Cuando nace Melina, Pepín, su padre, está furioso, se siente estafado, traicionado, solo se le ocurre gritar: “Cogéi una cuerda y afogáila” (coged una cuerda y ahogadla). Pepín quería un nenu, y la amarga ironía de aquella decepción le hizo repetir ante la mirada atónita de sus correligionarios, que en ese momento estaban reunidos en su carpintería con los preparativos de la Revolución del 34: “Afogáila”…
Chayo, su madre, es la sombra que siempre está, la que hace equilibrios para contemporizar entre casa, hijos, labores y su hombre, que nunca fue fácil de llevar, si es que ha habido algún hombre alguna vez fácil de llevar.
Sistemáticamente, los hermanos de Chayo emigraban a Uruguay. Uno de ellos, Ludivino, el que no se adaptó en Uruguay y recaló en Paraguay, tendrá un papel esencial en la vida y azares de Melina.
De fondo, la revuelta. La permanente disociación de intereses entre agricultores, mineros, obreros, anarquistas, comunistas, socialistas… Y de fondo el SOMA, con Manuel Llaneza al frente, un hombre que nunca persiguió lo imposible y siempre trató de hacer lo posible, dos pasos adelante y uno atrás, para mejorar la vida de la gente que más lo necesitaba.
Cuentan que por entonces había en Mieres tres cafés cantantes y que algunos mineros, de madrugada, si había sido día de paga, encendían los puros con un billete de cien pesetes.
Melina fue creciendo y la mirada de su padre hacia ella siempre fue desconfiada: pensaba y decía en voz alta que era negrona, que ese pelo negro azabache la separaba de sus hermanos, del resto de la familia, y rumiaba: “Nun será mía”. Las dos ramas, los Agüero y los Fernández, eran muy blancos, rubios y de ojos claros, entonces “esa nena”… La desesperación de Chayo, su mujer, era infinita: “Pero si yo nunca conocí más hombre que tú”…
La sublevación del 36 trastoca todo. Pepín se va al frente y, herido, desaparece, mientras su mujer le busca por hospitales hasta encontrarle en un estado calamitoso. Un médico, providencial en sus vidas, le salva rompiendo literalmente con un hacha el costillar para sacar la infección de los pulmones.
En guerra todo se aplaza, y cuando el hambre llega, todo lo que no sea buscar comida es secundario. Te remueven la memoria los potes que cocinaste, el chup chup de les fabes, el remover arroz con leche, el puñau de manteca que metiste en la boca cuando nadie te miraba y que se te iba derritiendo con galbana garganta abajo…
Las mujeres en la guerra se sentían libres. Muy desamparadas, pero libres. Esto me aseguraron varias mujeres y en lugares diversos, que habían vivido los años de guerra como tragedia brutal y al tiempo sintiéndose plenamente libres, sin hombres que las mandaran. Cuando todo acabó, la rutina infernal regresó, las cosas volvieron a su cauce. Los hombres a ser hombres y ellas a lo suyo.
Todos encontramos en la vida personas providenciales, que nos abren perspectivas, iluminan puntos muertos; a veces con suerte las vemos y otras pasamos de largo. Para Melina, Lucrecia, su maestra, fue un faro que le ensanchó la vida, le desveló horizontes para comprender no solo el mundo, también a sí misma; la acercó territorios desconocidos que le iban a ser de gran utilidad en el futuro. “No dejes que nada ni nadie, ni Dios en lo más alto, te ponga límites, te impida ser tú”, le decía.
Melina buscó la ejemplaridad en las mujeres que tenían que sobrevivir, las que tenían coraje y que según los hombres, que las miraban por encima del hombro, no estaban preparadas, las que eran capaces de valerse por sí mismas.
En la posguerra infame, prolongación de aquella guerra interminable, podían detenerte con motivo o sin él, instrumentar un juicio sumarísimo que acabase contigo ante un pelotón de fusilamiento, o aun más fácil, incendiar tu negocio, tu carpintería, como a Pepín, el padre de Melina le hicieron, para que tuvieras la oportunidad de empezar de nuevo. Vale, habían ganado la guerra, pero ¿por qué tuvieron tanta necesidad de humillar a los perdedores?
Cuando Melina acepta la invitación de su tío Ludivino para viajar a Paraguay y emprender una nueva vida tiene miedo, pero aún tiene más miedo a quedarse en Mieres, donde la frustración y el sometimiento nublan el futuro. Sabe que ser mujer la condena a unos deberes que no está dispuesta a afrontar. Sus deseos de escapar superan todos los temores, las precauciones, la doble tiranía, familiar y social, el hambre atrasada y ese medio país enmudecido sin voz ni voto. Se va porque quiere vivir sin que le den permiso para ello.
Y hasta aquí puedo leer. Dejo a Melina camino de Bilbao para embarcarse, su padre no quiso ir a despedirla. Estoy en la página 256 y en las 150 que restan para llegar al final la aceleración de acontecimientos es brutal. No voy a contar nada más porque reviento el desenlace, pero vosotros, como yo, no podréis despegaros de Amelia-Melina, querréis adivinar cómo acaba y quedaréis enganchados hasta el último aliento.
A más a más, Juan Ramón se inventa una carambola final que se lee con una sonrisa, por inverosímil, y se acaba pensando, “qué cabrón Juanra, cuando ya nada esperas, junta para que hablen un rato las dos Españas, si es que solo hay dos, eso sí, irreconciliables”. La novela fluye fácilmente y todo lo que ocurre en ella lo encontramos verosímil.
Cualquiera de nosotros podríamos haber sido Pepín noventa años atrás y haber gritado, cuando te dicen que ye nena, afogáila, porque les nenes entonces solo tenían un futuro: parir. Pero la historia afortunadamente nos desvela que siempre ha habido mujeres que se rebelan contra su destino.
————————
Autor: Juan Ramón Lucas. Título: Melina. Editorial: Contraluz. Venta: Todostuslibros.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: