Cuando en la tarde del 10 de termidor (28 de julio) de 1794 subieron a la carreta que le conduciría a la guillotina a un hombre agonizante y empapado en sangre con una bala alojada en la mandíbula que le impedía hablar, Robespierre pidió una pluma y un papel. Se la negaron. Y así, quien un día antes era la persona más poderosa de Francia, aquel que siempre se había ocupado, con su oratoria tan prodigiosa como espeluznante, de dar detalladas explicaciones de todos sus actos, no tuvo la oportunidad de dar su versión acerca de los increíbles acontecimientos que habían propiciado que su cabeza acabara rodando por la plaza de la Revolución de París en sólo 24 horas. Más de dos siglos después, el silencio del Incorruptible aún alimenta las especulaciones de los historiadores.
Pongamos en antecedentes. En el verano de 1794, la Revolución Francesa enfrenta un momento decisivo. Tras asombrar al mundo en 1789 con la toma de la Bastilla y la Declaración de los Derechos del Hombre, después del derrocamiento del rey Luis XVI en 1792 y su posterior ejecución, y tras la insurrección parisina de principios de junio de 1793 que expulsa a la derecha girondina de la Asamblea e impone un Comité de Salvación Pública cuasi dictatorial con el jacobino Robespierre como figura más relevante, se ha desatado el Terror. Una Francia contra las cuerdas debido a la invasión extranjera y a las insurrecciones internas, como la Vendée, logra sobrevivir in extremis reclutando un gigantesco ejército de leva y pasando por la guillotina a cada vez más remesas de enemigos internos, reales o imaginados. Y entonces, en 1794, cuando la situación ha sido milagrosamente salvada, un discurso impartido por Robespierre la mañana del 9 de termidor, donde parece atisbarse una nueva purga, acelera su fin en una única y vertiginosa jornada. Hay que matar o ser matado.
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—Leyendo La caída de Robespierre el lector se pregunta a menudo, incrédulo: «¿Cómo lo sabe el autor?». Usted explica en la introducción que es difícil hallar otro día de todo el siglo XVIII sobre el que las fuentes sean tan abundantes. Pero entonces la pregunta es otra: ¿cómo se organiza semejante caudal de información en una narrativa que funcione?
—Sí, fue muy complejo, precisamente por la abundancia y la riqueza del material. Lo más emocionante es que no sólo contamos con las fuentes oficiales, sino también con las voces de muchos de los protagonistas involucrados en la historia de aquel día. Eso me permitió contarlo todo en esta secuencia inusual de 24 horas que incluye flashbacks, con el fin de mantener el ritmo. Desarrollé varias estrategias compositivas totalmente diferentes, en muchos casos más propias de un novelista o de un guionista. Y lo mejor fue que muchas personas que han leído después el libro me han confesado que, aunque por supuesto sabían que al final Robespierre caía, no podían dejar de leer para ver cómo demonios iba a ocurrir.
—Le confieso que una de las decepciones de su libro es la figura del propio Robespierre. ¿No desencadena él mismo, con su paranoia y sus estúpidos errores, el alucinante proceso que conduce a su caída del poder y a su ejecución en solo 24 horas?
—Es una buena apreciación. Precisamente le di muchas vueltas a cómo presentar a Robespierre, porque se trata de una figura tan conocida que, por ejemplo, hoy en Francia todo el mundo tiene una idea clara, a favor o en contra, sobre él. Si nos fijamos en Robespierre durante la primera mitad de la Revolución, no podemos dejar de admirarle. Si hubiera muerto en 1789, sería una figura increíble y visionaria. Pero después, en el periodo en el que precisamente yo me centro en el libro, Robespierre había perdido el hilo de la Revolución. Algunos historiadores han asegurado que en sus últimos días se hallaba mentalmente enfermo, pero no lo creo. Lo que creo es que se hallaba sometido a muchísima presión, encajonado por las contradicciones de su propia visión. Tiene claro que la Revolución debe seguir adelante en busca de una sociedad mejor y, al mismo tiempo, se da cuenta de que está empezando a perder el apoyo de la Convención y del Comité de Salvación Pública. Y tiene razón: sus compañeros intentan tener paciencia con él, pero se muestra intratable, pendiente de ficticias conspiraciones, y ya no es posible trabajar con él.
—Asombra comprobar cómo no había en realidad diferencias ideológicas de peso entre los dos grupos enfrentados, sino rencillas y odios personales. ¿Fue la Revolución la que devoró a sus hijos, o más bien los celos y el poder?
