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Cocaína al 7%

Hacía un par de noches que Watson dormía en Baker Street porque su esposa Constance estaba cuidando a una amiga y cuando bajó a desayunar, Holmes ya se había ausentado dejándole una nota de disculpa sobre el mantel en el lado habitual que su ayudante ocupaba en la mesa. En ese momento hizo acto de presencia en la sala de estar la señora Hudson trayendo la bandeja con el desayuno y un ejemplar del Morning Post.

Watson le dio un vistazo a los titulares del periódico y como no encontró nada que le llamara la atención se dispuso a dar buena cuenta de sus huevos pasados por agua, mientras el ama de llaves permanecía junto a él sin pronunciar palabra y muy cariacontecida y meditabunda.

"La señora Hudson, entre lloriqueos y suspiros, le confesó que Holmes tomaba drogas y que en su opinión estaba poniendo en un serio peligro su salud."

Watson no tuvo otra opción que preguntarle si le preocupaba algo y ella le dijo que deseaba hacerle una confidencia que le estaba royendo las entrañas. Él hizo un gesto de cariñosa comprensión a la vez que la invitaba a sentarse a su lado en la mesa. La señora Hudson, entre lloriqueos y suspiros, le confesó que Holmes tomaba drogas y que en su opinión estaba poniendo en un serio peligro su salud. Watson le contestó que ya se lo imaginaba por determinados detalles que sólo un médico era capaz de detectar, pero  que hasta ahora no había encontrado el momento oportuno para hablar del tema en profundidad con el detective para reprochárselo y prefería guardar silencio, aunque a la vista de la preocupación demostrada por su patrona hablaría con Holmes a la hora de comer con todo el tacto y discreción posibles, y que de ninguna manera la delataría. En una palabra, que dejara el asunto en sus manos.

La señora Hudson le dio sus más efusivas gracias y se alejó en dirección a la cocina secándose los ojos con un diminuto pañuelo de encaje.

Watson fue dando un paseo hasta su consulta donde tenía concertada cita con varios pacientes y a la hora de comer volvió a Baker Street donde se encontró con un Holmes muy relajado  que lo esperaba tranquilamente sentado en su sillón junto a la chimenea. Ambos se observaron unos instantes y el detective le dijo que se alegraba mucho de que pasara unos días en su compañía, y que era admirable la generosidad que demostraba su esposa para mantener intacta su camaradería a la menor ocasión que se le presentaba.

"Algo parecido hago yo con la cocaína cuando tengo un buen concierto a la vista y quiero apreciar como el violinista prolonga todos sus sentidos a través del arco."

Continuó diciéndole que había recibido el pasado mes una carta de su compañero de universidad Reginald Musgrave en la que le comunicaba que se sentía en deuda con él desde hacía bastante tiempo por haber resuelto el caso del Ritual y que si tenía la amabilidad de regresar unos días a su casa de Hurlstone, en el oeste de Sussex, podría elegir media docena de libros de su biblioteca como prueba de agradecimiento y amistad. Terminaba diciéndole Reginald que no admitiría una negativa por respuesta. Como le apasionaban los libros, Holmes  hizo la maleta y se presentó por segunda vez en la vieja casona que quizá fuera el edificio del condado más vetusto. Era aquella una mansión que mantenía todos los vestigios y el decoro de una fortaleza feudal.

Durante una semana fue tratado como un invitado de honor y el día que tenía previsto regresar a Londres, Reginald le condujo a la fabulosa biblioteca que había sido creada, mantenida y aumentada durante varias generaciones de «Musgraves» y puso a su disposición un fichero que había confeccionado el bibliotecario para que pudiera elegir con mayor facilidad entre los ejemplares que le había prometido. Sin ningún ánimo de abusar eligió cinco libros que hacía tiempo quería poseer y cuyo valor estimó que no era excesivo. El caso es que en sus contactos con la esposa de Watson, ella siempre le comentó que uno de sus autores favoritos era Thomas De Quincey y allí se encontraba quizá una de sus mejores obras: Confesiones de un inglés comedor de opio, además el libro estaba dedicado al abuelo de Reginald, un Musgrave muy culto que engrandeció sobremanera la colección familiar de libros, y Holmes lo eligió para  regalárselo a Constance.

Dado que la obra citada trataba de las virtudes medicinales del láudano, Watson no consideró oportuno sacar a relucir el tema de la cocaína y decidió dejarlo para otra ocasión. Pero Holmes que conocía perfectamente los hábitos de comportamiento de su amigo notó en su huidiza mirada la posible existencia de unas palabras que no querían salir de su boca y le dijo:

—Fíjese Watson estoy hojeando el libro de Thomas de Quincey, escritor que tanto le gusta a su esposa, y leo que el fallecido duque de Norfolk solía decir: «El próximo lunes, si lo permite el tiempo, me propongo emborracharme». Algo parecido hago yo con la cocaína cuando tengo un buen concierto a la vista y quiero apreciar cómo el violinista prolonga todos sus sentidos a través del arco, hasta llegar a las cuerdas para formar un todo inseparable, entonces veo que su alma flota en el escenario.

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