De todas las palabras que empiezan a poblar nuestros oídos infantiles, solamente unas pocas nos dejan una huella indeleble. Una de ellas es «héroe» (y sus sinónimos), un ser que orbita en otras esferas, fuera de la nuestra, bien sea por sus hazañas, inalcanzables para el común de los mortales, o por su arrebato en un momento de riesgo para él o para los demás.
Cuando (ya adulto, cuarentón) me puse a escribir relatos, siempre tuve presente esa idea que conservaba de mis tiempos infantiles. Aquel concepto remoto que tenía de este personaje tan idealizado se fue transformando a través de las diversas lecturas que realicé desde entonces. Seguramente, todos los libros influyeron en este cambio, pero dos son los que recuerdo con más nitidez. En mis estudios universitarios conocí la influencia que tenían los 31 puntos que conforman la Morfología del cuento de Vladimir Propp. Más tarde, llegó a mis manos El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell, donde teoriza sobre el periplo del héroe. Con estas dos poderosas herramientas era posible ver la carpintería que sujeta la estructura de todos los relatos, desde la Odisea clásica a la serie de películas Star Wars.
Intrigado por estos descubrimientos tan asombrosos, intenté hacer yo también de carpintero literario. Los dos libros citados eran el manual de instrucciones que me decían con toda claridad los pasos que debía seguir. Así, el protagonista tenía que salir del mundo conocido por una llamada de aventura (pequeña o grande) para adentrarse en lo desconocido. Ese es el reto y no tiene marcha atrás. A continuación, llegarán las inevitables tentaciones que lo sumergen en un abismo del que saldrá transformado, a veces de forma irreconocible.
En la mirada a la estantería de cristal donde tenía que escoger al héroe que iba a protagonizar mis relatos, comprobé que faltaban muchos. Del mundo clásico se pasaba al Romanticismo, con anaqueles vacíos, sobre todo ese largo periodo en el que las religiones monoteístas se hicieron fuertes. Por el contrario, la balda donde estaban colocados los héroes actuales se encontraba abarrotada. Era la vulgarización moderna de este personaje que Aristóteles le había buscado un sitio más cercano a los dioses que a los humanos.
Rebusqué por todas las estanterías porque necesitaba un protagonista que tuviera relación con el mundo marino. Me interesaba sobremanera el empleo del léxico del mar, uno de los más alejados del vocabulario general, quizás el que tiene una personalidad más marcada. Por allí andaban los inválidos Blas de Lezo con su pata de palo y el almirante Nelson, todavía subido a la columna, pero me quedé con una muchacha perdida en una playa desértica y un pirata tuerto.
Otro léxico que me interesaba era el taurino, también apartado de la norma, en la marginalidad de lo exclusivo y en peligro de extinción. Busqué en la galería de la gloria literaria los que habían muerto en la arena, con el aplauso de su público, pero escogí un personaje anónimo, alejado de la épica, un anciano enfrentado a dos vaquillas que estaban hastiadas de correr por las calles tras los mozos en las fiestas patronales.
En la búsqueda de personajes por todos los estantes donde se amontonaba la historia de la literatura noté la falta de heroínas. Es verdad que había algunas mujeres, pero eran pérfidas (Salomé), hechiceras (Circe), asesinas (Medea), infieles (Helena), pasionales (Carmen) e ingenuas (Pandora). Para suplir esta carencia tan esencial tuve que echar mano de la femme fatal, que representa a la perfección no solo el papel de heroína, también la idea de aventura, libertad, encuentro, miedo y todas las tentaciones que el mundo pueda ofrecer.
Con estas figuras, y alguna más, fui construyendo los relatos en los que un ser anónimo sigue el periplo inalterable por el que un día caminaron los héroes, lejos de la rutina.
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Autor: Armando Murias Ibias. Título: Cuando fuimos héroes y otros cuentos. Editorial: Velasco ediciones. Venta: Todostuslibros y Amazon
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