Fotografías: © Manolo Yllera
Es principios de noviembre, cuando emprendo un viaje hacia el campo extremeño para encontrarme con la escritora Clara Obligado. Mientras conduzco, una frase de su nuevo libro me ronda con insistencia: “Era extranjera en mi propio idioma”. Al llegar a mi destino me recibe un aroma a chimenea y Clara, que me habla de tú, aunque la modulación de su voz es argentina —siempre me cuelgo de ella cuando la escucho leer—. Nacida en Buenos Aires, vive en Madrid desde 1976. Es exilada política de la dictadura militar. Podría reunirnos la amistad, que también, pero la excusa principal para nuestro encuentro se debe a la reciente publicación de Una casa lejos de casa: La escritura extranjera (editorial Contrabando, colección Interlocutor Cruel), un texto bello cuya lectura me parece imprescindible no solo por la fuerza de su estética, sino también porque vivimos tiempos necesitados de libros que inspiren tolerancia. Éste además es un himno a las palabras, como ella expresa, a la diversidad, al lenguaje como lugar de encuentro, de unión, que no entiende de discriminaciones o fronteras. Es un libro híbrido, lírico, que emociona, sacude, remueve, que suscita reflexión y llama al goce de la vida, de la imaginación y de la literatura, más allá de las circunstancias que nos haya tocado vivir. No admite encasillamientos en un género concreto. Echar raíces en la tierra fértil solo de uno iría en contra de su forma y de su fondo. Para mí es el clavel del aire del que nos habla su autora, pues donde este libro echa en verdad raíces es en el corazón y en la mente del lector.
—Clara, háblame, por favor, de los distintos géneros que abarca tu libro.
—Tiene una estructura híbrida. Por un lado es una novela donde alguien que ya es mayor empieza a contar su vida desde que es pequeña, una línea vital que une toda la historia y que comprende la emigración, y por otro hay una línea más reflexiva, ensayística. Es decir, el libro es un híbrido entre biografía, novela de aprendizaje y ensayo. Recorre distintas formas de la prosa. Es, en realidad, un himno a las palabras.
—¿Dirías que hay también autoficción? ¿O que hay algo de ficción incluso en la biográfico?
—Es una autobiografía, porque es verdad todo lo que cuento, o al menos yo creo que es verdad. Pero siempre que se escribe biografía se elige, se omite, se subraya, se maquilla. Y hay muchas experiencias personales de las que no hablo. Es imposible hacer otra cosa. Cuando la gente dice que es sincera su autobiografía, aunque no tenga la intención de mentir no dice la verdad, porque nunca se puede contar todo y resultaría tedioso. Yo elegí escribir una autobiografía lectora de una emigrante.
—En mi opinión, uno de los hilos conductores de tu libro es el lenguaje. La identidad y la vida de una persona a través de sus vivencias con el lenguaje. Comienzas tu historia con una institutriz que cuando eras muy pequeña te leía cuentos en inglés, un idioma que al principio no entendías. Años más tarde, en el colegio, cuando te hablaban en francés, respondías en inglés.
—Sí, es bastante cómico, pero para mí fue bastante traumático, porque se burlaban de mí. No he vuelto a hablar inglés. Entiendo más de lo que parece, tengo cierto vocabulario, pero de cuento de hadas. Palabras como bruja, bosque, enano.
—¿La propia estructura de tu libro refleja el tema principal que trata: el hibrismo?
—Sí. Trata sobre alguien que se plantea una situación que no le es dada con el nacimiento: el hecho de ser extranjera. Uno se convierte en extranjero de un día para otro, cuando atraviesa una frontera. Y las fronteras ponen muchas cosas en cuestión, una de ellas es el idioma. Extranjero no se nace. Uno se convierte en extranjero. Es como el exilio: uno se puede sentir exilado, pero un exilado es un exilado, alguien que realmente, no metafóricamente, no puede volver a su país. Los latinos decían “destierro o entierro”. De eso estoy hablando, y es algo que te modifica para siempre. Es una identidad que se suma a tu identidad. Y te sorprende. Yo cambié de identidad con 25 años, cambió todo: el cielo que me cubría y la tierra que yo pisaba. Y como ya era mayor y pude cuestionármelo y reflexionar sobre ello, decidí qué marcas iba a aceptar. Esa vida rota, esa vida quebrada, se cuenta, también, con una estructura fragmentaria, quebrada. Yo soy mestiza, soy una mezcla, y por eso cuento mezclando géneros. La forma acompaña a lo que quiero decir, siempre.
—Se suele mitificar la infancia como un territorio feliz, pero tú dices lo contrario, que no hay que llevarla a la perfección inhumana.
—La gente suele repetir que fue feliz en la infancia. No siempre es verdad, en muchos casos es un mito. Pero ocurre otra cosa: si colocamos la felicidad a nuestras espaldas, todo tiempo futuro será peor. La felicidad la ponemos en el pasado. Si aceptamos los conflictos de crecer, tal vez la felicidad esté en el porvenir. Yo no tuve una infancia feliz, y me estoy preparando para una feliz vejez.
—Pues el libro transmite unas imágenes muy bellas de tu infancia, una belleza muy nostálgica.
—Como te decía: no fui feliz, pero tenía un carácter muy fuerte, resistente. Era una persona con mucha alegría de vivir, a pesar de lo que me rodeaba. Mi entorno no era placentero, pero yo iba creando espacios donde me sentía bien, y uno de ellos fueron los libros. Cuando les damos todo servido a los niños nos equivocamos. De las carencias he aprendido lo que sí quiero, y también he desarrollado armas para conseguirlo que no están en el pasado.
—¿Y la felicidad estaba en los libros?
—Por supuesto, estaba en la naturaleza y en los libros. Para mí siempre han sido la nave que te hace volar, que te saca de la realidad, la nave de Emily Dickinson. Una casa lejos de casa es, entre otras cosas, un himno a la literatura. A la capacidad de imaginar que nos salva incluso en el peor momento de nuestras vidas. “La literatura nos salva del horror”. Esta es la última frase de mi libro.
—El final es de una belleza lírica que me emocionó.
—Sí, de exaltación. Una defensa de la imaginación, una aceptación de todo lo vivido como parte de una historia que termina siendo, a su manera, feliz.
—¿Crees que el lenguaje puede ser utilizado como una herramienta de discriminación, una frontera, un arma arrojadiza para poner de manifiesto una diferencia que se piensa insalvable?
—Nunca como en esta época hemos tomado conciencia del valor del lenguaje, ahora que se debate si el lenguaje es sexista o no lo es, y se producen grandes debates. La importancia del lenguaje cuando te nombran, por ejemplo. La manera en la que te nombran es muy importante, determina tu identidad: no es lo mismo decir negro que afroamericano. El lenguaje es nuestra manera de simbolizar.
—“Era extranjera en mi propio idioma” es una frase que me ha impactado. Háblame sobre ella, por favor.
—Se decía que la gente que venía de América Latina lo tenía más fácil, pero creo que no es así. España es un país de expulsión: a lo largo de la historia ha expulsado a los árabes, a los judíos, a los pobres, a los exilados. Por eso no tiene tradición de recibir gente y no se plantea estos problemas. Es muy corriente que te digan “eso no se dice así” o “está mal”, simplemente porque no son las palabras corrientes en España. Cuando eres de otro país tomas mucha conciencia del idioma. Por ejemplo, cuando escribí este libro me di cuenta de que hablo dos idiomas a la vez, elijo la sintaxis y la semántica española, pero mi tono, mi modulación, son argentinos. Hablo en dos castellanos a la vez. Llevo muchos días sola con mi marido, que es argentino, y ahora me cuesta llamarte de tú. A mi marido le hablo de vos, a mis hijas de tú, al gato también de tú, porque es español. Es un bilingüismo simultáneo.
—Otra frase que me impacta con respecto a tu llegada a España como exiliada es “ni casa, ni amigos, ni trabajo, solo la vida, que no es poco”. ¿Nos salva el carácter, o la pulsión por la vida?
—En mi generación hubo gente que murió muy pronto. A muchos los mataron y otros no sobrevivieron, posiblemente por la pena. Gestionar el dolor es siempre difícil: a mí me salvó la decisión de vengarme. ¿Y cómo podía hacerlo, si no soy una persona violenta? Y entonces pensé que la felicidad era, de alguna forma, una venganza. Si estoy triste, pensé, me derrotaron. Para abandonar mis ideas no valía la pena haber sobrevivido. Yo sobreviví para poder ser feliz y para seguir peleando por un proyecto vital que, en algunas cosas, triunfó. Mi generación cambió muchas cosas en la manera de vivir, y muchas fueron buenas. Soy resistente, me viene de la infancia. Frente a las dificultades desarrollo una utopía positiva. Es una actitud filosófica, hay que tener cierto valor para sostenerlo, es más fácil quejarse que mantener la ilusión. Me quejo, como todo el mundo, pero no habito en el lamento.