—Es sorprendente eso, sí. Porque pese a la reconstrucción termidoriana posterior de la historia, los arquitectos del derrocamiento de Robespierre son sus propios aliados. Hasta casi al final, como decía, han sido muy pacientes, le han dado cancha, han buscado acuerdos, pero cuando el 9 de termidor Robespierre da su discurso en la Convención, en el que advierte de una nueva conspiración en marcha y parece anunciar una nueva purga, por primera vez los diputados se le enfrentan, ha llegado demasiado lejos. Y todo ocurre, sí, por cuestiones personales y pequeñas diferencias, todo ocurre, en fin, de forma tan rápida como inesperada, especialmente para el propio Robespierre. Apenas unos meses después se produce una reacción conservadora y los cuatro responsables de la caída de Robespierre… ¡son a su vez perseguidos por formar parte de su régimen de terror! He buscado revisar la narrativa del 9 de termidor en varios puntos fundamentales, como el de la participación de las masas. Y ahí debo decir que, sinceramente, creo que le he dado la vuelta a dos siglos de malas lecturas de los hechos. Casi todo el mundo pensaba que la gente de París estaba harta de la Revolución y del terror y se fueron a su casa aquel día permitiendo el derrocamiento de Robespierre. Pero cuando estudias al detalle lo ocurrido, comprendes que eso no es cierto. En realidad los parisinos participaron activamente en los hechos, poniéndose del lado de la Convención con el fin de defenderla.
—¿Eran ciertas las sospechas de sus opositores? ¿El Incorruptible aspiraba a tomar todo el poder tras una nueva purga y convertirse en tirano? ¿Conocemos las intenciones de Robespierre?
—¡No las conocemos! Ja, ja, ja. Lo asombroso es que, a lo largo de su carrera, Robespierre siempre ha dado explicaciones claras de lo que hacía y por qué. Y el 9 de termidor, su último día, ¡no dice nada! El final de Robespierre está marcado por su silencio. Esto es así porque Robespierre fue el mejor orador de su tiempo y sus enemigos comprenden que, en esos momentos cruciales, no pueden permitirle hablar. Cuando le capturan malherido con una bala en la mandíbula, no sabemos si porque le han disparado o porque ha intentado suicidarse, sus heridas no le permiten hablar y pide una pluma. Quiere escribir algo, contar lo que ha ocurrido, pero se niegan a darle esa pluma y muere en silencio. Nunca sabremos lo que quería decir. Así pues, todos los historiados sólo podemos intentar adivinar qué tenía en la cabeza. ¿Qué es lo que creo yo? Si nos fijamos en sus acciones las semanas previas al 9 de termidor vemos similitudes con lo ocurrido en la journée de mayo de 1793, cuando expulsa a los girondinos de la Asamblea. Robespierre ataca de nuevo a sus oponentes e intenta hacer partícipe de ese ataque al conjunto de la nación. Sí, lo más probable es que ahora estuviera preparando una nueva purga, pero aún no está preparado. Piensa que el tiempo juega a su favor, no espera resistencia. Y se equivoca. Tal vez su silencio se explique porque no tiene nada que decir, porque se encuentra completamente atónito.
—El terror ha dividido hasta hoy a los historiadores conservadores, que lo ven como el modelo del terror totalitario estalinista, y a los progresistas, que lo justifican por la difícil situación del país. Hobsbawm, por ejemplo, explicaba que el terror mató mucho menos que la represión de la Comuna en 1871. A riesgo de hacer historia ficción, te pregunto: ¿sin el terror la revolución habría sucumbido en 1793? ¿O más bien es el propio terror el que acaba con una revolución que podría haber derivado hacia un sistema liberal?
—Esa de una de esas preguntas que, para responderla, uno pregunta a su vez: «A ver, ¿cuánto tiempo tengo?». Ja, ja, ja. Digamos algunas cosas. En mi libro yo nunca escribo «el terror» con mayúsculas, y el motivo es que yo cuento la historia de aquel día hora a hora y entonces nadie utilizaba el término de semejante manera. Eso demuestra también que el 9 de termidor no puede ser un movimiento para acabar con el terror, porque el terror aún no existe como ese concepto que más tarde se convertirá en un fetiche. Pero por otro lado uno tiene que aceptar que el uso de la violencia y la intimidación es enorme entonces. Parece difícil imaginarse a Francia teniendo éxito contra todos sus enemigos de Europa sin, por un lado, las políticas de movilización del estado del bienestar radical que anima a la gente a presentarse a combatir y, por otro, sin la amenaza del terror para aquellos que no quieran ayudar. De hecho, cuando la oposición desata la guerra civil, de una forma u otra, tenía que haber una acción armada, el terror era inevitable. Pero, como algunos historiadores han estudiado recientemente, entonces ese terror se entiende como un atributo normal de un gobierno normal. El gobierno acepta que se sostiene por la acción de la fuerza legislativa pero también gracias al terror, que puede entenderse como positivo. Y por último, Hobsbawm, como dice usted, tiene razón: las muertes y las deportaciones por la Represión de la Comuna son muy superiores a las del Terror, pero no solo. La propia Revolución americana anterior, que suele ponerse como ejemplo, resulta también más sangrienta que el terror de 1793. ¿Cuántas fueron las víctimas del terror, ya sea por guillotina o por otros medios de la legislación revolucionaria? Lo cierto es que esa cifra se ha revisado al alza recientemente. Si hace décadas se mencionaba entre 30 y 40.000 muertos, trabajos recientes dan cuenta de un número de muertes totales de todos los bandos durante la Revolución de 250.000 personas. Es un número desde luego importante, pero que queda relativizado si lo comparamos con otros lugares del mundo en el mismo periodo.
—La ferocidad de la cuestión religiosa durante la revolución es tremenda. En sociedades como las nuestras, mucho más laicas que la francesa a finales del XVIII, sobrecogen hechos como la ejecución de las 16 monjas carmelitas de Compiègne. Robespierre parece darse cuenta de que no pueden eliminar la religión sin más, y se inventa para sustituirla lo de la Fiesta del Ser Supremo, algo que le parece ridículo a sus compañeros y que contribuye a precipitar su caída. ¿No entendió, como advirtió Fouché después de combatir la insurrección realista y católica, que el pueblo jamás preferiría la copia al original?
—La religión es tremendamente importante para entender todo aquello, y lo ocurrido entonces condicionó la política francesa durante siglos. Si te fijas en los lugares de Francia donde se opusieron a la constitución civil del clero y los comparas con los votos cosechados allí durante la tercera y cuarta república compruebas que allí los partidos conservadores arrasaban. Las batallas religiosas son esenciales en la historia de Francia. Y el momento de descristianizar la Revolución es tan poderoso que nos dice algo de un anticlericalismo previo muy extendido. Robespierre se da cuenta de que la religión es crucial y le preocupa que radicales como Fouché, con su furia anticristiana, empujen al campesinado a la contrarrevolución. Por eso se inventa ese paraguas del culto al Ser Supremo que pueda agrupar a creyentes y no creyentes bajo un culto estatal. Pero claro, los católicos no estaban dispuestos a comulgar con esas ruedas de molino. Y por último, a sus compañeros de la Convención todo esto les alarma. ¿Es que acaso pretende montar Robespierre, que lidera las procesiones del Ser Supremo, una teocracia?
—Afirma al final del libro que el movimiento popular del 8 de termidor no buscaba acabar con un sistema de gobierno, como se ha dicho después, sino todo lo contrario: buscaba protegerlo. ¿No es una ironía que la izquierda de la Montaña organice el derrocamiento de Robespierre, tenga éxito y, sin embargo, ese éxito marque también el comienzo de su ocaso, de la contrarrevolución? ¿Era Francia en realidad mucho menos revolucionaria de lo que parecía durante el terror?
—Es una de las grandes ironías de la historia. Son los izquierdistas los que derrocan a Robespierre y, como comentaba antes, apenas unos meses después ellos mismos son vistos como los arquitectos del terror y sus vidas corren peligro. Pero la otra ironía es que si bien el 8 de termidor es una victoria del pueblo de París, esa victoria acaba por desencadenar una reacción que elimina todas las políticas sociales que beneficiaban a ese pueblo. Por último, como bien señala, si salimos de París y atendemos al conjunto de Francias, observamos un país muy conservador, campesino en un 75% y muy apegado a la iglesia católica. Pero no olvidemos que la Revolución ha reclutado un ejército gigantesco de más de un millón de hombres, un hecho inédito es la historia y que no tendrá parangón hasta el siglo XX. Muchos franceses consideraban que la Revolución era algo por lo que merecía la pena morir.
—Terminamos. ¿Fue verdaderamente la Revolución Francesa un modelo para los radicales y sangrientos choques ideológicos del siglo XX? ¿Podríamos decir de alguna forma que Lenin es un Robespierre que tiene éxito?
—Es una gran pregunta. Y Hobsbawm la respondió afirmativamente: sí, la Revolución Francesa fue el modelo. Los bolcheviques tuvieron muy presentes a los jacobinos. Pero ya no, el modelo de la Revolución Francesa ya no funciona. Han cambiado tantas cosas que podríamos decir que vivimos en una era post Revolución Francesa.
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