Cuando hay que hablar de las flappers, aquellas alegres chicas de hace ahora justo un siglo que bebían tanto o más que sus admiradores en las noches de la Ley Seca, fumaban en largas boquillas, y enloquecían con el jazz —especialmente el charlestón— gusta evocar a Zelda Fitzgerald —Sayre de soltera—, porque su amante esposo, el incuestionable Francis Scott Fitzgerald, en base a ella, fue el mejor cronista de toda la prosopopeya de las mujeres de aquella época. La era del jazz, o los felices años 20 —como el lector prefiera— tuvo su imagen más representativa en las flappers. Si una centuria después destaca una, entre todas las instantáneas que nos las recuerdan, es aquella que nos muestra a dos de ellas, bailando alegres el charlestón en la azotea del Sherman Hotel de Chicago —justo al borde del vacío— el once de diciembre de 1926.
Pero la flapper por excelencia, más aún que Zelda Fitzgerald, aunque ninguno de sus maridos concibiera obra alguna en base a la prosopopeya de aquella época, fue Clara Bow. Es más, antes de enloquecer y de caer en el olvido, fue la primera it girl que la historia registra. De hecho, el término, que vuelve a airearse tanto en nuestros tristes días, fue acuñado para referirse a su gancho, a su sex appeal, por la escritora inglesa Elinor Glyn, toda una referencia en la novela romántica de los albores del pasado siglo. “Ello es ese extraño magnetismo que atrae a ambos sexos… Descaradamente, con autoconfianza, indiferente al efecto que produce”. Ya en el siglo XVII, el poeta y teólogo alemán Angelus Sileus escribe en su más célebre epigrama: “La rosa es sin porqué, florece porque florece, / indiferente a sí misma. / No desea ser vista”. Mucho más prosaico, Sigmund Romberg, autor de operetas vienés llegado a Hollywood para componer la partitura de la música que acompañaba las proyecciones de Esposas frívolas (Erich von Stroheim, 1922), dedicó una canción a Clara. Fue uno de los éxitos de aquellos días del charlestón y swing temprano. En una de sus estrofas definía lo it como “ese atractivo vago pero indecoroso que, de una u otra manera, nos enciende”.
Sí señor, Clara Bow era Betty Lou, la dependienta que acababa casándose con el propietario de los grandes almacenes que la empleaban en It (Clarence G. Badger, 1927), título inequívoco escrito para ella por Glyn precisamente. Toda esa vitalidad, toda esa independencia de las flappers —que no usaban corsé, se citaban con hombres y podían hacer cualquier cosa otrora considerada masculina— era lo que irradiaban sus taquimecanógrafas, sus universitarias o sus telefonistas. Sí señor, Clara Bow fue la Flapper con mayúsculas hasta que el Crac del 29 arrambló con aquellas chicas, puesto a dar paso a los tres peores lustros de la historia de la humanidad. En el caso de la primera it girl, a los rigores de la Gran Depresión fueron a sumarse la llegada del cine sonoro y la ola de puritanismo que, con la promulgación en 1930 del Código Hayes —primer reglamento para la autocensura de la pantalla estadounidense—, sumió a Hollywood en la mojigatería a comienzos de aquella década. Resumiendo, un tiempo ominoso al que la actriz no sobrevivió.
Zelda Fitzgerald, autora ella misma de algunos artículos sobre aquellas chicas, fue definida como la última flapper en el título del texto que William Luce le dedicó en 1990. Pero lo cierto es que Clara Bow sobrevivió diecisiete años a Zelda. Eso sí, cuando se acabó la fiesta, las dos enloquecieron y supieron de lo expeditivos que eran los métodos con que se atajaban antaño los delirios. Zelda encontró la muerte en 1940, cuando se incendió la habitación del manicomio donde esperaba ser sometida a un nuevo electroshock. Clara, que también supo con creces de esta terrible terapia, probó asimismo esa dudosa calma que procuraba el estar envuelta en toallas empapadas en agua fría hasta que se secaban. Desde los excesos de las noches de esplendor padecía insomnio crónico. Su hora llegó en 1968. Se fue sin aplausos y casi sin despedida. Sabiendo ya próxima su última secuencia, recordando esas disipaciones que acabaron por costarle la salud y la carrera, le comentó a un periodista: “En los años 20 aún teníamos individualidad. Hacíamos lo que queríamos. Nos acostábamos tarde. Nos vestíamos como mejor nos parecía, Hoy en día las estrellas son sensatas y no arruinan su salud. Pero nosotros nos lo pasábamos mucho mejor”.