—Hablas también en el libro de la necesidad de nombrar, de poner nombres a las cosas casi para que existan. Esto es un exilio, esto es un destierro, ¿es una forma de comenzar?
—La importancia de las palabras, del relato, no en el sentido que se usa ahora, que se trata de mentir y manipular creando una ficción.
—¿Por qué este libro ahora?
—Llevaba muchos años pensando y dando conferencias sobre qué es ser extranjera en España. No me gustan los mitos, como ese de «España es un país abierto». Tampoco Argentina es un país abierto, ningún país lo es. Tengo amigos extranjeros y hablamos bastante sobre este tema: qué se siente cuando se tiene que emigrar, la dureza de la emigración. Un amigo editor, al principio de la pandemia, me dijo: «Tengo un proyecto: ¿por qué no escribes sobre qué es la escritura?». Le contesté: «Quiero hablar sobre esto». Pertenezco a una primera generación de emigrantes en España. Nosotros somos la primera generación que vino a España y se quedó. Participamos, por ejemplo, de la Transición, somos parte de esta historia, y creo que esto merece ser mencionado.
—Me ha venido a la memoria al leer tu libro lo que la arqueóloga Almudena Hernando dice en su magnífico ensayo La fantasía de la individualidad, que, en parte, la identidad del individuo viene dada por la pertenencia a un grupo, y solo este sentimiento le proporciona la seguridad para sobrevivir. En tu libro citas las palabras de la escritora Agota Kristof tras el exilio: “Perdí la pertenencia a un pueblo”. ¿Sentiste algo parecido cuando te exiliaste en España?
—Te quedas sin nada. Es cierto que llegue sola, pertenecía a un mundo que había sido masacrado, y aquí me dicen que adaptarse es fácil y que todo está bien. Pero conseguir papeles, por ejemplo, no es tan fácil. Yo necesito dialogar desde lo que soy, y sin este diálogo no me puedo integrar. La riqueza son los espacios móviles que están en el medio: si tú me dices «yo soy española» y yo te digo que no me siento así, sino que me siento extranjera, habría mucho para conversar. Una sociedad debe moverse para incluir a los que son distintos, y solo nos podemos integrar en la medida en que el otro se abra y quiera hablar con nosotros. Para eso también tenemos que aceptar un debate. En este conflicto sucede la cultura, no en las posturas estancas. Dicho de otro modo: la identidad no existe, es fluida.
—¿De alguna forma encuentras también la identidad a través del lenguaje, de la escritura?
—Tengo una identidad móvil, una identidad en cuestión. Desde ahí me relaciono. No existe la identidad férrea, es una quimera, yo la llamaría “autoritarismo”. No hay un “entre”, es un espacio cerrado. Los nacionalismos férreos son posturas autoritarias, se plantan desde la superioridad. Yo propongo una “identidad dialogante”, que supone a dos personas iguales.
—El libro es un canto a la pluralidad, a la mezcla, a la riqueza que supone pensamientos distintos, a cómo aprendemos unos de otros. ¿Qué opinas de la llamada “cultura de la cancelación”?
—Vivimos en un mundo que si tú polarizas, el otro también lo hace. Con el tema del género, por ejemplo. Cuántos géneros hay, la diferencia entre hombre y mujer. En la generación de mis padres los sexos eran dos. Ahora ya no lo entendemos así. Y si lo entendemos así, esto supone libertar la libertad de quien no se siente parte de algo binario. Si lo pensamos desde el punto de vista de la emigración podemos plantear una situación paralela. No hay identidades puras. La identidad cultural entendida de manera férrea no existe, es fluida y se crea en estas fricciones. Sí tú te abroquelas en tus ideas, tienes una guerra. Y a más problemas, a más tensión, más dureza en las posturas. Esto no nos ayuda. Es defensivo. Debemos crear unas identidades más plásticas, tenemos que hablar.
—El exilio como identidad. La extranjería como patria, dices en tu libro y citas las bellas palabras del poeta palestino Mahmoud Darwish: “Nos hemos liberado del peso de la tierra, de la identidad”. Un espacio hecho de palabras. ¿La patria ya no es un país, sino un estado, el estado liviano de ser extranjero?
