A José Manuel Sánchez Ron hay que leerlo por obligación. Con fruición pero sobre todo con detenimiento. Siempre encuentras ideas en sus textos, siempre consigues llegar a algo de provecho. Su interesante artículo sobre Arquitectura: Ciencia, técnica, arte y sociedad termina con una recomendación, la de una obra que explora la relación entre la alimentación y el ser humano, entre la comida y las ciudades. Carolyn Steel escribió Ciudades hambrientas en 2008, en medio de una de las crisis económicas más brutales del sistema capitalista. La pandemia lo ha devuelto a la actualidad, y ha llegado a España gracias a la editorial Capitán Swing —sumergirse en su catálogo es gimnasia para nuestro cerebro—. Es un libro notable que nos ofrece una visión innovadora de nuestras sociedades y de nuestra forma de comportarnos ante la comida. Creo que el único fallo de este libro es su título, Ciudades hambrientas. En realidad su nombre debería ser Ciudades con sobrepeso, al menos las de Occidente, las del primer mundo, las de unas sociedades obsesionadas con la comida, glotonas, empeñadas en desperdiciar, sobreconsumir y malgastar recursos. Pensemos en Houston, la ciudad con uno de los mayores índices de obesidad de todo el mundo, con sus calles llenas de cochecitos para gente que ya no puede ni caminar, y en tantas otras de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa que están siguiendo su camino. En cierta manera este libro podría ser el anverso, el reverso, o un útil epígrafe de El hambre de Martín Caparrós; o al revés.
Desde la Antigüedad, desde los tiempos de Grecia, nuestras poblaciones han sido diseñadas por el alimento. Roma montó un imperio para abastecer a su capital —la primera urbe que ya en el siglo I a.C. superaba el millón de personas—. Hace dos mil años comenzó la globalización con el tráfico de especias, vino y aceites. Griegos y romanos llenaban sus despensas con materias primas de Hispania, de Persia, de Egipto. Comer, compartir mesa, ha sido desde hace siglos un acto social y cultural que ha unido a familias y a pueblos. Hemos conseguido evolucionar gracias a la comida, concretamente a la carne. Su consumo nos permitió tener las proteínas suficientes y que nuestro cerebro tuviese un desarrollo fulgurante. Empezamos comiendo cinco kilos de carne de una sentada para tener energía para varias jornadas, pasamos a administrarla de forma diaria en función del esfuerzo y ahora estamos viviendo en una época en la que la alimentación es algo lúdico, ya no comemos para alimentarnos sino para divertirnos y cubrir necesidades afectivas o aliviar nuestro estrés. En el siglo XIX Cincinnati (USA) comenzó a despiezar más de medio millón de cerdos al año hasta convertirse en «Porcópolis». Chicago recogió el relevo de la producción a gran escala de la carne, la envasó y la repartió por todo el mundo. El ser humano pasó a incluirla en su dieta de forma preferente, también las clases más bajas —que durante muchos siglos tenían dificultades para poder acceder a ella por su alto coste—, y su consumo se multiplicó por tres. Pero esta no es la única gran transformación a la que hemos asistido: el campo británico y el de otros países se convirtió durante el siglo pasado en una fábrica pensada para cubrir las excesivas necesidades de los urbanitas. Y después siguieron su camino Brasil, Indonesia, Argentina…; plantaciones kilométricas para el primer mundo a bajo coste.
“El ser humano y el trigo, todo se reduce a eso. Cultivo y civilización, ciudad y campo, paraíso e infierno: la comida siempre ha moldeado nuestras vidas y siempre lo hará. Nuestro legado para aquellos que heredarán la tierra vendrá determinado por la forma en que comamos ahora. Su futuro pende de nuestros cuchillos, nuestros tenedores y nuestros dedos”.
Las ciudades actuales se comen el 75% de los recursos alimentarios. Caminamos hacia un mundo cada vez más poblado, con poblaciones más grandes, mientras el campo sigue perdiendo a sus ya escasos habitantes. La relación entre el mundo rural y el urbano se ha vuelto cada vez más problemática. Su punto de equilibrio era el alimento, pero las urbes han tiranizado al campo. Carolyn Steel nos pone el ejemplo de Lorenzetti. En sus cuadros reflejaba el campo y la ciudad en dos planos iguales: ahora su pintura ya no podría reflejar equilibrio alguno. Las grandes poblaciones industriales han saqueado la tierra sin preocuparse por su conservación, desencadenando un cambio climático que tiene en parte su origen en esa obsesión por producir comida a bajo coste para luego generar montañas de desperdicios. Carolyn Steel —nombrada por The Ecologist como una de las «Diez mayores visionarias del siglo XXI»— nos da las claves en Ciudades hambrientas, nos muestra las respuestas ahora que el abismo le devolvió la mirada a la humanidad. La alimentación moderna que nació con el transporte —de los navíos helenos que lleven grano a las polis griegas pasamos a los trenes que dejaban leche fresca diariamente en los hogares londinenses— no es sostenible ni siquiera a corto plazo. No podemos seguir consumiendo de todo durante todo el año. Tampoco podemos seguir con un marketing que apela a nuestro instinto de supervivencia —menús extragrandes, ofertas 2×1, un helado de regalo…— para hacernos creer que debemos comer las mismas cantidades que en Atapuerca. Con una notable diferencia: nosotros ingerimos esas inmensas porciones cada día y el Homo Antecessor lo hacía una vez a la semana, y en lugar de estar en el sofá viendo series en Netflix nuestros antepasados perseguían mamuts con lanza.
Ciudades hambrientas es un libro organizado por etapas. Primero busca el origen de la comida, la producción —la tierra—, luego sigue su viaje hasta las ciudades para estudiar su consumo y comercialización, revisa también cómo es su preparación y los residuos que se producen. Este viaje por todos los eslabones de la cadena, a través de miles de años, traza un gráfico de nuestra relación con el alimento, como seres humanos y como sociedad. Muchos de nosotros no tenemos la menor idea de cómo se planta un tomate o de qué forma se procesa la leche con la que tomamos los cereales en el desayuno, pero es que nuestros hijos dentro de unos años no podrán establecer ninguna relación entre el alimento en sí y la comida que les servirán en su plato. Ese desconocimiento, esa ignorancia del proceso, no saber cuánta energía y esfuerzos se necesitan para convertir la materia prima en un menú, es el mayor enemigo de nuestra civilización. Solo podremos parar el derroche, acabar con el despilfarro y frenar los desperdicios cuando todos tengamos certeza de que los mares y las tierras de cultivo son finitos, de que sus producciones, si seguimos esquilmándolos, se acabarán para siempre. No podemos seguir teniendo supermercados que prefieren perder comida que clientes, superficies enormes con estantes que siempre deben estar llenos aunque muchos de sus productos sean perecederos y vayan a acabar en la basura. La pandemia visibilizó nuestras carencias, nuestra dependencia de cadenas de suministro que no pagan un precio justo al productor, pero, sobre todo, las pésimas condiciones de trabajo de los temporeros, los esclavos del siglo XXI. Podemos mirar hacia otro lado, seguir viviendo en un infantilismo eterno, pero comprar un kilo de manzanas por solo unos pocos céntimos, además de favorecer la pobreza y unas condiciones laborales infrahumanas, es escupir hacia arriba; la naturaleza acabará devolviéndonos el golpe con más fuerza. Las zoonosis siguen avanzando hacia nuestras ciudades pero nosotros preferimos seguir bailando, incluso con mascarilla y aunque ya no haya ni música.
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Autor: Carolyn Steel. Título: Ciudades hambrientas. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todostuslibros y Amazon
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