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¿Cómo domesticar a una fiera? Penélope I

¿Cómo domesticar a una fiera? Penélope I

—¡Es una niña!

La comadrona ha separado ya al bebé del cordón que lo une a la vida de su madre y lo muestra a su padre sangriento, berreando, desnudo y tiritando. Icario agacha la cabeza, no puede ocultar su decepción. Soñaba con que su mujer le diera un varón, un hombre que heredara el trono, un guerrero valiente, un político decidido, pero no, no ha habido suerte, esta vez tampoco, y ya van dos. Otra mujer a la que habrá que buscarle un matrimonio conveniente, que se dedicará a las tareas de gobernar una casa, a engendrar hijos para otro reino y, sobre todo, a pasar sus horas encadenada a un telar, hilando tapices y ropajes para ella, su hogar y su familia. Sin decir una palabra, sale de la estancia contigua donde aún su esposa Peribea resuella sudorosa por el esfuerzo.

—¿Cómo la llamarás? —una bocanada de aire entrecortado sale de la boca de Peribea y estalla en los oídos de Icario. Se para en seco. No lo ha pensado. Le corresponde a él ponerle nombre. Está furioso.

Penélope —grita. Él sabe lo que significa. La acaba de condenar. Los nombres definen, ayudan o condenan. Estará encadenada al telar para siempre, pues eso significa su nombre. Se siente un poco culpable, al final es su hija, sangre de su sangre. Ya lo ha decidido. Ese será su nombre, aunque cuidará de su futuro, y no dejará que su sangre pura y noble se mezcle con la de cualquiera.

***

—Penélope, las niñas no deben correr. Has visto lo que te ha pasado. Ve con tu madre al gineceo.

Un bofetón acompaña las palabras de su padre. Penélope se limpia la tierra de la túnica y la vergüenza de la cara. Sabe que las niñas deben aprender cosas de mujeres, pero ella no quiere ser una mujer. Una mujer es un ente extraño, casi fantasmal que se dedica a tejer un telar. Ella quiere ser soldado, quiere ser poeta, incluso campesino, abandonar esa imagen inmaculada de las mujeres que conoce, broncearse bajo el sol, viajar, explorar, correr. A sus cinco años ya aborrece su condición de niña, ella quiere ser libre, libre como un hombre.

***

—Penélope, las niñas no pelean. Límpiate la cara y deja a tu hermano pequeño.

—Pero ha empezado él —se queja.

—Me da igual, vete al gineceo. A ver si tu madre te enseña algo de provecho —le dice el oikonomos de la casa, una vez la ha separado de su hermano.

Siempre es lo mismo. Su hermano, con el que se lleva un año, la busca, la atosiga, la chincha y la llena de furia, que ella deja correr, traduciéndola en patadas y puñetazos. No puede aguantarse, no sabe aguantarse. Pero sobre todo, no quiere aguantarse. Los niños hacen eso, se dejan llevar por sus instintos, y se lo permiten. Dicen que así se preparan para la guerra. Ella quiere luchar, se siente como un león enjaulado en una cárcel de seda y lana. En un lugar dominado por el repiqueteo constante de las risas fútiles de mujeres insignificantes sin fuerza ni carisma.

***

—Penélope, no seas impaciente, hay que cultivar la paciencia. Las niñas deben aprender que en la paciencia está la clave de su felicidad.

Penélope está nerviosa, su padre le ha prometido un caballo para su cumpleaños, un nuevo potrillo para domesticar, pero para su cumpleaños aún queda. Todos los días pregunta, inquiere y sueña con su regalo. Está impaciente y la impaciencia la está matando. Corretea alrededor de su madre. Su padre la consiente, empieza a entender su carácter. Sin embargo, su madre no se lo permite, está harta de ir detrás de ella, de pulir sus aristas salvajes, de luchar con su carácter indómito. Pero ella no ha nacido para perder, y sabe que lo logrará a base de paciencia, palabras y telar.

***

—Penélope, bájate ahora mismo de ese árbol. Las niñas no deben hacer esas cosas. Ve ahora mismo al gineceo con tu madre. Ella te castigará.

Otra vez el gineceo y la oscuridad del hogar encendido y las lámparas de aceite. Ella quiere que le dé el sol, correr por el jardín, por el campo, respirar el aroma de la resina que escupen los árboles, observar a las mariposas revolotear, ver a las abejas extraer el polen. Coger bichitos, de esos que nacen en la tierra o en las hojas, y aplastarlos, diseccionarlos o simplemente observarlos. Cabalgar a lomos de Eleutheros, su caballo preferido. Pero no, ella no ha nacido para eso, ella ha nacido para la lanzadera y el telar. Tuerce la boca y a grandes zancadas, casi marciales, se dirige al gineceo, donde le espera la consabida charla de su madre.

***

— Penélope, las niñas no hablan así. Las niñas deben hablar con decoro. Pareces un mercenario, un marinero o algo peor. ¿Dónde has aprendido eso? En el gineceo seguro que no. Anda, ve, corre con tu madre, que te enseñe algo más apropiado para una mujer.

Algo más apropiado para una mujer… Penélope hunde sus ojos en el suelo y sigue sus pasos, un pie primero, otro después, el ritmo es lento. La túnica larga.

***

—Ahora que eres mujer debes saber ciertas cosas. Penélope, las mujeres de nuestra alcurnia no nos podemos permitir enamorarnos de cualquier hombre. Debes guardarte, guardar tu pureza, ser comedida y decorosa. No dejes que ninguno te seduzca, no permitas que se acerquen a ti estando a solas. Tu vida depende de tu reputación y debes guardarla como un tesoro.

Así que ahora soy mujer —piensa—. Y esto es ser mujer, mear esta sangre roja y ocultarla. Prepararme para ser esposa y madre. Y lo detesta con todas sus fuerzas, pero ya no dice nada. La vergüenza puede con sus ganas.

***

—Como nos descubran, me matan.

—Penélope, bésame —y el beso le sabe a libertad.

***

—Penélope, eres demasiado valiosa. No quiero que ningún cantamañanas pueda conseguir tu mano. Eres mi hija y te mereces lo mejor. Mi sangre no puede mezclarse con cualquiera. Sabes que te quiero y tampoco quiero que te vayas de mi lado. Lo siento…

***

Penélope elige un peplo rosado de su baúl, se mira al espejo antes de salir. El pelo trenzado recogido pulcramente sobre la nuca. Las fíbulas doradas reluciendo en sus hombros, el lino recogido en su cintura con un cinturón ancho. No se revelan ninguna de sus formas, es la viva imagen del decoro. Eso es lo que le ha enseñado su madre, lo que lleva ensañándole desde el momento que nació. Se dedicó a domesticarla, a moldear su figura y su carácter, a golpe de lanzadera y de largas conversaciones. Y ese espíritu salvaje, indomable, aún late en su corazón, tal vez sutilmente, pero no se ha perdido del todo.

El Palacio parece desierto. Los hombres que hasta hace poco se disputaban la mano de Helena han partido a sus hogares. Tindáreo ha hecho un juramento sagrado con todos los pretendientes de su hija, la más bella sobre la faz de la tierra, Helena, para que respeten al hombre que ella elija como marido y defiendan su unión. Muchos han cejado de su encaprichamiento, unos cuantos persisten. Helena está indecisa, necesita a su prima. La ha llamado, quiere que la ayude a elegir marido.

Penélope camina a grandes zancadas por el atrio de Palacio, se dirige al gineceo donde su prima espera. Su atención está centrada en sus pies y el juego de claroscuros que proyectan las columnas sobre el pavimento. De repente, una sombra humana le lame los pies. Levanta la cabeza y su mirada choca con otra mirada. Un hombre alto, moreno y unos ojos oscuros y vibrantes. Por un segundo sus almas se entrelazan en una espiral infinita, dormida desde el principio de los tiempos. Se reconocen sin conocerse. Se aman sin ni siquiera haberse dirigido la palabra. Él lo sabe, ella lo sabe. Deben unirse. El recato de la muchacha paraliza el ingenio del hombre. La visión de él perturba la piel de ella.

***

Icario recibe la visita de un extraño. Viene a pedir la mano de su hija.

—Penélope, ¿lo amas?

—Sí, padre.

—Penélope, no quiero que te marches de esta casa. Cásate si quieres, pero no me abandones.

Penélope no dice nada. La noche se convierte en una marea de sueños contradictorios. No puede dormir, su mente lucha entre lo conocido y lo desconocido, entre el nuevo amor lejos del hogar y el amor a su padre y a su patria. Ulises la ha puesto entre la espada y la pared. Ella debe decidir. Él tiene patria y debe gobernarla.

***

El día llega, la decisión está tomada. Ulises la espera, su padre la espera.

—¿Y bien? —pregunta Icario.

Penélope no habla, simplemente se cubre el rostro con el velo, que como una cascada cae de su testa. Su padre entiende la respuesta, La han criado bien, piensa. Es la viva imagen del pudor y la prudencia. Posee todas la virtudes de la mujer griega.

—Marchaos, hijos. En conmemoración de este día, ordeno que aquí se levante un templo dedicado al pudor.

***

Al cubrir su rostro, Penélope cree haber cometido un acto de rebeldía, sin darse cuenta de que con esa acción confirma que ha sido bien domesticada. Aquella llama libre y salvaje que le recorría el pecho y le quemaba el alma se ha ido extinguiendo con el suave goteo de las palabras de su madre. Se ha convertido en el arquetipo que tanto odiaba: en una mujer.

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