—La extranjería es una manera de vivir, es una manera de reconocer que siempre estás un poco afuera, por eso puedes ser muy crítico, pero esto no es malo. En realidad, según lo siento, no tener raíces te libera y te enriquece. Yo no siento que tenga raíces sólidas. Me podrían mandar al Polo y podría organizarme de alguna manera. Una vez que lo has perdido todo eres mucho más fuerte. Tienes los recuerdos, claro, pero no están clavados en la tierra sino en tu memoria, en tus palabras. Tengo una identidad móvil. Como el clavel del aire, que echa raíces en otra planta, no en la tierra, y que no necesita afianzarse, me afianzo en algo más etéreo, las palabras. Recuperar a través de narrar.
—Dices que el emigrante tiene esperanzas con respecto al futuro. El exilado, en cambio, habita en la nostalgia. ¿Qué más los distingue?
—El exilio para mí tiene que ver con la violencia. El exilado o desterrado no puede volver, porque lo matan. El emigrante decide irse de su tierra, en general por temas económicos. No tiene por qué ser más dura una situación que la otra, no se trata de esto, sino que un estado implica la violencia política y otro no necesariamente.
—Tus orígenes son los de un emigrante español de Calañas, un pueblo de Huelva, que emigra a Argentina. Siglos más tarde, tú regresas a España como exiliada y te quedas. Esto podría ser el cierre circular de una novela o un cuento.
—Completamente. Mi identidad se destroza al llegar a España, la pongo en cuestión, pierdo pie, por decirlo de alguna manera, pero finalmente reconozco que no es tan importante. Y sucede que cumplí con el destino de mi familia, porque soy una escritora en España, y mi abuelo adoraba España. El destino es muy caprichoso: creyendo ir hacia un lado, te diriges justamente hacia el otro. Huyes de algo y corres en redondo, vuelves al punto de partida. Es muy difícil escapar de tu destino.
—¿Fatalismo?
—Un fatalismo cómico. De alguna forma, si eres de una familia guerrera, serás guerrera, aunque tu guerra sea otra. Si uno analiza su propia familia lleva implícita una obligación, de alguna manera. La mía fue la de la enseñanza, porque hay muchos profesores, y la de la literatura.
—En tu familia la literatura era cosa de hombres, y además poetas.
—Yo estudiaba la carrera bajo el retrato de mi abuelo, en la biblioteca de la universidad. Tanto él como su padre habían sido Académicos de la Lengua. Tenía sobre mí el peso de la tradición, y era un peso nada ligero. Pero yo era mujer, escribía prosa y era de izquierdas. Ellos hombres, poetas y de derechas. Hay un mandato que uno cumple a su manera, es como un destino humano, un destino familiar. Las dos caras de una misma moneda. Cuando fui a la biblioteca de Calañas, que se llama Familia Obligado, en Huelva, todo el mundo me traía fotos de mi abuelo, a quien yo no conocí, y sobre la mesa estaban sus libros y los míos mezclados. Fue muy extraño.
—Me impactó lo que cuentas sobre el regreso a España desde Latinoamérica de los escritores españoles exilados, que coincidió en el tiempo con el exilio de los argentinos a España.
—En Argentina hay estudios de lo que han aportado los españoles exiliados, que fue mucho, pero aquí no hay estudios de lo que han aportado los exiliados argentinos a España. Falta el reconocimiento de lo que Argentina trajo, de lo que trajo Latinoamérica, que es también muy interesante. Llegamos en el momento en que había muerto Franco, y aportamos al periodismo, al teatro, a la gastronomía, y a tantas cosas más. Por ejemplo, no existía la carrera de dentista como es ahora. Por supuesto, no había psicoanalistas… Insisto en la necesidad de escribir una historia de la transición común. En la primera campaña de Felipe González todos los publicistas eran argentinos. Yo trabaja en la UGT haciendo carteles para Felipe González. Piensa en Almodóvar sin Cecilia Roth, el rock. Este era un país oscuro, triste.
—Al final, cuando la situación política de la que habías huido termina, tienes que tomar una decisión, y decides quedarte en España a pesar de que te presionan desde Argentina para que vuelvas.
—Es como una asignatura pendiente, pasar un año en Argentina. Decidí también llevar una relación con mi país que fuera vital, actual. Tengo amigos nuevos, por ejemplo, no solo los de la infancia y juventud. Pero es difícil, voy un mes de cada doce, siempre hay un poco de desencuentro. Y por cierto, nunca más he visto florecer los jacarandás, y eso me entristece. La ciudad se pone azul.
—Me gustaría que habláramos de la forma, de las distintas formas para contar. Citas a la escritora Piedad Bonet, que dice “me salvó la estructura” cuando narra la muerte de su hijo. ¿Crees que la forma lo es todo? ¿Que todo qué tiene un cómo?
