (tal vez debería decir sufran) la filmografía de este peculiar y talentoso cineasta, Darren Aronofsky, empeñado siempre en sacar a la luz los rincones más oscuros de la psicología y del comportamiento humanos, así como en desvelar las lóbregas pretensiones de los postulantes a doctores Faustus.

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ricardo rodiño
2 meses hace

Por Dios! Que manera de escribir rebuscada y anacrónica. Con palabras que parecieran querer encandilar al lector! Un mal artículo. Típico ejemplo de soberbia. Escribir bien no es escribir difícil es escribir claro. Sobran ejemplos.