La pelirroja más popular de las postrimerías de la pantalla silente nació en Brooklyn en 1905. Habiendo perdido su madre los dos hijos anteriores, parece ser que, con el óbito del segundo, se le fue también la cabeza. Deben considerarse las difamaciones de las que Clara debió de ser objeto, mientras su antigua secretaria, Daisy De Voce, daba a conocer todas las orgías, y demás desenfrenos, que había visto en casa de la actriz cuando Clara la denunció por haberle robado su dinero. Pero otras muchas fueron verdades irrefutables.
En cualquier caso, la de la futura estrella fue una familia disfuncional, marcada por los abusos de su padre y la enfermedad mental de su madre, que ocasionalmente se prostituía. En eso sí difiere de Mrs. Fitzgerald, hija de una de las familias más prominentes de Alabama. Hasta esa primera visión de la Parca, que suele evitársele a los niños, a Clara le fue dada en un par de ocasiones. Su primer cadáver fue el de su abuelo, cuyo deceso se produjo súbitamente mientras la columpiaba. Ya un poco más crecida, un compañero de juegos murió abrasado entre sus brazos. Siempre jugaba con niños, lo que era poco menos que preceptivo en las futuras flappers, tan juguetonas con los hombres como con sus largos collares de perlas. En el caso de la pequeña Clara fue debido a que las otras niñas la despreciaban a causa de su suciedad y lo mal vestida que iba. El recuerdo de aquel muchacho que fue pasto de las llamas, un tal Johnny, fue el recurso que siempre utilizó para llorar a voluntad cuando los realizadores se lo pedían. Ver películas era la única evasión de la miseria de sus primeros días, y quiso ser actriz para huir de ella. Aunque lo consiguió sobradamente, todos los traumas de su infancia la angustiaron durante el resto de su vida. Días de gloria incluidos. “No fui una niña bonita, en absoluto. Mis ojos eran demasiado negros y mi pelo demasiado rojo”, recordaría siendo ya uno de los grandes sex symbols de la pantalla silente. “Cuando era pequeña, la gente me tomaba por un chico”.
Empleada como telefonista a los catorce años, pese a que su madre pensaba que la interpretación era un empleo de prostitutas, su padre la animó a probar suerte en el concurso convocado por una revista de cine para descubrir nuevos talentos. Dejó impresionado al jurado con su gran variedad de registros. Beyond the Rainbow, un drama de Christy Cabanne, en 1922, fue su primera cinta. Todas las secuencias de su personaje, Virginia Gardener, fueron suprimidas del montaje final. Eso sí, volvieron a integrarse en las copias posteriores, cuando Clara pasó a ser la It Girl.
Incorporó a su primera flapper en Los enemigos de la mujer (Alan Crosland, 1932). Sólo era una chica que bailaba encima de una mesa. Sin embargo, puede que fuera entonces cuando nació su mito. El histerismo de la aún incipiente actriz durante aquel rodaje tenía maravillado al realizador. Ahora bien, obedecía a la tensión que Clara sufría al acabar la filmación y volver a su casa a cuidar a su madre quien, ya en el tramo final de su propia demencia, intentó en más de una ocasión acuchillar a su hija, al saberla actriz. Al cabo, cuando su progenitora murió, despuntando ya en Clara la estrella, supuso una liberación.
