«La poesía sirve para introducir en la soledad de las personas algún cambio que proporcione un mayor orden interior frente al desorden de la vida. A la angustia de este desorden a veces se intenta hacerle frente con los entretenimientos, pero la diferencia es que de los entretenimientos se sale tal como se ha entrado. Solo se ha pasado un rato. En cambio, al acabar de leer un poema ya no somos los mismos, porque ha aumentado nuestro orden interior».
Joan Margarit, (Premio Cervantes, 2019). Este texto pertenece al epílogo del libro Cálculo de estructuras (2005), Recogido en Todos los poemas (1975-2012), con prólogo de José Carlos Mainer. Austral, 2015.
Claudio Rodríguez en la noche del búho
Es Claudio Rodríguez el poeta en quien Carlos Bousoño cree ver “algo así como una actitud revolucionaria (en el sentido no catastrófico que he querido dar a la expresión)”. Lo escribe Bousoño en el artículo “Ante una promoción nueva de poetas”, de la Revista Ágora (1959), y añade: “Pero como no soy adivino, no sé bien si se trata de un guerrillero solitario o de la avanzadilla que un ejército, aún invisible, nos envía desde un muy próximo mañana”.
Con esa afirmación, Carlos Bousoño parecería adivino si no fuera porque ya era un reputado estudioso en materia poética. Claudio Rodríguez publicó Don de la ebriedad en 1953, con solo 19 años, con el que había ganado el premio Adonais. En 1956 publicó Conjuros, y con esos dos libros —con el primero le habría bastado— pasó de largo la línea poética “tradicional”, trascendiendo cualquier connotación realista, para subir un peldaño más hacia dimensiones, digamos, espirituales, en el sentido de elevar el lenguaje hacia caminos más sensitivos. “Por lo pronto, le cabe prescindir de la mera representación de la realidad, que a Claudio Rodríguez parece como si se le antojase insuficiente para la creación poética”, concluye Bousoño, “Tal es la muy genérica y esbozada caracterización de un grupo de poetas que tienen por delante un amplio futuro. Tanto, que probablemente el tiempo vendrá a dejar estas palabras mías como muy vaciadas de sentido, cuando cada uno de los autores aquí reunidos cumpla su obra con toda la plenitud que su cierto presente nos hace esperar a todos”.
Es evidente que las palabras del poeta y crítico no solo no han quedado vaciadas de sentido, sino que, pasado el tiempo, han quedado selladas en oro por la certera floración de los componentes de esta promoción de poetas: la Generación del 50. De todos ellos, hoy celebramos con Claudio Rodríguez el placer de la lectura poética y de la amistad de un grupo significativo, aunque tratándose del poeta zamorano siempre nos dejará con su toque de rebeldía, de ir por libre, de no pertenecer a nadie ni a nada, solo al misterio de la palabra.
Es una buena ocasión para celebrar al poeta, porque la Fundación Jorge Guillén y el Seminario Permanente Claudio Rodríguez han organizado la exposición: Claudio Rodríguez, De la aurora a la piedra: Casi una leyenda, en la Sala de Exposiciones de la Biblioteca Pública del Estado, en Zamora, que clausurarán el 30 de noviembre.
En el vídeo que encabeza esta página, al lado de Claudio Rodríguez se sientan otros miembros de esta generación: José Agustín Goytisolo, Carlos Barral, Caballero Bonald, Ángel González, Carlos Sahagún y Francisco Brines, y pertenece al libro Encuentros con el 50: La voz poética de una generación (primera edición patrocinada patrocinada por la Fundación Municipal de Cultura de Oviedo en 1989, y la segunda, no venal, por Ámbito Cultural). Entresaco unas líneas de diálogos en los que se puede apreciar ese espíritu «ácrata» y solitario de Claudio Rodríguez:
«El conocimiento de la propia experiencia, he aquí el gravísimo problema: está fuera o no está fuera, es el viejo tema. Rilke escribe: «Atreveos a decir a lo que llamáis manzana». Ahí está la raíz del conocimiento, el nombrar las cosas; es la esencia misma, el secreto de las cosas: secreto sagrado. No hemos hablado del tema trascendental, que es el religioso, y no hablo desde el plano confesional, sino del de nombrar las cosas, buscar el secreto, lo sagrado que, repito, para mí, está ahí. Poco más. Santa Teresa confiesa: «Me paso mucho tiempo contemplando cómo es el agua». Ahí está el intento, siempre frustrado, de conocer la realidad y conocer la propia existencia, conocer la propia vida. Eso es lo que yo entiendo por conocimiento. Yo escribo porque me salva y me condena, y aquí no se ha hablado jamás de esta cuestión, se trata de salvar a la persona, de mejorar la persona y no de hacer política, ni politiqueo, ni de estar aquí como un poeta importante, yo estoy junto a vosotros».
