En cuanto pisé la Puerta del Sol, aquella mediatarde de mayo de la que se cumple una década, sentí que debía corresponder al contagioso optimismo que se respiraba entre aquellos chamizos armados con cartones y lonas, tan improvisados y perentorios pero tan alegres que te arrancaban de inmediato las ganas de arremangarte y de ponerte a asegurar aquel toldo díscolo o de plantar esta otra desgalichada tienduca. Me hallaba en medio de una romería pagana a la que cualquiera estaba convidado con tal de que no hiciese demasiados ascos ni frunciese el ceño por nada, porque se trataba de eso, de compartir el convencimiento de que los españoles podíamos —y debíamos— tomar otro camino para tornar nuestra sociedad más habitable; en fin, para procurarle un futuro del que parecía carecer. Luego, ya hemos visto como aquellas aspiraciones de puro usufructuarlas para pavonearse por los mullidos salones del poder se convirtieron en una grotesca pantomima, que si no nos resulta tan solo patética es porque sus fachendosos actores nos han sublevado aquella ingenua indignación que dijeron defender.
Pero cuando aún el desengaño no había ajado aquella entusiasta impresión que me produjo el 15-M, y perseveraba en mi propósito de homenajearlo de la manera más cumplida que sabía —escribiendo una novela donde aconteciese como una revelación—, permanecía expectante, silencioso y, a veces, hasta híspido de espíritu, pero sin poder escribir más allá de algo absolutamente novedoso para mí: el título.
Jamás había escrito el título de mis anteriores novelas hasta bien avanzada su trama; esta vez fue al contrario, quizá por la inquietud de aquella espera de Moisesín —bueno, entonces ni siquiera tenía cuerpo; menos aún, nombre—, o quizá porque apenas evocaba los días previos al 15-M se me dibujaba una España invertebrada al modo orteguiano; así que el relato se llamaría Los invertebrados. Era un buen título por breve y certero. En tanto, transcurrieron siete, tal vez ocho meses, hasta que una noche, en la barra de un bar cualquiera, me hallé ante un tipo que por sus hechuras era toda una iluminación: bajito, cabezorro, arriscado y, por supuesto, enrolado corajudamente en todas las causas perdidas del mundo; ese era mi anhelado protagonista. Ya solo debía absorber tanto como pudiese sus gestos y sus resabios para que luego cobrasen el suficiente brío en mi interior, pues solo así me conduciría por una peripecia que entonces me era absolutamente ignota, salvo en el papel balsámico que jugaría el 15-M.
Y en efecto, él fue quien —tras asentarse en mi mente ya como Moisés Marmelo, gallego de un concejo de Lugo; madrileño como casi todos: por oficio y ganas de disfrutar— me dijo que acababa de salir del Hospital de la Princesa la semana anterior al 15-M, cuando se encontró con que aquella extraña agencia —en realidad, de extraña nada; solo para quien no quisiese indagar demasiado como él, mientras le fueron apoquinando el parné— había sido desmantelada porque la oposición de un ayuntamiento de la sierra madrileña había tirado de la manta, y la hedentina a chanchullo había llegado hasta las puertas de los juzgados.
—Y luego, ¿qué? —le pregunté amoscado.
—Luego me sucedió lo que te voy a contar hasta que acabé refugiado en la Puerta del Sol.
La verdad, solo tuve que transcribir cuanto me iba dictando y descubrir que le venía como un guante el formidable tono burlón de nuestra picaresca. Más o menos así, y con algún que otro amigo que le presenté en los momentos cuando Moisés dudaba por dónde proseguir, escribí Los invertebrados.
—————————
Autor: Gastón Segura. Título: Los invertebrados. Editorial: Drácena. Venta: Todostuslibros y Amazon.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: