La figura de Cristóbal Colón ha sido, es y seguirá siendo estudiada de forma insaciable. Obviamente: fue el protagonista de uno de los acontecimientos más relevantes de la historia de la humanidad, que puso en contacto (de forma catastrófica) dos grupos humanos aislados unos de otros desde hacía decenas de miles de años.
Como cualquier persona viviente, Colón estaba cargado de millones de matices, y sus decisiones estuvieron sometidas al influjo de mil tendencias que no podemos aprehender. Pero como personaje histórico simplificado, su figura siempre ha generado dos modelos: el Colón Descubridor, héroe nacional español, generador del Imperio; y el Colón Genocida, memoria negra de España, aniquilador de pueblos indígenas.
Pero hay un tercer Colón arquetípico que, pese a ser conocido por todos, siempre queda en un discreto segundo plano: el Colón accidental. Y ése es el Colón que me obsesiona y que protagoniza este libro.
Es un Colón desconcertante éste, porque casi todo lo importante le ocurre por pura casualidad. Su excelente formación marinera la obtuvo en Portugal, pero si llegó a Portugal fue porque frente a sus costas un pirata apellidado como él (aunque no pariente) asaltó su convoy mercante camino de Inglaterra. Cristóbal logró aferrarse a un madero flotante de puro milagro y llegar a la playa con vida: todo cuanto ocurriría después quedaba sujeto a que a Cristóbal no le fallaran los dedos, a que una ola no llenara sus pulmones, o un virote no le atravesara el cráneo.
Esta anécdota es tan sólo el principio de una historia repleta de errores conceptuales y geográficos, de descontrol administrativo, de la estupidez de las personas, de la imposibilidad de coordinación transoceánica. Un carrusel de caos que, con la debida distancia, produce hilaridad.
Colón, por ejemplo, elige mal sus fuentes. Se lanza a aquella aventura convencido de que el planeta tiene un tamaño más aproximado al de Marte que al de la Tierra, y por más que los cosmógrafos de todas las cortes le insisten en lo contrario, él sigue a otras autoridades y nadie le hace bajar del burro. No podrían: si le convencieran, él tendría que renunciar al viaje.
Es la casualidad la que hace que el rey de Portugal pregunte al geógrafo Toscanelli por su opinión sobre un viaje al oeste, que éste siga las mismas autoridades que Colón, que dibuje un mapa en el que las Canarias quedan a tiro de piedra de Japón (y que incluso se invente una isla de Antilia a medio camino para estirar las piernas), y que finalmente este mapa llegue a manos de Colón tras descartarlo el rey.
En otras palabras: los cosmógrafos reales tenían razón y Colón debía haber muerto en mitad de un gigantesco océano Atlántico, muy lejos de Cipango. Ninguno podía prever que la tectónica planetaria había dejado a medio camino un continente gigantesco que era imposible no encontrar si viajabas al oeste. El descubrimiento colombino es la mayor potra de la historia de la Humanidad.
¿Y qué decir de cuanto ocurre una vez que Colón y los suyos llegan a aquellas tierras atlánticas? El navegante, como es lógico, cree tener razón en sus medidas del mundo y haber llegado al Japón. Lleva encima una carta de los Reyes para el Gran Khan, y su obsesión es hallarlo para entregársela, ser el nuevo Marco Polo. Pero todo le saldrá mal.
Se le hunde una carabela y, haciendo de la necesidad virtud, deja en La Española una veintena de españoles (entre ellos, su inútil interprete de árabe y hebreo, Luis de Torres) para que reconozcan la isla, localicen el oro, y empiecen a guardarlo en un pozo hasta su regreso. Cuando Colón regresa, descubre que nadie le ha hecho caso y los españoles se han dedicado a secuestrar y violar mujeres indígenas hasta hacerse matar.
Nada más fundar la Isabela tiene que frenar el primer intento de rebelión. Pronto él y sus hermanos empezarán a lidiar con las disensiones cortando narices y orejas, creando una colonia de mutilados enfebrecidos alimentados con penurias y rebozados en mierda. Y luego Colón deja todo aquello en manos de gente de la que no se puede fiar, y parte a seguir explorando Asia.
Llega a Cuba y la toma por China, cree haber localizado la provincia de Mangui y hasta entrevé al Preste Juan en la espesura. Dan media vuelta a uno o dos días de descubrir que Cuba es una isla, y casi pueden dar gracias, porque el plan del Almirante en aquel viaje era dar la vuelta al mundo desde allí y entrar en Barcelona por el este.
Al regresar de aquella travesía Colón descubre que en La Española nadie le hace caso: algunos de los enviados de los reyes han regresado sin permiso, muchos están enviando cartas de queja, y todo cuanto ha dicho que se haga no se ha hecho. Y esa será la tónica los siguientes años, ese es el ritmo de la primera colonización española de América: un poblamiento descontrolado, un sometimiento salvaje, y un Colón que viaja y viaja y siempre cree estar en otro lugar.
Llega a Venezuela y cree estar cerca del Paraíso Terrenal (y descubre que el planeta es un esferoide oblato: los errores asociados al conocimiento del siglo no invalidan su capacidad ni su valía), y luego aún llegará a Centroamérica y creerá haber encontrado el Quersoneso Áureo, o sea, Malasia. Para entonces los reyes ya le han retirado su confianza y el gobierno de la colonia, que por lo demás seguirá siendo bastante caótico.
Esta importantísima etapa histórica, pues, nace del azar y se desarrolla en el error. Y los conquistadores que vendrían detrás seguirían la misma tónica, como expliqué en las infinitas historias fallidas de Conquistadores Secundarios.
Así que Cuando Colón llegó a Japón explica de forma humorística el cacao del descubrimiento y primera colonización de América, pero en realidad no habla de Colón. Habla de cómo el caos y el azar son motores históricos infinitamente más poderosos que un personaje aislado, una corriente social, o incluso la sacrosanta lucha de clases. Quien no lo crea… sólo tiene que ver lo acontecido en 1492.
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Autor: Javier Traité. Título: Cuando Colón llegó a Japón. Editorial: Principal de los Libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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