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Cobardía, un cuento de Joris-Karl Huysmans

Cobardía, un cuento de Joris-Karl Huysmans

Un hombre prepara cuidadosamente la cena mientras espera a su amada. Las horas, sin embargo, pasan sin que ella haga acto de presencia. Ya de noche, él parece tenerlo claro: no puede seguir así, amando a alguien que no lo ama de la misma forma.

Cobardía, un cuento de Joris-Karl Huysmans

La nieve cae en grandes copos, el viento sopla, el frío hace estragos. Regreso a casa deprisa, preparo el fuego, la lámpara. Espero a mi amante. Cenaremos juntos en mi casa; he encargado la cena, he comprado una botella de vino de Borgoña, una hermosa tarta con frutas en almíbar (¡es tan golosa!). Son las seis, espero. La nieve cae en grandes copos, el viento sopla, el frío hace estragos; atizo el fuego, cierro las cortinas, cojo un libro, mi viejo Villon. ¡Qué inefable delicia! Cenar en casa los dos junto al fuego. Suenan en el reloj de pared las seis y media; presto atención para comprobar si sus pasos tocan levemente la escalera. Nada, ningún ruido. Enciendo mi pipa, me arrellano en mi sillón, pienso en ella. Las siete menos cinco. ¡Ah! ¡al fin! Es ella. Dejo mi pipa, corro hacia la puerta; los pasos siguen subiendo. Vuelvo a sentarme con el corazón oprimido; cuento los minutos, me acerco a la ventana; la nieve sigue cayendo en grandes copos, el viento sigue soplando, el frío sigue haciendo estragos. Intento leer, no sé lo que leo, solo pienso en ella, la excuso: la habrán retenido en el almacén, se habrá quedado en casa de su madre. ¡Hace tanto frío! Tal vez esté esperando un coche, pobre chiquita, ¡cómo voy a besar su naricilla fría y a sentarme a sus pies! Suenan las siete y media: ya no puedo estarme quieto, tengo el presentimiento de que no vendrá. ¡Vamos! Tratemos de cenar. Intento tragar algunos bocados pero mi garganta se cierra. ¡Ah! ¡ahora comprendo! Mil pequeñas naderías se yerguen ante mí; la duda, la implacable duda me tortura. Hace frío, pero ¿qué importan el frío, el viento, la nieve, cuando se ama? Sí, pero ella no me ama.

¡Oh! seré firme, la reprenderé enérgicamente; además, hay que acabar con esto, se está riendo de mí desde hace mucho tiempo; ¡qué demonios, ya no tengo dieciocho años! No es mi primera amante; ¡después de ella vendrá otra! ¿Se enfadará? ¡qué desgracia! ¡las mujeres no son un artículo escaso en París! Sí, es fácil decirlo, pero otra no sería mi pequeña Sylvie; ¡otra no sería este pequeño monstruo que me tiene locamente embobado! Camino a grandes zancadas, furiosamente, y mientras me pongo rabioso, el reloj tintinea alegremente y parece burlarse de mis angustias. Son las diez. Acostémonos. Me tiendo en la cama y dudo a la hora de apagar la luz; ¡bah! ¡da igual! apago. Furibundas iras me oprimen la garganta, me asfixio. ¡Ah! sí, todo ha terminado entre nosotros, bien terminado. ¡Ah! Dios mío, alguien sube; es ella, son sus pasos; me bajo de la cama, enciendo, abro.

—¡Eres tú! ¿De dónde vienes? ¿Por qué llegas tan tarde?

—Mi madre me ha entretenido.

—¡Tu madre!… hace tres días me dijiste que ya no ibas a su casa. ¿Sabes? Estoy muy enfadado; si no estás dispuesta a venir con más exactitud, pues…

—Pues… ¿qué?

—Pues nos enfadaremos.

—De acuerdo, enfadémonos ahora mismo; estoy cansada de que me riñas siempre. Si no estás contento me voy…

Tres veces cobarde, tres veces imbécil, ¡la retuve!

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