Pantallas
Me cuenta Mar que hace unos días tuvo que tocar en el escenario de un auditorio vacío y que por momentos le sobrecogía la frialdad que emanaban aquellas butacas sumidas en el abandono. Por mucho que supiera que, mientras ella y su hermana Alicia interpretaban el repertorio que habían elegido para la ocasión, decenas o cientos de personas iban a estar observándolas desde el otro lado de las pantallas de sus ordenadores o sus tabletas o sus teléfonos móviles, la soledad que las rodeaba en aquel espacio donde en circunstancias normales habrían podido congregarse hasta cuatrocientas almas se convertía en la presencia más notoria, también la más indeseada. Hay quienes consiguen mantener su optimismo y perseveran en la convicción de que la pandemia y sus circunstancias derivadas nos acabarán trayendo cosas buenas. Yo no acabo de verlas, salvo que entre ellas figure la constatación de que hay experiencias que sólo merecen la pena si realmente se viven. La persona que acude a un concierto o a cualquier tipo de actuación no es un mero espectador, sino que se convierte en parte activa en tanto que su atención y sus reacciones y su propia presencia alimenta cuanto sucede sobre el escenario. Las conferencias, las presentaciones, los debates, cobran el relieve que precisan cuando quienes en ellos participan lo hacen de cuerpo presente y ante un público corpóreo que puede reír alguna ocurrencia, recriminar otra, tomar la palabra para expresar su opinión o rebatir lo que alguien acaba de decir en la tarima. Durante el confinamiento, se hicieron habituales las emisiones en directo. Los streamings —por usar el anglicismo consabido, nunca entenderé por qué estos términos nunca parecen molestar a los defensores acérrimos de la lengua castellana— fueron el pan en cada día en las redes sociales y en plataformas diversas, y estuvo bien porque mientras permanecíamos encerrados en casa necesitábamos muchas veces cerciorarnos de que no nos encontrábamos solos; también porque durante un tiempo constituyeron la única vía para que muchos artistas —músicos y gentes del teatro, sobre todo— pudieran obtener unos ingresos con los que ir sobrellevando los meses de sequía. «Esto ha venido para quedarse», decían muchos entonces y siguen diciendo unos cuantos ahora, y no deja de preocuparme que la aseveración sea cierta porque tengo la impresión de que esa permanencia conlleva el riesgo de que poco a poco vayamos banalizando aquello que debería mantener a toda costa su carácter único o excepcional. Entre las cosas que saqué en limpio de mis estudios universitarios —y no fueron muchas, sin duda por mi culpa— figura la lección de que las pantallas no muestran la realidad, sino una imagen de la realidad. El indeterminado es procedente, porque quien observa a través de una pantalla tiene por definición su mirada condicionada por la de aquél que se la muestra. Es uno de los fundamentos básicos del cine, un lenguaje nacido a partir de ese formato y que por tanto asume sus reglas y no engaña a nadie, pero la progresiva audiovisualización del mundo puede llegarnos a hacer que lo que observamos en la televisión o en el ordenador se corresponde total y fielmente con aquello que ocurre. Desde que se extendió el uso de los teléfonos móviles, raro es el concierto en el que nadie aproveche para grabar el momento en que se interpreta su canción favorita, propiciando la paradoja de que mientras atienden al encuadre y al enfoque están más pendientes del manejo del artilugio que de escuchar realmente aquello por lo que han pagado su entrada. El resultado, además, acostumbra a ser decepcionante: ninguna pantalla, por alta que sea su definición, consigue captar la esencia de aquello que refleja, y yo nunca he conseguido emocionarme en un recital o en una obra teatral televisados, por más que su realización rozara el virtuosismo, de la manera en que lo hago cuando me instalo en un patio de butacas y me dedico a disfrutar del arte sin intermediarios. Del mismo modo que no es lo mismo observar Las Meninas en el ordenador que contemplarlas en su correspondiente sala del Museo del Prado —el primero quizá brinde más facilidades a la hora de reparar en cuestiones técnicas, pero la segunda ofrece a cambio el brillo cambiante de las pinceladas, el detalle de las graciosas imperfecciones del lienzo, la sorpresa de descubrir nuevas obras de arte en el camino o reencontrarse con otras que teníamos medio olvidadas, el puro placer de caminar bajo las bóvedas del propio edificio—, las artes escénicas en vivo ofrecen una experiencia única e irrepetible que a la postre se frivoliza o se vulgariza cuando se la constriñe entre los cuatro márgenes de una pantalla. Hace algunos años tuve la suerte de visitar la cueva prehistórica de Candamo junto al arqueólogo Adolfo Rodríguez Asensio. Ante el panel de los grabados —una pared portentosa donde varias manos fueron dibujando figuras de animales, símbolos abstractos y hasta lo que parece ser la figura de un hechicero o chamán—, nos explicó que sus artífices realizaron aquel prodigio al calor de una hoguera, seguramente mientras en su lenguaje primigenio intentaban arrojar luz sobre las sombras del mundo y el runrún de las piedras afiladas contra el muro daba lugar a una suerte de melodía que, junto al eco de las voces, sumía a sus participantes en algo asemejado a un trance místico, y aunque no tengamos la certeza cabe pensar que era eso —la liturgia de las inquietudes compartidas, el sentimiento de comunidad que se forjaba en esas ceremonias— lo que verdaderamente importaba y no lo que a la postre quedaba reflejado en las paredes. Éstas, al fin y al cabo, no eran más que una pantalla primigenia que tan sólo daba para reflejar parcialmente lo que en realidad era la vida.
Lo que fue suyo
Me dice que, en aquellos días del encierro, se preguntaba cómo entenderían aquel sinsentido esos seres vivos con los que convivimos y a los que muchas veces no prestamos más atención que la puramente accidental. Se refería a los árboles de los parques o los pájaros que sobrevuelan los campanarios de las iglesias y anidan en los tejados de las casas, esos compañeros silenciosos, o no tanto, a los que nuestra presencia, por norma general, importuna más que alivia. ¿Sintieron algo parecido a la tranquilidad cuando las calles se vaciaron o estaban ellos tan sorprendidos como nosotros al percibir que todo alrededor había cambiado de un modo tan inesperado como repentino? Recuerdo que en aquellas jornadas abundaban las noticias sobre ciertos animales salvajes, jabalíes sobre todo, que abandonaban los montes para internarse en las ciudades en busca de alimento. También que, en los breves paseos con mi perra, solía tropezarme con gaviotas que me observaban con rostro arisco, como si fueran ellas las dueñas y señoras del territorio y yo un mero intruso que ocupaba, sin avisar ni pedir permiso, sus dominios. No me molestaba: a fin de cuentas, eso somos, por mucho que lo hayamos olvidado. Las ciudades que habitamos se asientan sobre territorios que arrebatamos a la naturaleza, despojando a muchas especies de su hábitat y complicándoles en grado sumo la supervivencia. En los periódicos de la ciudad donde vivo aparecen de vez en cuando noticias que alertan de que dentro de cuarenta o cincuenta años los deshielos y la lógica implacable del tiempo harán que crezca el nivel del mar y que éste recupere los terrenos que un día le pertenecieron y de los que le privamos los humanos con el afán burdo e insensato de domesticarlo. Durante el enclaustramiento, también recuerdo haber leído algunos reportajes cuyos autores fantaseaban con la posibilidad de que esos animales a los que obligamos a replegarse se vieran confiados por nuestra desaparición espontánea y poco a poco fueran regresando, con cierta timidez primero, luego con más seguridad o más soltura, hasta terminar expulsándonos, del mismo modo que se vuelven a ver osos en las montañas a medida que éstas se van despoblando o igual que la vegetación se apresura a recubrir las casas que quedan abandonadas. No creo que viva lo suficiente para ser testigo de ninguno de esos fenómenos, pero no me parece mal que ocurran. Es de justicia que quienes estuvieron antes y se vieron desahuciados tengan alguna vez la ocasión de recuperar lo que fue suyo.
Quedan sus nombres
No había hecho más que incursiones esporádicas en el cancionero que Eduardo Martínez Torner publicó en 1920 y cuyas páginas recogen varios cientos de composiciones populares que se interpretaban en la Asturias del primer tercio del siglo XX. Por lo general, me ocupaba de buscar las partituras o las transcripciones exactas de piezas que ya conocía y a las que quería dedicar más atención que la que permite deparar una simple escucha —como ese romance del galán de la villa al son del cual se baila la llamada Danza Prima en la hoguera de San Juan que cada año prenden en mi pueblo— y me entretenía con algunas curiosidades que me iba encontrando en el camino. Nunca hasta ahora me había dado por ojear el cancionero al completo, ni mucho menos había prestado atención a los apuntes que anteceden a las estrofas y en los que Torner —que recorrió la provincia durante varios años, entrevistando en pueblos, villas y ciudades a todo el que tuviera alguna coplilla en la memoria y asistiendo a celebraciones en las que se interpretaban o escenificaban aquellos frutos muchas veces denostados del acervo popular— deja constancia de las circunstancias en que recogió las obras. Unas veces se detiene en explicaciones prolijas y detalladas de aquello que consigna, pero las más se limita a dar cuenta del lugar exacto en el que llegó a sus oídos —«Canción de Navidad, transcrita en Cenera, ayuntamiento de Mieres», escribe a propósito de un villancico; o «Giraldilla, transcrita en Murias, ayuntamiento de Quirós», para referirse a una preciosa coplilla sobre una paloma que quiere bajar a un prado—, pero otras aporta también el nombre y la edad de la persona que se las hizo llegar. Así, deja constancia de que la chica que le cantó una nana hermosa —que es en realidad el aviso de una mujer a su amante para que no acuda a visitarla esa noche— se llamaba Mercedes García, tenía treinta y cuatro años y era natural de Cabañaquinta; o que en Llanuces vivía un tipo que se llamaba Fernando Menéndez Álvarez que contaba treinta y cinco años de edad cuando Torner lo escuchó cantar una canción de ronda en la que un enamorado se lamenta al saber que la mujer a la que quiere está a punto de casarse con otro; o que, por uno de esos milagros cotidianos que anulan las fronteras del arte, esas mismas estrofas las cantaba, en una versión más atinada y más completa, María Martínez Díaz, que tenía entonces veintinueve años y vivía en Navia, casi en el otro extremo de Asturias. Voy avanzando en la lectura del cancionero mientras presto tanta atención a la parte literaria como a esas breves aclaraciones, y me pregunto cómo serían aquellas personas, a qué dedicaban sus días, qué fue de ellas después de que Torner se las cruzase, dónde y cómo habrían aprendido las canciones que le cantaron en privado al musicólogo, si supieron alguna vez que éste había dejado noticia de su existencia en un libro cuyo centenario se ha cumplido en estos meses sin que nadie parezca haber reparado en la efeméride. Álvaro Cunqueiro dijo una vez que su idea más acabada de la gloria consistía en que algún día, cuando hubieran transcurrido muchos años de su muerte, alguna niña recitara uno de sus poemas sin saber que era él su autor, como si los versos que salían de sus labios fuesen tan naturales y tan eternos como el agua y el viento. No sabemos de qué época exacta datan las canciones que recogió Torner en su libro, ni la identidad de quienes las escribieron, pero no deja de alegrarme que el olvido no se haya comido del todo la de aquellas personas que una vez las interpretaron para hacer posible que sus ritmos, sus compases, toda su lucidez y toda su magia, hayan llegado hasta nosotros. La de María Fernández, por ejemplo, que a sus diecinueve años le cantó a Torner una giraldilla cuya letra aseveraba que vale más una aldeana vestidita de percal que todas las señoritas vestidas de tafetán; o la de María García Marqués, de Cudillero, que se sabía de memoria unas estrofas llenas de gracia y de verdad: «Mírame, mírate / y te haré una seña; / ¡cuántas veces los ojos / sirven de lengua!»
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