El primer domingo del ferragosto romano de 1780, mientras tronaban las campanas de San Pedro anunciando el Ángelus, una escolta de guardias suizos acompañó al secretario de la embajada española cerca del Vaticano, don José Nicolás de Azara, marqués de Nibbiano, y al capitán de dragones de Su Majestad, don Martín de Arellano, que transportaba desde el Nuevo Mundo un singular regalo para Pío VI.
Se trataba de los atributos de guerra del temido gran jefe comanche, el feroz Cuerno Verde, quien después de sembrar el terror en la frontera de Nueva España durante décadas, había sido vencido y muerto por los afamados dragones de cuera, o del rey, en las llanuras de Arkansas, tras lo cual, por fin se había formalizado una paz duradera en la frontera, muy alabada en las cancillerías de Europa.
El dignatario español entregó en manos del cardenal Batolomeo Pacca, recién nombrado conservador de los Museos Vaticanos, el tocado de búfalo con los cuernos tintados de jade, la rodela y el carcaj de flechas del indómito jefe comanche. El purpurado, amigo personal del rey de las Españas, don Carlos III, recibió el insólito regalo con admiración y asombro, y desde aquel día puede contemplarse en una de las abastecidas salas del citado museo papal.
Imaginemos las películas de Clint Eastwood o de John Wayne y de los cineastas Jonh Ford, Raoul Walsh, Howard Hawks, Henry Hathaway o Anthony Mann, que nos mostraron los vastos escenarios y vida en el sur, centro y oeste de los Estados Unidos, y constataremos que planea una visión injusta de los acontecimientos que realmente acontecieron, y donde la España del destino civilizador fue relegada al olvido histórico, habiendo sido el actor principal, la estrella indiscutible de aquel Hollywood de los siglos XVII y XVIII.
Y con esta nueva novela, Comanche, he pretendido recrear aquel mundo fascinante, duro y despiadado, pero lleno de honor, valentía y apego a la patria común.
Era necesario saber que cuando los primeros americanos angloparlantes se adentraron en las tierras del sur y el oeste de América del Norte, hacía tiempo que los dragones de cuera o del rey habían dominado aquellas praderas infestadas de indios salvajes. Los españoles ya habían alzado un siglo antes iglesias, pueblos, fortines y ciudades, y habían civilizado el territorio cincuenta veces más grande que España, y creado la llamada “Paz del Mercado”, por la que los indios de la frontera podían comerciar en paz con los hispanos del Virreinato de Nueva España, e incorporado al universo español más de la mitad de los actuales Estados Unidos.
Previamente al impactante escenario de aquellos cowboys de barba desaliñada, catadura polvorienta, pistoleros asaltabancos, el Séptimo de Caballería y los bravíos comanches que hemos visto en cientos de películas, los indómitos soldados españoles se habían convertido en los señores de las llanuras meridionales, desde Luisiana a Tejas, de Arkansas a Colorado, y de Nuevo Méjico a California.
Aliados con la intrepidez y el compromiso, y sobre todo por su probada eficacia y valentía en la persecución de las partidas de indios revoltosos y de los ladrones comanches que infectaban la frontera del Virreinato de Nueva España, la Comanchería, las Rocosas y el corazón de Norteamérica, los valerosos dragones españoles se convirtieron en una formidable y temida potencia ecuestre durante tres siglos. Uniformados con sus casacas azules, sombrero de ala ancha, chaleco de cuero y botas de caña alta, cabalgaron por un territorio despoblado recorrido solo por los indios salvajes, lobos, coyotes y búfalos, y donde el fortín de ayuda más próximo estaba a más de cuarenta millas.
Vivir en aquellos solitarios reductos significaba para cualquier soldado español una prueba de valor. Los esforzados dragones del rey, hombres rudos de la frontera, como los que vemos en las películas del oeste americano, armados con sus fulminantes fusiles Brown Bess y espadas toledanas de reglamento, formaron una eficaz fuerza militar que desde los presidios, protegía los poblados y ranchos de un espacio geopolítico crucial para España, como respuesta de la Corona Española a la hostilidad de los que llamaban Los Desnudos, los comanches, aludiendo a su ferocidad y a la falta de vestimentas que abrigaban sus cuerpos.
Demasiados territorios de la Corona española para defenderlos con tan exiguos destacamentos y medios militares tan escasos. Desde Tejas al Pacífico, y mediante una tupida red de presidios de defensa, contuvieron a las hordas errantes de comanches y mantuvieron incólumes las conquistas y el honor de España en aquella parte de Nuevo Mundo, tras fundar ciudades tan emblemáticas en el western americano como El Álamo, San Antonio, Tucson, Santa Fe, Albuquerque, Los Ángeles o San Francisco.
Y con la excepcional persona del pacificador el coronel Juan Bautista de Anza, vasco de Hernani y gobernador de Nuevo Méjico, tuvo lugar la gran expedición a California y la fundación en la bahía de la Yerbabuena de la ciudad de San Francisco, para luego firmar con los indios de la frontera, comandados por el prestigioso gran jefe Ecueracapa, la única concordia que los hombres blancos mantuvieron con los pieles rojas en toda la historia: la Paz de Anza, que perduró más de un siglo.
Esta novela, Comanche (Ediciones B), nos lleva a revivir la desconocida historia de la presencia española en Norteamérica, en las últimas décadas del siglo XVIII y la vida de aquellos bravos soldados de frontera. Nos encontramos en los territorios que pertenecieron al Imperio Español durante tres siglos. En esas tierras salvajes, a través de tres inolvidables personajes, el capitán de dragones del rey Martín de Arellano, la joven apache Wasakíe y la princesa de Alaska, Aolani, el lector se sumerge en un episodio fascinante y asombroso que se produjo entre españoles, comanches, yuma, navajos, aleutas de Alaska y apaches, hoy perdido en el olvido.
En Comanche se reviven las correrías de los dragones españoles tras los indios comanches, apaches y yuma. En ella, también, se descubren las intrigas en la corte del Virrey de Méjico y en la palatina de Madrid —donde luchan a muerte las dos camarillas de rey Carlos III, los partidarios de Aranda y los de Floridablanca—, las conspiraciones entre masones europeos y el Vaticano, el choque violento entre dos civilizaciones, la india y la española, y los grandes amores irredentos que jalonan esta novela a todas luces sorprendente y novedosa.
Comanche es una recreación de un tiempo en el siglo XVIII, y de unos hechos perdidos en el polvo del olvido, como el asalto comanche al presidio de San Sabá, la batalla de Ojo Caliente, la muerte del cruel gran jefe Cuerno Verde, la esclavitud de indios en Nueva Orleans, o los viajes de los españoles a Alaska, desde donde amenazaban California, episodios rigurosamente ciertos. Los tenaces y desconocidos para nosotros dragones de cuera marcaron un hito en la historia de España y en los territorios hoy norteamericanos de Tejas, Nuevo Méjico, Arkansas, Luisiana y California.
Era necesario rescatarlos del polvo del tiempo e incorporarlos al ideario común hispano en una historia novelada, donde el lector conocerá la vida de los indios y de los soldados de los presidios, con el único deseo de que esa España Indefinida… de que poco a poco nos libremos de nuestra propia y endémica insignificancia, y recobremos la auténtica dimensión de España en la historia del mundo.
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Autor: Jesús Maeso de la Torre. Título: Comanche. Editorial: Ediciones B. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
Son bisontes, no búfalos.
No continuemos el error de los angloparlantes que llegaron allí después de los españoles.