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Codicia

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, LXVI: CODICIA

Desde niño, Fabián tuvo meridianamente claro que algún día sería rico. Quizá porque había nacido en una pobreza descarnada, indisimulable. Una de la que pasó toda su vida secretamente avergonzado. Fue el primero de una lista interminable de chiquillos que su pobre madre, una portuguesa de ojos tristes, iba pariendo año tras año. Con más pena que gloria y el pan cada vez más escaso, se fue llenando cada oscuro rincón de aquella casucha de adobe, torcida y mil veces remendada, que se apoyaba con desmayo en la pequeña iglesia del pueblo. Un pueblo callado y medio dormido, sin plaza y sin leña, todo hecho de carbón y recovecos.

De Cosme, el padre, apenas se sabía. Andaba a peonadas por campos ajenos, a veces vendimiando por otras tierras, otras afanando lo que podía sin empacho. Rara vez se dejaba caer por la aldea y nunca se quedaba más de una semana. Cuando volvía a largarse, dejaba la despensa tan vacía como lleno el vientre extenuado de Teresinha. Fabio lo detestaba con toda su alma. No derramó por él una sola lágrima cuando les llegó la noticia de que lo habían dejado listo de papeles, en una refriega de cantina, por un pueblo de Badajoz. La sufrida viuda no le sobrevivió mucho, y rindió el alma en un último parto de gemelas que se torció. Fabián no tuvo compasión alguna de la recua de criaturas que quedaba tras él. Los dejó en la inclusa, hizo el petate, rebañó las pocas monedas que quedaban en el tarro de la alacena y cerró la puerta. No miró atrás. Nunca lo hacía.

La ciudad le dio un miedo espantoso, pero eso es algo que jamás habría admitido. Ni siquiera décadas después, entre sus amigotes del Club Noega. Tuvo que pasar las de Caín antes de hacerse un hueco. Lo malo era que había centenares de jovencitos harapientos, como él, llegados de villorrios miserables y dispuestos a todo por buscarse un porvenir. Lo bueno era que ninguno de ellos tenía su estómago, sus agallas o su falta de remordimiento. Nunca dudó en pisar a cualquiera que se le pusiera por delante, y aprendió a hacerlo tan bien que, más tarde, por pura costumbre, pisaba también a los de abajo y a los de los lados, no fuera a ser que les diera por intentar escalar un poco más. Su primer empleo decente fue de chico de los recados en La Perla. Aquel negocio, una tiendita modesta en la calle Las Palomas, donde se despachaban telas al peso, era propiedad de Don Anselmo, un tiburón de secano llegado de Castilla al que le faltaban ideas pero le sobraba empeño. Una tarde, mientras el crío le limpiaba las botas, tuvo la ocurrencia de preguntarle cómo haría él para mejorar las cuentas. Fabián meditó un buen par de minutos antes de responder.

—Si mandara yo, Don Anselmo, con su permiso, ofrecería más mercancías a las clientas. Además de las telas, vendería aguas de colonia, jabones, puede que carmín. Alguna loción para hacer crecer el pelo más lustroso, o cremas de esas para afinarse la cara y las manos. A lo mejor también tendría batas y medias. Y fajas.

—¿Fajas? —se escandalizó el propietario, fascinado por la seriedad del chico.

—Ahora todas llevan —repuso Fabián—. Y las que no la llevan, quieren una.

Año y medio después, la tiendecita de Don Anselmo se trasladó de Las Palomas a Santa Dorotea, tras adquirir un flamante local que era cinco veces más grande que el primero. De ahí pasaron a tener cuatro almacenes más, y en la siguiente década se expandieron por toda la mitad norte del país. Para cuando faltó Don Anselmo, que murió más rico de lo que nunca se atrevió a soñar, Fabián ya era amo y señor de aquel imperio.

Lo tuvo todo. Lo que quiso y lo que quisieron otros. Ese fue, sin la menor duda, el más grande de sus pecados y el mayor de los placeres. Nada le procuró tanta satisfacción como privar a los demás de aquello que más deseaban. Olvido, su mujer, se lo echó en cara durante todo su matrimonio. Él fingía que no le importaba en absoluto aquel sermón eterno, pero, en el fondo, le llenaba de un desasosiego extraño. Olvido podía tener muchos defectos, como el beber mucho y el callar poco, pero lo que no se le podía negar era que siempre iba de frente. Costara lo que costara.

—He comprado el Bahía Azul —anunció Fabián un mediodía de sábado, justo la víspera de Nochebuena.

Olvido, que iba por la tercera copa, levantó los ojos de la revista de moda que leía sin interés y lo miró despacio. Pasaba de los cuarenta (lo que significaba que él ya había dejado atrás los cincuenta), y estaba algo más recia que en sus años mozos El pelo, bien arreglado y con un corte pulcro a la altura de la barbilla, se le estaba veteando de gris. Ella, en un acto de rebeldía, se negaba a teñírselo. Aparte de algunas arrugas delatoras, se conservaba bien. Nunca había sido guapa, pero sí muy atractiva. Solía fruncir los labios incluso cuando no estaba fumando (y casi siempre lo estaba). Tenía un modo encantador de sentarse, arrellanada en el sofá como una adolescente, con las piernas a un lado y ligeramente dobladas, enfundadas en medias de seda, pero siempre con los pies descalzos. De tal guisa recibía incluso a las visitas de más alcurnia, que encontraban su indolencia muy… refrescante. Lo mejor, sin duda, era su voz. Ronca y rasgada, irresistible.

—¿Qué has dicho? —inquirió entonces, convencida de haber entendido mal.

—El Bahía Azul —repitió Fabián, sentándose en la butaca de cuero, frente al ventanal. El mar batía con rabia, veinte plantas más abajo—. Lo he comprado.

—¿Y para qué demonios quieres tú un hotel que se está cayendo a trozos?

—Con una inversión razonable y la publicidad adecuada, lo convertiré en un referente. Lo pondré de moda otra vez.

—En tu vida has tenido el menor interés en la hostelería —decretó Olvido, ceñuda—. Has comprado esa ruina para que no lo tenga Lucas Irazábal.

—Son negocios.

—Y Lucas es tu amigo. O lo era, al menos. El más antiguo y leal desde hace cuarenta años. ¿De verdad no te reconcome ni un poco la conciencia?

—Tanto como te reconcomía a ti la tuya cuando le engañabas conmigo —replicó él con calma—. Cojo lo que deseo y punto. Siempre consigo lo que quiero.

Olvido meneó la cabeza y volvió a su revista, suspirando.

—Tú no deseas nada, Fabián, porque estás muerto por dentro desde que naciste. Lo único que quieres es que los demás no tengan.

Lo siguiente que Fabián quiso que no tuviera otro, se llamaba Nuria. Era una treintañera lozana, morena, de piel clara y ojos de gata. Una de las recepcionistas del recién remodelado Bahía Azul. A Nuria la había recomendado otro de los gigantes del Club, uno que, por supuesto, estaba deseando cobrarle el favor a la muchacha. A Fabián, le pareció una lástima que aquella belleza se marchitara junto a un tonel con patas como Celso Medina. Así que fue él quien se cobró el favor, a un interés desorbitado y usurero. Hasta que a Nuria, la bella, no le quedó rastro de orgullo ni de lágrimas.

—Es un vampiro —musitó, agotada, refugiándose en la aliada más imprevisible—. Y yo una imbécil por creerme sus promesas. Diez años de mi vida tirados a la basura.

—Para aguantar a Fabián lo esencial es no amarlo —le explicó una Olvido que estaba ya de vuelta de todo—. Si lo amas, estás acabada.

—¿Cómo has podido seguir con él todo este tiempo? —inquirió Nuria, con más intriga que rencor—. ¿Cómo lo has hecho?

La esposa se encogió de hombros, retocándose el maquillaje frente a un espejito diminuto.

—Te diría que es por Lorenzo y Antía, pero son adultos y han volado del nido. A estas alturas ya no son más que una excusa. Mira, cielo, voy a ser honesta contigo. Ya se ha cansado de ti, y, como bien sabes, mujeres no le faltan nunca. Del corazón no le vas a sacar nada, porque lo tiene congelado, y de la cartera ya le has sacado todo lo que le podías sacar. Ni él te va a conceder más, ni yo lo permitiría.
Le espantó comprobar que su antaño rival estaba demasiado derrotada como para discutir. Viéndola así, sin arreglar, envuelta en una chaqueta de lana y con el pelo sucio, la espalda vencida sobre la taza ya fría, no pudo contener el impulso de apretarle la mano.

—No es nada personal, cariño —le aseguró—. Yo sólo miro por mis intereses y los de mis hijos. Es lo que me queda. Tú aún eres joven, tienes la vida entera para vengarte.

—Vengarme, ¿cómo? —suspiró Nuria, incrédula.

—Siendo feliz sin él, bonita. Eso es lo que más le jode.
Por desgracia, Nuria no fue capaz de seguir tan sabio consejo, y, feliz, lo que se dice feliz, nunca lo fue del todo. Pero sí encontró cierto consuelo cuando una denuncia anónima, acompañada por un buen montón de documentos, dio pie a una investigación que dejó la fortuna de Fabián esquilmada y dio con sus huesos en prisión.

—No sabes cuánto me alegro de la inspiración que tuve en su día pidiéndote por fin el divorcio —canturreó Olvido en su primera y última visita, preguntándose con sorpresa si Fabián había sido siempre tan pequeño, tan poca cosa—. Tienes una pinta horrible, por cierto.

—A ti en cambio se te ve bien —masculló él, con amargura—. Pero por mí no sufras, que voy a pasar aquí muy poco tiempo. Aún tengo amigos importantes.

—No, si no sufro. Ayer vi a Nuria, ¿sabes? La noté más guapa, más… liberada.

Fabián exhibió una mueca rencorosa.

—Perra desagradecida… Se lo di todo. Mucho más de lo que merecía.

—Se ve que no le diste lo que ella quería realmente. Te lo dije un millón de veces, Fabián: no les hables de tus manejos. Siempre das por hecho que son estúpidas.

—Pensé que le había tapado bien la boca con diamantes —protestó él, golpeando la mesa en un arranque patético—. Pensé que, al menos, así me tendría un mínimo de lealtad.

Olvido se puso en pie con parsimonia, colgándose al hombro un bolso carísimo, y lo miró desde la altura de sus tacones, asqueada.

—Tú deberías saberlo. Para la codicia, nada es sagrado.

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