Otra de sus grandes flappers, Janet Ogelthorpe, llegó con El pecado de volver a ser joven (Frank Lloyd, 1925). En aquellos días, de más de cinco cintas por año, prácticamente rodaba a destajo. “Recuerdo que pensaba que las cosas buenas no duran mucho, que siempre ocurre algo horrible y que lo mejor que se puede hacer es sacar partido de las buenas rachas”. Con ese espíritu protagonizó Divorciémonos (1925), de Ernst Lubitsch. También fue en el 25 cuando sus amoríos llamaron por primera vez la atención de la prensa al anunciar su compromiso con Gilbert Roland, un entonces emergente actor mexicano. Naturalmente, no llegaron a ir a ningún altar. Pero las citas y los nuevos compromisos de la actriz empezaron a ser seguidos con avidez por los gacetilleros. Uno de sus romances más sonados fue el que mantuvo con Victor Fleming, para quien protagonizó Flor de capricho (1926). Y a Fleming precisamente, uno de los grandes directores de actrices del Hollywood clásico, le confió la Paramount la tarea de terminar de formar la estrella de Clara Bow. Fue entonces cuando empezó a ser conocida como “la más ardiente hija de la era del jazz”.
Sólo tenía veintidós años cuando de los brazos de Fleming pasó a los de Gary Cooper, uno de los grandes seductores de la historia de Hollywood, y de los más miserables con sus amantes, quien la dejó, abrumado por los celos y por la negativa de miss Bow a sentar cabeza. A esas alturas, para el público ya era una auténtica vampiresa. Contaban más las secuencias en que los realizadores la dejaban en ropa interior, acaso para dejar constancia de que las flappers nunca llevaban corsé, que sus innegables dotes como actriz. Lo suyo era la tragedia antes que la comedia. Su mejor creación fue la Mary Preston de Alas (William A. Wellman, 1927), un drama sobre la Gran Guerra.
Clara Bow temía al cine sonoro más que a una nube de piedra. Su debut en él no pudo ser peor. “Hola a todo el mundo”, fue la primera frase que pronunció. Fue en La loca orgía (Dorothy Arzner, 1929) y gritó tanto al pronunciarla que rompió todas las válvulas del equipo de grabación. Pero lo malo fue su acento de Brooklyn. Resultó que la chica a quien hasta Dorothy Parker había definido como la It por antonomasia hablaba como una barriobajera de Nueva York. El sonoro no era para ella.
También fue entonces cuando la esposa de un médico de Texas, William Earl Pearson, quien la atendió de su insomnio y su desequilibrio, la demandó por lo ocurrido entre su marido y ella en el Pabellón Chino de la residencia de la estrella en Beverly Hills. La prensa llegó a hablar de cierto “ungüento amoroso”, localizado en lo más íntimo de Clara Bow. Puesta a contarlo todo tras la denuncia, antes de ir a la cárcel por robar a la última flapper, Daisy De Voce también se refirió a las orgías del Pabellón Chino. De los muchos que pasaron por allí, destacó los nombres de Eddie Cantor, Bela Lugosi y Rex Bell, uno de los primeros cowboys de la pantalla, que habría de convertirse en el primer y único marido de la actriz.
De Voce también habló de las timbas que se organizaban en la cocina de la residencia, entre las experiencias venéreas del Pabellón Chino. Aunque la secretaria acabo yendo a prisión, en la Paramount decidieron que Clara había excedido todos los límites. Además de echarla, pretendieron cobrarle todos los trajes de sus personajes que, al igual que el resto de las estrellas, se había llevado a su casa. Esas deudas, sumadas a las del juego, también contaron en su final. “Les había hecho ganar millones y sólo volvieron a ofrecerme argumentos viejos y gastados, que parecían sacar del cubo de la basura”. Regreso en Hoopla (Frank Lloyd, 1932). Pero fue en vano. “Hasta que me ofrezcan un papel adecuado, puedo vivir perfectamente con lo que gana Rex”, declaró cuando se retiró en 1932. Nunca más volvió a hablarse de Clara Bow. Cuando murió su marido en 1962, se supo que llevaban varios años sin convivir. Clara pasó ese tiempo internada en psiquiátricos y casas de salud. El intento de superar sus eternas angustias fue tan en vano como su regreso en Hoopla con la Fox.
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