Juan Marsé, en su casa de Calafell en el año 2003. Foto: Daniel Mordzinski.
Tres veces lo preguntó António Lobo Antunes el 8 de agosto pasado en su dúplex de la avenida Miguel Torga de Lisboa sentado en un mullido sofá color mostaza. “¿Cómo está Juanito Marsé?”. Tres veces en hora y media. “Escribir es una cuestión de trabajo”. Lo comentó Lobo y lo suscribía Marsé sin decirlo: frente a la desesperación del vacío, Encerrados con un solo juguete.
No hacía falta preguntar, Lobo Antunes lo decía en pequeños sorbos, jadeaba para coger aire y seguía: “Juanito Marsé es muy buen escritor y muy buena persona. Juanito está muy enfermo. No tiene envidia, nunca me ha hablado mal de otros escritores. ¿Juanito tiene muchos lectores? Me gusta como hombre y también su obra, como la de Javier Marías. Es maravilloso admirar. No tienen envidia, nunca me han hablado mal de otros escritores. Les gusta admirar a sus compañeros de trabajo, son hombres muy ‘eficientes’ desde el punto de vista literario… por supuesto”.
Juan Marsé (Barcelona, 1933) disputaba con Manuel Vázquez Montalbán quién había sufrido más infartos, quién tenía más bypass. Detrás de esa imagen de púgil derrotado, chupa de cuero, mirada triste y cabellos ensortijados, se defendió con la zurda desde la esquina de un cuadrilátero del barrio del Guinardó desde donde bajaba a beber gin tonics con Jaime Gil de Biedma en una época en que a la gauche divine de Barcelona le pareció que tener al lado un obrero, un colega de barrio, molaba tanto como fumar en pipa en la barra de Bocaccio. Con una diferencia: Marsé llegó a la literatura para vivir junto a ella, con ella, sin pose, sin meter la tripa para salir en la foto. Marsé necesitaba escribir para entenderse en una posguerra de fresquera y motos trucadas.
Juan Marsé es de los que sabían decir no al mismísimo José Manuel Lara. Primero advirtió y luego se marchó del jurado del Planeta porque no estaba de acuerdo con algunas bases del premio —entre otras cuestiones literarias— que él había ganado en 1978 con La muchacha de las bragas de oro. “Mi derecho a buscar y decir la verdad, mi verdad, está por encima del relumbrón y el festejo del mejor premio del mundo”. Y luego se comió cuarto y mitad de cerezas —es un decir—.
Y como no le gustaban las versiones llevadas al cine de sus novelas lo decía alto y claro, y se iba luego al cine —por ejemplo—. Porque anteponía el escribir al publicar, mirar cómo jugaban los nietos a debatir sobre lingüística. Con sus hijos y los hijos de sus hijos y con su mujer llegó a Atocha a recibir el Cervantes en el AVE como si fueran de fin de semana a comerse una de callos —a falta de una buena escalibada, que es lo que le hacía gracia— sin dar mayor importancia que la justa y necesaria a un acto de ringorrango; le preocupaba más ajustarse la corbata y atender al gentío que el discurso en sí, que para eso tenía oficio.
Don Juan Marsé —ya era hora de concederle el rango— era prudente, sabía escuchar y aguardaba su turno; y si no se iba dar otra vuelta de tuerca a Últimas tardes con Teresa, que para eso, lo que realmente importa, era muy mirado. Un tipo honesto, un vecino que además de dejarte la sal te invita a un trago. Con la palabra justa. Que se partió el brazo para escribir y escribir, aunque tuviera que ir al Instituto Pasteur de París para orearse y ver el mundo que había imaginado.
Mientras las rotativas imprimen Viaje al sur que Lumen publicará en septiembre, ¿qué título elegiría usted? ¿Si te dicen que caí, Rabos de lagartija, El amante bilingüe? Él diría, con ese desapego hacia todo lo elocuente: “Mejor vaya al cine… en blanco y negro. Una de Hitchcock”. Pero después de enamorarnos otra vez de Teresa.
Coda. En su estudio, junto a los libros donde escribía, tenía colgada esta frase de Ezra Pound; “El esmero es la única convicción moral del escritor”.
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