Un caballero a la deriva, de Herbert Clyde Lewis (Periférica, 2023) parte de una premisa: una persona que siempre hace lo que tiene que hacer es una persona aburrida. Por este motivo, y en el primer capítulo, Lewis lanza a su protagonista al agua. Se llama Henry Preston Standish y es neoyorkino, mide 1,74 metros, pesa 66 kilos, está casado y tiene 35 años. Cae de cabeza al océano Pacífico desde el Arabella, un barco que navega entre Hawái y Panamá. Lewis lo lanza para comprobar que es un «hombre flotante» y que así, flotando, y a la deriva, no podría suicidarse.
La novela comienza con un chapuzón. El protagonista da un mal paso cuando pretendía acercarse a la superficie del mar: «el lugar elegido esa mañana era muy ingenioso. Era una abertura en el casco del Arabella […] donde más cerca se estaba del mar. Allí abajo, a menos de cinco metros, estaba el océano Pacífico […] Estuvo allí un buen rato, respirando despacio el suave aire e intentando seguir con mirada alerta la imperceptible fusión de la noche con el día». Al incorporarse, su pie derecho pisó una mancha de grasa que hizo del suelo algo tan resbaladizo como el hielo. ¡Hombre al agua! El lector empieza a sufrir. Sobre todo, cuando escucha en su imaginación el grito de Standish: «¡Hombre al agua!». Nadie le escucha. El Arabella se aleja y la resistencia física de un hombre de 35 años empieza a jugar. No obstante, Standish recuerda que era un «hombre flotante». Ese dato calma al lector. Por lo menos, Standish no se ahogará delante de nuestros ojos porque el narrador nos había contado cómo un socorrista, años antes, le había dicho al protagonista que las personas se dividían en dos: flotantes y no flotantes. Y que Standish era flotante: «Sabía extender los brazos, estirar los pies hacia delante y, tendido boca arriba, arquear la espalda. De ese modo, si mantenía los pulmones llenos de aire, y lo soltaba en soplidos rápidos y bien medidos, podría flotar indefinidamente sin gran esfuerzo».
Nos quedamos tranquilos, pero el desasosiego no tarda en aparecer. El ambiente creado por el narrador trae a nuestra imaginación los tiburones, aunque el Arabella navegaba por aguas cálidas, donde no había tiburones. Los tiburones aparecen, entonces, entre el pasaje del barco. De hecho, entre ese hatajo de secundarios se encuentra, por ejemplo, un matrimonio algo rancio, el de los señores Brown. Mentirán cuando se les pregunte si habían visto a Standish: «creo que lo vimos hace un rato en la biblioteca». Y el capitán Bell no quiere creer que Standish había desaparecido porque suponía una auténtica molestia que le molestasen con eso.
La indiferencia ante el suceso de la desaparición de algunos de los personajes del Arabella nos recuerda a lo que Moravia escribe en Los indiferentes (Debolsillo, 2016). Lewis, al igual que Moravia, realizará una soterrada crítica a esa clase social estadounidense prepotente y hueca de los años 30, como hace Moravia, de manera más feroz, con la italiana del mismo periodo. La italiana llevará el fascismo al poder y la americana participará en la Segunda Guerra Mundial.
La personalidad de Standish se cincela con lúcidas etopeyas. Nuestra imaginación queda satisfecha, por ejemplo, cuando se avergüenza de la situación en la que está, e imagina la molestia que supondrá para los demás su desaparición. Y cuando revela que prefiere ahogarse antes que le encuentren en ropa interior: «El sentido de la decencia de un hombre era tan importante como su vida». ¿Qué pensarían de un hombre que había utilizado sus calcetines desgarrados para colocárselos en la cabeza y protegerse del sol?
Standish no contempla ahogarse, ni suicidarse. Se ensimisma en sus pensamientos y elucubra lo que estaría sucediendo en el barco, qué pensarían, qué harían mientras él flotaba. La capacidad de Lewis para dividir la novela en dos planos de ficción es otro recurso genial: por un lado, el presente de Standish y por otro, los pensamientos en chorro —como diría Cassany— que tiene el protagonista en torno a los pasajeros, su familia y su vida pasada. Esa ambivalencia está muy bien construida. De hecho, tan embelesado queda el lector que será necesario que nos despierte con una especie de bofetada para saber dónde seguía Standish: en el agua.
El tiempo transcurre sin reloj. A Standish se le paró cuando cayó al agua. Su reloj sería el tamaño del Arabella en el horizonte. Cuanto más pequeño, más horas han transcurrido. Simple. Lewis solapa el tiempo al espacio integrándolo en la silueta del barco, hasta que este se convierte en un puntito: «De hecho, lo único que vio fue el imparable movimiento del implacable mar, y el Arabella, un puntito en el horizonte».
Conforme avanza la novela Standish ve posible ahogarse, pero recuerda una ley en la que siempre creyó como hombre honrado que era, la ley de la compensación: una buena acción por otra buena acción. En el barco, mientras tanto, piensan que Standish ha intentado suicidarse. El capitán Bell duda, de hecho, si debe dar la vuelta para rescatarlo. El narrador, hacia el final, empezará a ofrecernos todos ingredientes para que imaginemos cuál será el final, pero el desenlace probará nuestra imaginación. ¿Sobrevivirá nuestro hombre flotante a la llegada de las parcas? La realidad siempre supera a la ficción.
Un caballero a la deriva es una joya de la literatura que ha salido a flote.
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Autor: Herbert Clyde Lewis. Traductora: Ángeles de los Santos. Título: Un caballero a la deriva. Editorial: Periférica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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