De un salto, Federico García Lorca abandonó el puente del transatlántico Olimpic para poner los dos pies en el puerto de Nueva York. Tras un ajetreado viaje desde Southampton, el poeta elevaba la vista hacia la incipiente masa de rascacielos neoyorquinos. Desconocemos si en ese momento se topó por primera vez con las famosas cuatro columnas de cieno que ilustran uno de sus poemas más ingeniosos, pero sí sabemos que a partir de entonces Lorca se vería engullido por una ciudad que acabó por asquearlo, que le repugnó hasta límites que nunca llegó a imaginar. Paradójicamente, ese choque trajo consigo una fecunda creatividad, y tras ella uno de los poemarios más extraordinarios de la literatura universal: Poeta en Nueva York. Se percibe ese desasosiego lorquiano en aquellos versos: la deshumanizada industria americana, la muerte y el miedo asociados al ultraliberalismo del crac, el hambre y la precariedad unidos al lujo y el fasto en la ciudad de los contrastes. Al llegar a Cuba, meses más tarde, Lorca sintió que huía de un agujero infecto.
Cabe pensar en lo distinta que es aquella percepción lorquiana de la fascinación ridícula que la ciudad norteamericana genera en la Europa decadente que hoy nos cobija. Sólo hay que ver cómo se pasean por allí políticos de todo signo, haciéndonos creer que los problemas en materia de igualdad de género o los bloqueos económicos del país dependen de cuatro reuniones con funcionarios estadounidenses de tercera división. Nada de eso. La única misión que persiguen es mostrarle al españolito cosmopaleto que nuestra Españita tiene repercusión en ese mundo futurista y anhelado, que la Arcadia del siglo XXI les hace un hueco a nuestros alcaldes y ministros: fíjate qué influyentes son esos a los que votamos, que se pasean por una película de Woody Allen. Faltan las calabazas de Annie Hall para dejar anestesiado por completo al votante.
En fin, vivimos en el mundo de la imagen, de la apariencia. Tanto da si nuestro futuro no pinta un carajo allí donde deben importar las cosas, lo necesario es proyectar esa imagen de consideración global en el extranjero sobre el paisano que dentro de unos cuantos meses introducirá el sobrecito en la urna. El asesor político de turno tiene muy localizado a ese hombre de Cuenca o de Segovia que le hace más caso a la columna que una vez al año escribe sobre España un redactor semianalfabeto del Washington Post que a lo que realmente ocurre al otro lado de la calle. Tiene muy localizado al modernito woke de Malasaña o de Gràcia a los que les bastará una palabra del New Yorker para sanar sus turbias conciencias. Mi consejo en este punto es que no se dejen engañar por los tambores neoyorquinos, como no se dejó engañar Lorca, y hagan caso a lo que hizo caso el poeta: a la tierra, a la cotidianeidad de nuestro mundo. Los problemas están aquí, en el barrio, en el campo, en el pueblo, a dos metros de su casa. Dejémosles Nueva York a los poetas.
Antisistema, admiradores de Irán, Venezuela, Rusia, Cuba y denostadores de todo lo Occidental en general y de lo Usa en particular. Pero si tienen que viajar para hacer turismo, a costa del erario público, eso si, hacer compritas, lucir vestiditos y reirse, reirse mucho, no se sabe de quien (o si que lo sabemos), se viaja a New York, sede central del tan odiado Imperio, para los adláteres de izquierdas. La oculta y real admiración que sienten por esa ciudad y ese país es inconmensurable. Los anticonsumo adoran la meca del consumo. Pero a la hora de querer cambiar un país como España, su modelo es Cuba o Corea del Norte, pero no para ellos sino para los demás. Ancha es Castilla… y largo el bolsillo del erario, el bolsillo de todos, que paga los dispendios de esta ralea.
Admito que una respuesta Al articulo muy acertada. Prueba de que en esta vida todos somos poetas.
Gracias. Es que estamos todos hasta las gónadas másculinas y femeninas de los indignaditos de diseño y de su mundo utópico de fresa y nata.
Do you like me?
-Yes, and you?
-Yes, yes.