En 1909 Italia era un país recién hecho. Una de las ideas más rocambolescas para terminar de cuajarlo fue precisamente el Giro, un desfile de vampiros, saltimbanquis, lunáticas, fascistas, partisanos, piratas y caníbales que pasó rodando desde los Alpes hasta Sicilia ante la puerta de millones de italianos. Y los unió alrededor de la épica, la tragedia y la comedia del ciclismo.
Como suele ocurrir con los buenos inventos, el Giro fue tachado de hereje desde todos los púlpitos: los socialistas despreciaban a esos jóvenes que solo se interesaban por «hacer el amor y correr en bicicleta». La prensa del Vaticano escribió que «el velocipedismo es la anarquía aplicada a la locomoción, un intento de negar las leyes físicas y las del transporte» (cuesta encontrar una definición más bella y apetecible del ciclismo). A Mussolini lo seducían la modernísima velocidad del automovilismo, la aviación y el esquí, el porte viril de boxeadores y nadadores, la fuerza del fútbol para adoctrinar a las masas, y despreciaba a los ciclistas como figuras tristes, escuálidas y lentas, indignas del hombre nuevo fascista.
Zenda reproduce las primeras páginas de Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey, de Ander Izagirre.
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UN DIABLO ROJO A LOMOS DEL ANTICABALLO
Giovanni Gerbi, alias el Diablo Rojo, pedaleó trece veces el recorrido del Giro de Lombardía de 1907 para memorizar los repechos más duros, las bajadas peligrosas, los puntos clave del itinerario. Así se le ocurrió una estrategia para ganar la prueba: sobornó al guarda que controlaba la barrera del tren en Busto Arsizio. Gerbi se escapó en los primeros kilómetros y cruzó en solitario el paso a nivel, el guarda bajó la barrera y los tres corredores que perseguían a Gerbi tuvieron que clavar los frenos. Émile Georget, Henri Rheinwald y Luigi Chiodi maldijeron su mala suerte y esperaron un rato, primero rabiosos porque el tren tardaba mucho, luego extrañados por la muchedumbre de espectadores que se había reunido en un lugar tan anodino. ¿Qué hacía allí toda esa gente? Eran compinches del diabólico Gerbi, una panda de piamonteses dispuestos a completar la estrategia. Cuando los tres ciclistas se dieron cuenta de que no venía ningún tren y empezaron a colarse bajo la barrera, alguien del público lanzó una bicicleta que derribó a Rheinwald y Georget. Los tifosi piamonteses agarraron a los tres ciclistas, les quitaron las bicis, los arrastraron fuera de la carretera, se liaron a mamporros. Llegó el pelotón, se montó una batalla campal, los agresores se retiraron y los ciclistas reanudaron la marcha con ruedas torcidas, ojos morados y minutos perdidos. Gerbi volaba ya con mucha ventaja. Un colega ciclista lo esperaba más adelante, en un tramo de campiña solitaria, para llevarlo a rueda hasta la siguiente ciudad. Gerbi repitió la operación con otros dos cómplices en zonas despobladas del itinerario, aprovechó sus rebufos y mantuvo las distancias con sus perseguidores, pero en los últimos kilómetros el francés Gustave Garrigou empezó a recortarle la ventaja con mucha rapidez. Entonces alguien sembró de clavos varios tramos de la carretera, justo después de que pasara Gerbi, y consiguió que los perseguidores pincharan una y otra vez. El Diablo Rojo cumplió su hazaña: tras una escapada en solitario de 180 kilómetros, llegó a la meta con 38 minutos de ventaja sobre Garrigou.
Llovieron las denuncias. Los jueces de la carrera interrogaron a ciclistas, espectadores y miembros del periódico organizador La Gazzetta dello Sport, y al día siguiente anunciaron su veredicto: retrasaban a Gerbi del primer al último puesto, castigado por diversas irregularidades, “especialmente por la ayuda ilegal de varios entrenadores y suiveurs que le han facilitado la carrera llevándolo a rebufo, en un plan que el propio Gerbi había organizado con sus colegas corredores Mori, Jacobini y Cavedini”. Proclamaron vencedor del Giro de Lombardía a Garrigou. Los seguidores de Gerbi montaron un escándalo: esos malditos lombardos, decían, preferían regalarle la victoria a un francés antes que reconocérsela a un piamontés. Publicaron cartas furibundas en los periódicos, pegaron carteles con amenazas a los jueces de la carrera, organizaron manifestaciones en Turín y en Asti -la ciudad de Gerbi-, asaltaron a los repartidores de prensa y lanzaron fardos de la Gazzetta al río Po. La Unión Velocipedista Italiana investigó el episodio del paso a nivel y dictó sentencia: suspendía la licencia de Gerbi durante dos años. Entonces sí que se montó una buena. Los tifosi del Diablo Rojo viajaron a Milán, se congregaron ante la sede de La Gazzetta dello Sport, formaron una montaña con los ejemplares rosas del diario, le echaron gasolina y le prendieron fuego mientras apedreaban las ventanas.
En ese momento, iluminados por los diarios en llamas, los dirigentes de La Gazzetta dello Sport debieron de pensar que sería muy buena idea organizar un Giro de Italia.
Alguno se fijaría en lo importante: no en las llamas, sino en la pila de periódicos rosas. Si aquellos piamonteses furiosos disponían de tanto papel para quemar, era precisamente porque esos días, durante el Giro de Lombardía y el escándalo del Diablo Rojo, La Gazzetta vendía más de cien mil ejemplares diarios por primera vez en su historia. Aquella montaña de periódicos ardientes alumbraba el futuro.
Llevaban tiempo pensando en una vuelta ciclista a Italia, a imagen del Tour de Francia, que se disputaba desde 1903, pero no se animaban. La Gazzetta dello Sport había nacido en 1896, al mismo tiempo que los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, los de Atenas, y ya organizaba las carreras ciclistas más importantes del país: desde 1902, la Gran Fondo o Milán-Turín-Milán; desde 1905, el Giro de Lombardía; desde 1907, la Milán-Sanremo. Armando Cougnet, director administrativo y redactor de ciclismo, había seguido como invitado los Tours de 1906 y 1907 para estudiar los problemas y las necesidades de una gran carrera por etapas. Sabía que una competición así despertaría el entusiasmo, las pasiones y las furias de millones de personas, dispararía la venta de ejemplares y de paso impulsaría la venta de bicicletas y hasta automóviles (a eso se dedicaban los accionistas mayoritarios del periódico: Agnelli, Pirelli, Fraschini). Pero la aventura de organizar una prueba de miles de kilómetros a través de Italia superaba las capacidades de la Gazzetta.
El 5 de agosto de 1908, el redactor jefe Tullo Morgagni recibió un chivatazo: el diario Corriere della Sera y la marca de bicicletas Bianchi estaban a punto de anunciar la creación de una vuelta ciclista a Italia. Morgagni envió telegramas a Cougnet y al director Eugenio Costamagna, que estaban de vacaciones, uno en Venecia y otro en un pueblo del Piamonte: “Inaplazable necesidad obliga Gazzetta lanzar Giro. Regrese a Milán”.
Costamagna, Cougnet y Morgagni inventaron el Giro de Italia en dos semanas. Todas las mañanas recibían con angustia el diario competidor Corriere della Sera, temiendo leer en su primera página el nacimiento de la vuelta, pero consiguieron adelantarse y el Giro lo anunciaron ellos el 24 de agosto. La noticia ocupaba tres de las seis columnas de la portada: “El Giro de Italia. Organizado por La Gazzetta dello Sport. 3.000 kilómetros y 25.000 liras en premios”. La gran prueba ciclista se disputaría en la primavera de 1909, con fechas indeterminadas, reglamento inexistente, financiación imaginada y recorrido improbable -porque anunciaba llegadas a Niza, Trento o Trieste, ciudades reclamadas por los italianos pero en manos de otros países-. Junto al anuncio, el director Costamagna escribió un artículo titulado “La ola invencible”: “El entusiasmo es como una ola marina elevada por el viento…”. Vamos, que no tenía ni la más remota idea de cómo iba a ser el Giro de Italia, pero él ya tocaba los violones, que era lo importante.
Italia vivía el furor del pedaleo. En 1909 se registraron alrededor de novecientas mil bicicletas, tres de cada cuatro en el norte industrializado y próspero. Muchos se desplazaban en bici a las fábricas, a los campos, a los recados por la ciudad. Fue el primer vehículo de masas de los italianos.
Al principio, como todos los inventos buenos, el ciclismo fue una cosa de señoritos. La primera competición por las rutas de Italia, la Florencia-Pistoia de 1870, la ganó un estadounidense de 16 años llamado Rynier Van Nest, un chaval regordete, con cara de pez luna, que pedaleaba sobre un velocípedo con rueda delantera algo más alta que la trasera, vestido con sombrero bombín, pantalones bombachos y botas de montar. Recorrió los 33 kilómetros en dos horas y cuarto, batió a un francés también afincado en la Toscana, recibió una medalla de oro y un revólver, y pasó a la historia del ciclismo, o al menos por aquí asoma. Los marquesitos y altos burgueses se encapricharon con aquel invento tan divertido, objeto estrella de las exposiciones industriales, internacionales y universales, y hacia 1890 cientos de distinguidos velocipedistas atropellaban perros y derribaban puestos de frutas por las calles de Milán. Las autoridades municipales los recluyeron en el parque Sempione, donde las señoritas pedaleaban dulce y los señoritos se desafiaban como gallos, dando vueltas por los senderos de grava, y vueltas y vueltas y más vueltas, hasta que a alguno lo seducía el vértigo de la transgresión y convocaba nada menos que una carrera por el exterior de las murallas para consagrar al gallo de todos los gallos. Ningún trofeo, medalla ni diploma resultaba más emocionante que la multa de un guardia urbano: era el certificado de rebeldía que sacaban del bolsillo de la chaqueta, desplegándolo poco a poco, en el aperitivo familiar del domingo.
Luego llegaron los pobres y le quitaron toda la gracia al asunto. Las marcas como Atala o Bianchi empezaron a fabricar bicicletas de buena calidad y mucho más baratas que las extranjeras, las pusieron al alcance de los ahorros obreros, y así se fueron animando ellos también, los proletarios, no solo a pedalear de madrugada hasta la fábrica, sino incluso a dar paseos por los parques, y a cosas peores, como a llevar información sobre ruedas de una barricada a otra, en esos jaleos tan desagradables que suelen montar los muertos de hambre en el centro de las más refinadas urbes. En 1895, más de seis mil milaneses tenían ya una bicicleta. En mayo de 1898, masas de obreros se manifestaron para protestar contra los sueldos de miseria y las subidas del pan. El general Bava Beccaris los disolvió con cargas de caballería, cañonazos a las barricadas y fusilería desde los tejados. Murieron 82 obreros a balazos. En aquellos días, una ordenanza prohibió el uso de “bicicletas, triciclos, tándems y similares en toda la provincia de Milán”, porque los revolucionarios pedaleaban veloces de un barrio a otro para pasarse las informaciones antes que el propio Ejército. Los socialistas organizaron escuadrillas de ciclistas mensajeros. Así que los militares mandaban al calabozo a cualquiera al que pillaran pedaleando. Y le serraban el manillar.
Cuando recuperaron la libertad, cientos de obreros volvieron a sus barrios arrastrando bicis lentas y descornadas.
“La bicicleta nació como anticaballo”, escribió el periodista Gianni Brera. Con aquel invento tan eficaz, los humanos se desplazaban veloces con su propia fuerza y descubrieron su vigor, se asombraron de sus capacidades, creyeron en sus posibilidades. “El anticaballo trajo profundas revoluciones en el mundo civil y seguramente despertó el ritmo somnoliento de nuestro pueblo (…). La difusión de la bicicleta coincidió con las primeras victorias sindicales de los pobres y con la evolución de un país agrícola a uno industrial”.
De ahí surgieron los ciclistas: “Los llamaban gigantes de la carretera pero eran hombrecillos desgraciados, enclenques, deformes. El ciclismo nació del impulso viajero de los pobres y de su deseo de venganza social. Los burgueses abandonaron las bicicletas que tanto les entusiasmaban, en cuanto se dieron cuenta de que ya pertenecían a todos y no servían para distinguirse. Descubrieron el motociclismo y el automovilismo, y dejaron la ebriedad del pedaleo a los más pobres”.
Una generación de adolescentes empezó a soñar con el ciclismo. Eran campesinos de cogote tostado, aprendices en talleres, peones en fábricas, todos condenados a partirse el lomo durante el resto de sus días, hasta que de pronto veían un relámpago de dinero y gloria en la carrera pueblerina del domingo. Se inscribían, a menudo a escondidas de sus familias, y peleaban por los premios con hambre atrasada: una copa, un reloj, una maquinilla de afeitar, unos embutidos, un sobre con un puñado de billetes. Competían, sobre todo, por sobresalir en aquellos pelotones comarcales y ganarse una plaza en el incipiente mundillo semiprofesional de Lombardía, Piamonte, Emilia y Toscana, donde algunos fabricantes ya ofrecían sus bicicletas y sus neumáticos a los mejores corredores, les pagaban los viajes y les prometían primas.
Si Maurice Garin, ganador del primer Tour de Francia en 1903, era un emigrante italiano deshollinador, Luigi Ganna, ganador del primer Giro en 1909, era un pobre albañil pobre. Noveno de diez hermanos, empezó a cargar ladrillos cuando todavía vestía calzones cortos, pero al menos tuvo la suerte de asistir dos años a la escuela: aprendió a escribir y no tuvo que marcar su nombre con una X en los puestos de control, como hacían tantos ciclistas. Desde su pueblo de la provincia de Varese, todas las madrugadas pedaleaba sesenta kilómetros para llegar antes del amanecer al Pontaccio, la calle de Milán por la que pasaban los capataces revisando la musculatura de los mozos, como en una feria de ganado, seleccionándolos para las obras. Sesenta kilómetros de pedaleo a la ida, diez horas trabajando en el andamio, sesenta kilómetros de pedaleo a la vuelta. El joven Ganna no iba a asustarse por una vuelta a Italia en bicicleta.
Esos mozos fueron los primeros héroes del ciclismo: el albañil Ganna; el cartero Rossignoli; el tipógrafo Galetti, que completaba el sueldo zambulléndose en los canales de Milán para atrapar las monedas que lanzaban los paseantes; el soldado Corlaita; el castrador de cerdos Dortignacq.
¿Y Gerbi, aquel diabólico Gerbi que entusiasmaba a los piamonteses? Ese bicho inquieto tuvo siete oficios hasta que encontró el suyo. A partir de los 11 años fue aprendiz de albañil, de sastre y de panadero, mozo de carga, peón en una fábrica de embutidos, recadista y, por fin, ayudante de mecánico en un taller ciclista. Allí le entró la fiebre de las dos ruedas. Cuentan que siempre pedaleaba vestido de rojo, que se metió con la bici a toda velocidad por el medio de una procesión y que el cura gritó:
—¡Adónde va ese diablo rojo!
Y que así nació su nombre de guerra. Quizá en aquella época Gerbi combinaba camisetas de lana de distintos colores, pero siempre le gustó alimentar su propia leyenda, así que en adelante decidió vestir siempre de rojo, de la cabeza a los pies, con gorra roja, camiseta roja, calzones rojos, medias rojas y botas rojas. El público lo reconocía a lo lejos. Era un grandullón de cabeza rapada, mandíbula fuerte y gesto malhumorado que a veces se arrugaba en un amago de sonrisa aún más amenazante. Era un hombre obsesionado por la victoria, con más imaginación que escrúpulos, de manera que no solo desplegó su talento para las trampas sino también para la evolución del ciclismo: fue el primero en depilarse las piernas para recibir masajes y el primero en rasurarse el cráneo para ser más aerodinámico en el velódromo, el primero en probar tubulares ligeros en lugar de cubiertas con cámara de aire, en negociar contratos con patrocinadores, estudiar los recorridos de manera obsesiva y probar métodos revolucionarios de entrenamiento, como las repeticiones de escaladas breves pero muy intensas, los circuitos cronometrados para medir las mejoras y dicen que hasta el pedaleo arrastrando ladrillos, pero vaya usted a saber. Desde muy joven se hinchó a ganar carreras regionales y se hizo célebre en todo el Piamonte, y luego en media Italia, porque siempre vencía de las maneras más peculiares, a veces incluso de manera limpia. En 1902, a los 17 años, ganó la Milán-Turín con tanta ventaja que los organizadores ni siquiera habían colgado aún la pancarta de meta. A los 19 años participó en el segundo Tour de Francia. Durante la segunda etapa, en el paso nocturno por el col de la République, doscientos aficionados dejaron pasar a su paisano Faure y luego se abalanzaron sobre el pelotón para detener su marcha. Hubo empujones, bastonazos, pedradas, policías que dispararon al aire y, al final, una alfombra de ciclistas despatarrados. Entre ellos estaba Garin, ganador del primer Tour, con una mano bañada en sangre, y Gerbi, noqueado, que ya solo pudo levantarse para ir al hospital y a la estación de tren. Los periódicos italianos airearon la vil agresión franchute y el joven héroe Gerbi volvió a casa convertido en mártir nacional. Luego se llevó dos veces la Copa del Rey, los primeros tres Giros del Piamonte, la Milán-Alessandria, la copa Savona, y en 1905, a los 20 años, ganó la primera edición del Giro de Lombardía exhibiendo sus mayores virtudes: mucho fondo, un análisis minucioso del itinerario y una imaginación desbordada para la picaresca. Aquel día, cuando se levantó de la cama y vio que diluviaba, supo dónde daría el golpe de mano: en el paso por las calles embarradas de Lodi. Se metió entre los raíles del tranvía, porque tenía estudiado que allí las traviesas estaban bien enterradas y se podía pedalear sobre un firme más compacto que el lodazal urbano. Los rivales, atentos a las jugarretas de Gerbi, saltaron al interior de los raíles y se le pusieron a rueda. Gerbi aceleró a fondo y todos le siguieron en fila india, cruzando la ciudad por el interior de los raíles del tranvía, pedaleando a todo gas, con la cabeza metida en el manillar. De repente, Gerbi dio un saltito al costado y se salió de los raíles. El segundo de la fila, su eterno rival Giovanni Cuniolo, se encontró de frente con el desdoblamiento de la línea. Chocó contra los raíles que emergían del suelo, voló por los aires y detrás cayeron todos los favoritos. Gerbi siguió solo hasta la meta. Llegó con media hora de ventaja, se bañó en una tinaja de agua caliente, se vistió un traje limpio y se puso en la línea de meta para aplaudir la llegada de sus derrotados rivales con una sonrisilla. Cuniolo intentó darle un bofetón, pero ya no tenía reflejos.
Y Cuniolo no era cualquiera repartiendo: lo llamaban Manina (“manita”), por su costumbre de abrirse paso en los sprints a base de puñetazos.
Tampoco debemos pensar que Gerbi estuviera dispuesto a cometer cualquier trampa con tal de conseguir un triunfo: a veces cometía cualquier trampa con tal de que el triunfo lo consiguiera otro dispuesto a pagarle. Ocurrió por ejemplo en la primera edición de la Milán-Sanremo, en 1907. Gerbi llegó al último kilómetro con otros dos ciclistas: Gustave Garrigou, francés del equipo Peugeot, y Lucien Petit-Breton, francés pero compañero de Gerbi en el equipo Bianchi. El Diablo Rojo, que había pedaleado en solitario durante varias horas, sabía que no tenía ninguna opción de ganar al sprint contra aquellos dos galgos. Pero también sabía que el ganador podía elegirlo él. Cuando los dos franceses se lanzaron a por la pancarta de meta, Gerbi se agarró con todas sus fuerzas al maillot de lana de Garrigou, le echó la mano al cuello, lo desvió hacia la acera y no lo soltó hasta que su compañero Petit-Breton ya cruzaba la meta con la mano en alto. Gerbi entró segundo. Garrigou se volvió loco, corrió furioso a la mesa de los jueces, pidió a gritos la descalificación del piamontés: la consiguió. Los jueces otorgaron la segunda plaza a Garrigou y retrocedieron a la tercera a Gerbi, que se marchó sonriente, pedaleando suave hacia el hotel, donde compartió la mitad de los premios con su colega Petit-Breton.
Gerbi tuvo suerte. Lo que tuvo, en realidad, fue una muchedumbre de seguidores tan amenazantes como para que la Unión Velocipédica Italiana redujera la sanción de dos años que le había impuesto tras el escándalo del Giro de Lombardía en noviembre de 1907 (el de las trampas con el paso a nivel, los relevistas compinchados y la siembra de clavos). Gerbi tuvo suerte porque le rebajaron la sanción a seis meses y así pudo participar en la primera edición del Giro de Italia, que empezó el 13 de junio de 1909. Pero fue una suerte rara. Una de esas suertes aparentes que te conceden los dioses para luego castigarte con una crueldad refinada: en el Giro, Gerbi sufrió desastres desde el primer momento, desastres sin respiro, desastres hasta que se retiró desesperado.
El primer Giro de Italia empezó a las 2:53 de la madrugada en la plaza Loreto, un gran espacio desangelado en las afueras de Milán, con 127 participantes que se lanzaron a las tinieblas. Gerbi partía como uno de los grandes favoritos, enrolado en el poderoso equipo Bianchi, pero en el primer kilómetro se fue al suelo. Dicen que pilló un socavón en la oscuridad, o que se le cruzó un niño, o que se cayó durante una discusión en marcha con un panadero tramposo, que iba en bici anunciando y cobrando focaccias y que a él le entregó un pan vulgar. Causas confusas, consecuencias rotundas: Gerbi partió la horquilla del cuadro.
El reglamento prohibía cambiar de bicicleta. De hecho, durante décadas, la inscripción ritual de los ciclistas en la víspera del Giro se llamó punzonatura: además de verificar sus licencias, apuntar sus nombres y entregarles el dorsal, les grababan una marca en el cuadro con un punzón para impedir que lo cambiaran. Si alguien sufría una avería, tenía que repararla o retirarse. Así que Gerbi se echó la bici al hombro y retrocedió un par de kilómetros caminando hacia el centro de Milán, hasta la calle de los Abruzzi, donde estaba la sede de la Bianchi. Con la persiana cerrada a esas horas de la madrugada, por supuesto. Alguien corrió a casa del mecánico, lo sacó de la cama y lo arrastró al taller para que ayudara a Gerbi a soldar un nuevo tubo de acero. Entre unas cosas y otras, Gerbi salió de Milán al amanecer, con tres horas de retraso.
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Autor: Ander Izagirre. Título: Cómo ganar el Giro bebiendo sangre de buey. Editorial: Libros del K.O. Venta: Todostuslibros y la página web de la editorial
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