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Compadres, un cuento de Manuel Soler

Quizá son dos los aspectos que más sorprenden de nuestro relato del mes de octubre: por un lado —a todas luces—, su trabajo con el tono del narrador en primera persona, sus diálogos casi fundidos en el monólogo, su voz coloquial, canalla, propia del realismo sucio; y, por otro, en una nada habitual combinación, su coqueteo apenas sugerido con el género fantástico. El resultado no defraudará a nadie.

También su autor, Manuel Soler, al igual que sus personajes, esconde cosas que se resiste a revelar. Durante el día es profesor de Ingeniería Aeroespacial en la Universidad Carlos III y ha publicado el libro Fundamentals of Aerospace Engineering. Cuando cae la noche, frecuenta la Escuela de Imaginadores y escribe ficción. En ninguno de los dos ámbitos confesaría su otra vida.

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Compadres

Estoy aquí con el Trompas, qué hijo puta el Trompeti, aplastados como colillas los dos en las escaleras del parque de la plaza toros. Nos estamos comiendo unas bravas y el muy cabrón no atina con el tenedor en el cucurucho de papas. ¿Has oído eso?, le pregunto. Me mira con unos goterones rojos que le borbotean en la boca. Y no dice nada. Joder, Trompeti, pienso, pareces un puto asno comiendo alfalfa de un pesebre. Sigo recreando ese trueno en mi cerebro. No era el mugido de auxilio de una de las vaquillas del encierro, era algo más bestia, más parecido al rugido de un león. Entonces Trompeti reacciona y me dice que se le está bajando el pedo, será cabrón, que si pillamos unos carajillos en el Garlae y nos subimos de empalmada a la ermita. Hostia puta, es verdad, me digo, hoy es el día de la Virgen, quince de agosto.

La subida a la ermita era una de esas tradiciones familiares. Había que levantarse bien pronto, vestirse de baturro y marchar en romería cargados de roscones de anís. Papá solía subir con el tío Luis y el tío Rafa, siempre con la cámara de vídeo aficionado colgada de un hombro y la bota vino de bandolera, mientras mi hermano y yo correteábamos la fila de arriba abajo con las primas Eli y Susi y el cabrón de Luisito. Y papá nos gritaba, eh, chavalada, y se metía los dos dedos en la boca para silbarnos como si fuésemos su rebaño, venid y amorraos aquí. Su chuflido sonaba a corneta y nosotros bien pitos que íbamos. Entonces desenfundaba la bota y nos echaba un chorro vino en los morros. El muy cabrón siempre nos acababa regando la nariz. A ver si aprendís, decía. Y mamá y la tía Tere empezaban a gritar que si no tienen edad, que si van a hacerse alcohólicos por tu culpa, que si esto y lo otro, hasta que se cansaban y, con un gesto, lo mandaban todo a tomar por culo. Después de pasar todo el día en la ermita, de jartarnos a tortilla patata y a roscón de anís, papá tenía por costumbre invitar a toda la familia a casa a merendar y a ver sus vídeos de aficionado. Chiqui, me decía, ve a bajar las persianas, anda. Y se sentaba en su butaca, cerca del reproductor, con varias cintas de vídeo, el mando en la mano y su bota vino, siempre con su inseparable bota. Él decía que era el estómago de una vaca recubierto de piel.

El paso de los años hizo que muchas cosas cambiaran. Prácticamente todo, menos la subida a la ermita. Recuerdo el año que cumplí catorce. Habíamos creado la peña, El Garufo se llamaba, y el local, que olía a rata muerta, nos lo había dejado precisamente el padre del Trompas. Tú sal, me dijo papá desde su butaca, tira para la peña, arrímate a la zagala que te guste, bébete un par de cubalibres en la verbena, como si quieres ir a los encierros. Haz lo que te dé la real gana, me insistió mientras yo me mantenía en la puerta del salón masticando algo, un chicle o un regaliz de palo. Pero el día del patrón, hizo una pausa para hacer su silbido de cabrero, ese día te quiero como un sereno aquí, ¿entendido? Yo dije que sí con la cabeza, todavía sentía el resonar del chuflido. Subirás con tu padre, con mamá, tu hermano, tus primos y primas y los tíos. Y luego merendaremos en casa, como siempre, y os pondré alguno de mis vídeos. Claro que sí, papá, acerté a decir. Así me gusta, recuerdo que me contestó orgulloso, pásalo bien.

El pacto fue cojonudo, desde los catorce tuve total libertad en la semana de fiestas; podía salir, empalmar, lo que fuera, con tal de cumplir el día de la ermita. Lo mismo les ocurrió a mis primos, a Eli la gótica, a Susi la lesbi y al cabrón de Luisito. Supongo que llegarían a tratos similares con mis tíos. Y, de esa manera, se consiguió mantener la tradición familiar.

Hasta hace dos años.