—Debería. Yo creo que el gran arte —porque hay un arte mayor y un arte menor—, en el arte mayor, la forma está ligada a lo que se está contando. La forma dice mucho más que los argumentos, aunque leer a ese nivel pide otras habilidades. Fondo y forma son lo mismo. No son cosas distintas: si yo cuento como un autor del siglo XIX es que mi concepción del mundo es del siglo XIX.
—¿Se pueden contar ciertas historias muy dolorosas o terribles, entonces, gracias a la forma?
—Eso es la literatura, no lo que cuento, solamente, sino la manera de contarlo.
—¿La búsqueda de la forma en tus textos está relacionada, de alguna manera, con la búsqueda de tu identidad?
—Exacto, es lo mismo. Tengo hoy una identidad móvil, mestiza. Escribo también textos mestizos, entre ensayo y biografía, entre novela y cuento. La forma pertenece a distintos órdenes y está fragmentada, es una manera de llevar la identidad. Trabajo con distintos órdenes al mismo tiempo.
—La escritura y la distancia. Para narrar hechos terribles, como el holocausto, dices en tu libro, ¿hace falta distancia?
—Es un debate que se produce después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Después de hechos tan violentos tiene sentido la literatura? Auschwitz cierra la literatura, dice Adorno, no se puede seguir después de tanta barbarie. ¿Hasta qué punto conviene contar las cosas? Es un debate abierto, cómo contar ciertas cosas. Yo no he contado el dolor de Argentina, no lo contaría a través de una ficción sino como una cuestión periodística, de manera testimonial, tal vez, porque estaría asomándome al dolor de los demás. Lo haría de otra forma. Otra vez la forma. Esto es un debate que la literatura tiene hace muchos años. Hasta cierto punto es inagotable. La primera película que filman cuando entran en los campos de exterminio, cuando los vacían, Noche y niebla, creo que se llama, es tan horrible que no se puede ver. ¿Tiene sentido? Coetzee también lo discute. ¿Hasta que punto se puede? ¿A través de la elipsis? Edipo se arranca los ojos, y quizá nos esté diciendo que hay cosas que no se pueden ver. ¿Hasta qué punto nos podemos acercar? ¿Y con qué medios? ¿Es la ficción un vehículo adecuado?
—Hablas de un nuevo lenguaje, de un lenguaje familiar que haces con tus hijas y tu nieto, el lenguaje del afecto, donde se junta el castellano de las dos orillas.
—Se basa en los sinónimos, en que una cosa puede ser dos cosas a la vez. Es, también, un aprendizaje interesante.
—¿Conservas el sapito de barro que dices en el libro simbolizaba tu hogar?
—Un sapito, una braga y un libro. El sapito lo ponía donde iba a dormir, y eso era mi casa. Ya no lo conservo. No sé dónde lo dejé. Me lo había comprado en Bolivia, en el lago Titicaca, y fue lo que me quedó cuando lo había perdido todo.
—Dices que no te incluyen en una antología argentina ni española.
—Que te excluyan también dice muchas cosas. Puedes llevarlo a un plano meramente personal, y sentirte dolida, porque a ningún escritor le gusta que lo excluyan, pero también es algo que me hace pensar: en el idioma, en el marco de lo nacional, en el dolor. Y te pasa a los dos lados del Atlántico. Pero ahora voy a sacar una antología en Eudeba, una editorial Argentina para universitarios. Estoy muy contenta.
—¿Hablas también de la culpa?
—La culpa es inherente a las situaciones de violencia. Tiendes a culpabilizarte, porque no has muerto y otros sí. Pero también aprendes a defenderte, a alejar esos sentimientos, que francamente no son justos. El exilio te hace pensar en muchas cosas que no hubieras pensado de forma natural, y eso es muy interesante. Una manera de estar en el mundo.
—¿Te ves como Ulises, que tiene que volver a casa, a su Ítaca, para terminar su viaje?
—Creo que Ulises se equivoca, porque en realidad no se puede volver. Nadie puede, porque el tiempo pasa y la vida no se puede congelar. A él sólo le va a reconocer el perro. No se puede volver, y Ulises lo sabe. Kavafis dice que el sentido del viaje es el viaje mismo, el trayecto, y es una metáfora de la vida. No puedes volver a la infancia, solo en algunos aspectos. Etimológicamente, “recordar” es «volver a traer al corazón», pero en la práctica no hay vuelta atrás.
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