En las escaleras mecánicas de la estación de autobuses de Sevilla, una mujer y un hombre de avanzada edad se cayeron de bruces poco antes de aterrizar. Primero fue ella la que se derrumbó, y su marido no quiso o no pudo evitarla, y se desplomó tras ella. Se activó el protocolo de emergencia y el mecanismo de las escaleras se detuvo. Sabela y yo corrimos a asistir a los ancianos y los ayudamos a incorporarse. Nos dieron las gracias y, cuando se recompusieron, nos preguntaron si sabíamos el número de dársena del autobús de Cádiz. «El seis», les dije. La mujer asintió: «el zai». «El seis», repetí. La sevillana insistió: «el zai». «El seis», joder. «El zai». El seis. El zai. El seis. El zai. Establecimos de esta manera, sin quererlo, un código fuente, un sistema binario compuesto por dos dígitos, no el uno y el cero, sino el seis y el zai, como lo define Anton Glaser en su History of Binary and other Nondecimal Numeration. El espacio-tiempo se detuvo sobre nuestras cabezas como un foco, mientras Sabela y el marido de la anciana nos miraban con ojos de cera. «El seis», me obstiné. «El zai», dijo ella. «El seis», me cago en todo. «El zai», váyase al cuerno. El seis. El zai. El seis. El zai. Los astros en giro dejaron de rotar sobre la estación. Una máquina expendedora vomitó refrescos y chocolatinas. Autobuses procedentes de las ocho provincias en las que se estructura territorialmente Andalucía daban marcha atrás, al encarar las bocanas de las dársenas. «Ya está bien», dijo Sabela. «Poned fin a esto», nos exigió el anciano. «Por cierto. ¿No tendrá usted hora?», me preguntó entonces mi enemiga, clavando sus ojos negros en los míos, obviando el comentario de su marido. El gran reloj de la estación se encontraba justo a su espalda. Las manecillas, que segundos antes simbolizaban un corte de mangas, se reorganizaron súbitamente, partiendo el reloj en dos. Sonreí, fruncí el ceño, me mordí el labio inferior, de las ganas de decir la hora. «Las seis», le informé. «Lazai», respondió ella. «Las seis», que te mato. «Lazai», gilipollas. Las seis. Lazai. Las seis. Lazai. El lenguaje máquina recién creado dio un nuevo impulso a los astros en giro; un carterista devolvió lo hurtado a dos turistas franceses; las ruinas de Tartessos emergieron del río. El orden desbaratado del mundo se arregló con mil desórdenes. «Vamos a perder el autobús», me agarró del brazo Sabela, alejándome en volandas de la mujer, que a su vez era arrastrada por su marido hacia el autobús de Cádiz. Nosotros nos dirigíamos a Córdoba, nuestra segunda parada vacacional por el Sur de mis orígenes. Cuando ya estábamos a punto de ser digeridos por los coches de línea, la anciana y yo nos miramos por última vez. Lo que debería ir en esta frase es demasiado afectado y cursi, para expresarlo. Solo sé que, un segundo después, ambos corríamos hacia el otro, hasta fundirnos en un abrazo antiguo, primordial, rabiosamente humano.
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