Cobra Kai ha llegado a su quinta temporada a velocidad de crucero, con un visible (pero aceptable) desgaste de sus conflictos y, a la vez, declarando la capacidad de sus guionistas y las ganas de sus intérpretes de exprimir hasta la última gota de esta continuación tardía, y televisiva, de la saga Karate Kid. Por eso, la serie (que dio el salto de Youtube a Netflix, que vio las posibilidades del invento) ya no tanto relata el enfrentamiento entre el niño Daniel San y su antiguo enemigo, el joven Johnny Lawrence, convertido el primero en un empresario triunfador y el segundo en un fracasado que malvive en un apartamento de Reseda, sino que se dedica a explotar una extensa galería de secundarios y jugar (bastante bien) con las distintas combinaciones y estrategias que ofrece su escenario… y que poco tienen que ver, en realidad, con el karate.
La pareja, interpretada de nuevo por Ralph Macchio y un estupendo William Zabka, ha superado relativamente sus diferencias para, simplemente, convivir con ellas. Y aquí es donde reside el gran tema, el gran triunfo, de una serie amena y amable como pocas, que se consume de una manera fulgurante en tiempos de series terriblemente alargadas y vacuas. Cobra Kai, que nació como uno más de los mil simulacros nostálgicos de esta revisión del entretenimiento de los 80 que tocaba ya, queda sin embargo como uno de los productos más dignos, simpáticos y menos manipuladores de esta corriente: evidentemente hay un manoseo de las películas originales y guiños constantes a la saga Karate Kid, pero Cobra Kai definitivamente no ha roto nada y, de hecho, solo ha impulsado y acercado su mitología a multitud de nuevos (y viejos) espectadores.
Cobra Kai no es una serie para complicarse la vida, lo que no quiere decir que sea una serie estúpida. La simplona psicología de sus personajes precisamente resalta que la madre del cordero está en la multitud de conflictivas oportunidades que brinda el entorno en el que viven, uno extrañamente cercano, admisiblemente confuso, que resulta ser el de los distintos barrios del Valle de San Fernando, ricos y pobres, pero que –sin ninguna ambición de retrato social– podría ser el suyo. Cobra Kai es una serie eminentemente emocional sobre gestión de conflictos (en el instituto, en el trabajo, en la familia, con el pasado y con el futuro de uno mismo) en los que el karate figura solo como una escenificación meramente estética de algunos de ellos, aquellos en los que la sangre (pero poca) debe llegar al río por el entretenimiento del espectador. Sus responsables han acertado a escenificar problemáticas como el bullying, el fracaso social y el desarraigo con la dosis justa de humor y pena, desplazándose siempre hacia lo primero y, por tanto, ayudando a que Cobra Kai sea, efectivamente, un simulacro de la amabilidad de aquellas producciones comerciales de los 80 como Karate Kid sin vivir al margen de este mundo.
Bebiendo sin vergüenza alguna de estrategias narrativas del culebrón latino, pero canalizadas a través del tropos del cine de superación deportiva y el de acción típicamente americanos, los protagonistas de Cobra Kai (niños, adolescentes, adultos de mediana edad y ancianos) se enfrentan a arcos de transformación y búsqueda de identidad absolutamente primarios. El de la serie es un mundo cotidiano de némesis, villanos, héroes y antihéroes de manual, pero que en su representación mundana resultan extrañamente cercanos. Todos ellos intercambian sus papeles en una vívida imitación de la vida en clave Netflix. Estamos, además, en una comunidad del primer mundo con problemas del primer mundo en la que, sin embargo, el modelo de superación y materialismo de la era Reagan ya no es válido en absoluto. El señor Miyagi ha muerto, larga vida al señor Miyagi.
Es un nuevo mundo de incertidumbres en el que Daniel LaRusso, Johnny Lawrence y compañía se mueven sin miedo al ridículo, y el que proporciona una reconfortante y agradable sensación de felicidad al espectador. La serotonina fluye con gusto cuando el malo recibe su merecido (solo para rearmarse después), cuando el rebelde y el empollón logran entenderse, cuando el diálogo o un buen golpe de la grulla consiguen arreglar un problema. Hay un nada sutil contraste humorístico entre la textura barata y digital de sus imágenes (una pena que la serie no esté más elaborada en este sentido) y la épica banda sonora de Leo Birenberg y Zach Robinson, que cada temporada resulta mejor.
Acabamos esto, pero ojo: que ustedes malinterpreten este texto modestamente artístico como una oportunidad de acabar a bofetadas con su vecino de arriba es, no obstante, algo de lo que no nos declaramos responsables.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: