El sueco Sven Lindqvist sostiene en su Historia de los bombardeos (1999), uno de los grandes hitos del ensayo finisecular, que conoció una edición española en el Madrid de ese mismo año con el sello de Turner, que hubo un tiempo en que los bombardeos se consideraron algo tan inhumano que solo se castigaba con ellos a los países colonizados —Marruecos, Argelia, Libia— siendo algo inconcebible para castigar a los países occidentales. De las balas dumdum —más letales, si bien más lentas, puesto que se expanden tras el impacto— se había dicho algo muy parecido. De hecho, su uso estaba prohibido en todo el mundo. Empero la interdicción, no dejaron de utilizarse en todas las guerras, siempre que los contendientes lo consideraron oportuno, desde el mismo momento en que se ilegalizaron en los tratados internacionales.
No muy lejos de Prusia, en Colonia, una ciudad de Renania del Norte-Westfalia, tan hermosa como lo son todas antes de que los bombarderos dejen caer el Apocalipsis sobre ellas, se está dando buena cuenta de que la más cruenta expresión de la guerra aérea no es una cita entre caballeros dispuestos a defender su honor, hasta la muerte y ante testigos, al amanecer en un lugar apartado. Muy por el contrario, es una matanza indiscriminada de civiles junto a la destrucción de sus casas.
Desde que, en una audaz maniobra de distracción durante la batalla de Inglaterra (1940), para provocar que la Luftwaffe cejase en su destrucción de los aeródromos de la RAF, Churchill decidió bombardear ligeramente Berlín, con el objeto de que los Heinkel HE 111 alemanes dejasen caer sus bombas sobre Londres, dando, sin embargo tiempo a los ingleses para recomponer su arma aérea, los días del Barón Rojo y los caballeros del aire —sin duda mucho más parecidos a esos duelos de los que nos habla von Clausewitz— las grandes matanzas de civiles se vienen realizando desde el aire. Tras Londres, que sufrió un castigo sin precedentes, le llegó la hora a Coventry, reducida a cenizas en noviembre del 40.
Ya dentro de esa mecánica, Alfred Harris, el comandante en jefe de la RAF —conocido entre la población como Bombardero Harris— ha decidido darle a Hitler toda esa “guerra total” que el fürher alemán ha declarado a los aliados. Así que la llamada Operación Millenium, puesta en marcha el último 15 de febrero, ha desatado una serie de bombardeos masivos sobre las zonas residenciales de distintas ciudades alemanas —que no instalaciones militares— en el que, simultáneamente pueden dejar caer sus bombas —preferentemente incendiarias, más eficaces para el efecto pretendido— un millar de aparatos.
Antigua ciudad imperial a orillas del Rin, cuya formación se remonta al periodo romano, lleva siendo bombardeada sistemáticamente por la RAF desde junio de 1940. En junio del año que viene, los americanos la bombardearan durante el día y los británicos seguirán haciéndolo por la noche. Se trata de desmoralizar a la población civil.
Cuenta Lindqvist que, desde que la bomba se inventó en la China del siglo VII, vienen cayendo del cielo. Pero eso de bombardear las retaguardias, esa destrucción masiva de la guerra aérea, eso de hacer tabla rasa de las ciudades, es un hallazgo del siglo XX. Parece ser que la RAF —que perdía a la mitad de sus hombres en cada uno de sus bombardeos— había elegido Hamburgo para su nueva operación de castigo. Hasta Churchill empezaba a cansarse de que los partes de guerra se refiriesen siempre a los mismos sitios. Sin embargo, las condiciones climáticas aconsejaron insistir sobre Colonia, que estaba llamada a ser la más bombardeada de las urbes alemanas en la Segunda Guerra Mundial.
Las ciudades, todas las del planeta, son el mayor invento de la humanidad, entre otras muchas cosas, por la prodigiosa capacidad que tienen sus vecinos para reconstruirlas cuando se las destruyen. Otro 29 de mayo, el de 1942, pese a que desde el día 25 los bombardeos parecían empezar a remitir, lo que se preparaba era todo un apocalipsis digno de figurar en la Historia de los bombardeos. Unas horas después, en la noche siguiente, un millar de aparatos de la RAF —1047 para ser exactos, entre los que destacaban los Lancaster, sus célebres bombarderos— reducirían a escombros a la ciudad entera. Las cifras son aplastantes: 24.711 toneladas de bombas fueron arrojadas sobre Colonia. Perdieron la vida casi 500 personas. Prácticamente, sólo quedó en pie la catedral, aunque sus bóvedas también fueron afectadas. A decir de los más escépticos, porque sus torres fueron utilizadas por los pilotos para orientarse.
Ahora bien, ¿cuántos habitantes eran nazis?, ¿cuántos participaron en el bombardeo de Guernica?, ¿cuántos en el de Varsovia? Justificaciones, ya se sabe, hay para todo. Dada su lectura laberíntica —en la que un asiento, a veces poco más de un párrafo— te remite a otro que no es el siguiente en el texto, podemos decir que Historia de los bombardeos es una suerte de Rayuela (1963) —la célebre novela de Julio Cortázar— por los entresijos de la guerra aérea. Así, en ese recorrido que se nos propone, entre ilustraciones de lo que hubiera sido un bombardeo bacteriológico sobre Londres, propagandas de refugios atómicos y alguna que otra ocurrencia, tan intempestiva como funesta, vienen a demostrársenos como los impulsores de los bombardeos siempre encontraron justificación para utilizar tan terrible arma de destrucción masiva. Recuérdese, sin ir más lejos, esa dudosa elocuencia de la estadística que llevó al presidente Truman a ordenar que Little Boy y Fat Man, las dos bombas atómicas, cayeran el 9 de agosto del 45, respectivamente, sobre Hiroshima y Nagasaki. Truman y sus asesores más cercanos, estaban en la idea de que las 246.000 personas que murieron entonces hubieran sido muchísimas más, acaso millones en ambos bandos, si el imperio japonés hubiera seguido luchando hasta el último hombre. Así se escribe la Historia.
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