Víctor de la Concha le pregunta a Claudio: «¿Tú te sientes vinculado…?», a lo que este responde: «Yo no puedo estar vinculado. ¿A quién, cómo?». De la Concha insiste: «Bueno, ya sé que tú eres un zamorano ácrata, pero quiero decir que si lo que escribes…».
Y Claudio, contundente: «Yo no puedo ofrecer una trayectoria de mi vida, sería imposible. Y ahora que estoy en Oviedo puedo contar anécdotas ovetenses, ¿entiendes? O si estoy en otro sitio, igual. Mi vida va fluyendo, y por tanto mi poesía va fluyendo sin cánones, sin controles y, sobre todo, sin capillas, sin estrategias, sin tácticas. Solo importa el instinto. Habéis hablado de la reputación perdida o de muchos poemas de Blas de Otero y sobre todo del Leopoldo Panero de Escrito a cada instante. Yo me repito: Leopoldo Panero hace una definición de la poesía que se aproxima a lo que yo pienso: la palabra arrimada al alma, la palabra poética. No sólo el léxico, sino la sintaxis, el pensamiento, la emoción, la intuición, y eso existe en poetas como Blas de Otero, Luis Rosales… Un poema narrativo, como lo es, en estructura, La casa encendida…, ¿qué casa encendida? ¿La casa de su espíritu, la casa del alma? Lo mismo que Santa Teresa de Jesús en Las moradas está hablando de Ávila…
De la Concha: Yo confieso que no entiendo demasiado esto de la casa del alma. Si nos lo explicaras, quizá nos aclararías bastante…
Rodríguez: ¡Hombre, si yo lo supiera no escribiría!
Carlos Barral interviene, porque se siente concernido por todo lo que está diciendo Claudio Rodríguez sobre la creación de antologías, de estrategias editoriales, y le dice: «Perdona, Claudio, pero a mí el alma de los poetas no me importa nada. Me importa su intención lingüística».
Y Rodríguez le responde: «Para mí, la poesía es moralidad, no en el sentido, como he dicho siempre, de dogma, cuanto menos de propaganda, etc.: moralidad que trata de mejorar, de hacer mejor al hombre, a mi juicio.
En la lectura de su poema en el teatro Campoamor, en 1987, vemos al Claudio creador no solo de versos inimitables, de gran altura poética, sino también a un Claudio que al recitar crea una atmósfera. Estas fueron sus palabras de introducción a este poema que cerraron aquellas jornadas irrepetibles.
«Voy a leer un poema inédito, de cierta extensión, y quizás va a ocurrir que os aburráis. Se llama “La mañana del búho”. De la lechuza, corrijo, porque el búho no es igual que la lechuza. Se trata de un poema sobre el conocimiento, del cual hemos hablado estos días, del conocimiento de la realidad. Simboliza el búho al amanecer, pero no es verdad. el búho es un ave nocturna, como todo el mundo sabe. Y lo digo para que se entienda un poco lo que voy a leer, lo más claro es lo más oscuro».
«Lo más claro es lo más oscuro», dice Claudio Rodríguez, y lo lee y lo recrea para cerrarlo con un verso que, como el dinosaurio de Augusto Monterroso, es todo un enigma: «¿Y si la primavera es verdadera?».
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