Os voy a poner una joyita, nos dijo papá desde su trono. Yo acababa de echar las persianas. Y es en ese momento cuando él se lanza una chorrada vino a la boca, qué arte tenía el cabrón, había que verlo, apunta con el mando y pone el vídeo. Ahí debías de tener dos años, dos años y pico, dice. Mira, mira, mirad todos.

 

Recuerdo ese último vídeo precisamente ahora porque el Trompas me acaba de dejar hecho mierda. Él dale que te pego con el carajillo en el Garlae, con ir pa las ferias a pillar algo y subir a la ermita de empalmada. Y yo, na, marcho pa casa, tío. Que sí, co, me dice limpiándose la cara con la manga, nos acercamos a la caravana del Willy y picamos en la puerta. Willy el tuerto llevaba la caseta tiro. Lo llamábamos así porque tenía una canica cristal en el ojo derecho, se lo habían volado de un perdigonazo. Qué dices, Trompas, estás pirado o qué, le digo, ya te he dicho que yo marcho pa casa. Además, añado, me da mal rollo después de lo que pasó el año pasado con esa piba. ¿A ti no o qué?, le pregunto. Y me levanto y le tiendo la mano para ayudarle a levantarse. Sin embargo, él mete la cabeza entre los muslos y grita con todas sus putas fuerzas. Hay que joderse, vas a conseguir que vengas los picoletos, le digo cuando acaba. Pero él levanta la cabeza y me mira con los mofletes hirviendo. Me dice que ayer noche, antes de salir, le llamó su madre desde el hospi. Hostia, pienso, mientras observo cómo trata de calmar su pecho de toro picado. Estaban esperando, me dice algo entrecortado y se señala con su dedo de borracho. Retiro la mano mientras le dejo espacio para que acabe la frase. Estaban, o están, no lo sé, dice, estaban esperándome para poder sedar a mi viejo.

 

Un niño corre con los brazos rectos y la cabeza echada para atrás. La imagen tiene ese traqueteo de los trenes nocturnos. Esa lentitud. No me acabo de reconocer. El suelo es de tierra, está lleno de mesas y sillas, se ven las piernas de gente que toma algo. Y está repleto de trocitos de patata, servilletas y algún hueso de oliva. Hay cientos de palomas picoteando los restos. Ese niño las persigue como si fuese a tropezar a cada paso. Mírate que mono estás, me dice mamá, cuando la cámara enfoca al niño desde lejos. Entonces asumo que sí, que soy yo. Me acerco a una paloma y esta acelera su andar. Me acerco más, incluso intento cogerla con las dos manos, pero se me escurre y vuela dos metros más allá de un saltito. Pop-pop, como si fuese una palomita de maíz. Cambio de dirección y me acerco a otra, que también acaba por huir. Insisto aquí y allí, son como cincuenta o cien palomas, una detrás de otra, siempre el mismo resultado. Pero yo sigo insistiendo. Papá, desde su butaca, rebobina atrás y adelante, acelera la imagen. Mi miniyo de hace veintitantos años se parece a uno de esos personajes de Chaplin que tanto le gustaban. Entonces papá para el vídeo apuntando firme con el mando. Qué, chavalote, me dice dándome un zarpazo en la espalda, ¿crees que acabas cazando alguna o no? Pues claro, le contesto, yo siempre fui un cazador infalible. Él se parte la caja. Veamos, dice, y apunta con el mando para reanudar la reproducción. Pasan unos segundos y me lanzo a por una paloma, como si dijese, ven aquí, jodida, pero acabo empotrado de morros contra el bordillo. Ay, dios, se escucha en el vídeo, que se ha matao. Se ve como la gente se levanta de sus sillas para ayudarme y cómo mamá y la tía Tere entran en la escena corriendo para socorrerme. En el salón de casa, el cabrón de Luisito no para de partirse la polla. Vaya gilipollez, suelta Eli cruzándose de brazos.

Ese fue el último año que papá actuó dirigiendo la orquesta desde su butaca con su bota vino colgada del pecho y el mando en la mano. Pronto llegaría la primavera, la visita a mis abuelos en el pueblo, sufriríamos el accidente con el coche, y todo se iría a tomar por culo. Con este, ya son dos años sin subir a la ermita. Joder, nunca creí que lo echaría de menos.

 

Vaya mierda, Trompas, le digo, ya lo siento, tío. Pero él sigue señalándose el pecho con el dedo índice. Se punzonea el corazón con rabia, como si gritase ¡a mí! ¡Esperándome a mí! Pero lo único que consigue es condecorarse con salsa brava. Ya sabes, le digo mientras me aguanto la risa, lo siento por lo de tu viejo. Él me mira y asiente sin decir nada. ¿Quieres que vayamos al hospital? Va, que te acompaño. Niega con la cabeza. Vamos al Garlae, insiste, pillamos unos carajillos y nos subimos de empalmada a la ermita. Hay que joderse, Trompeti, ¿algún día dejarás de ser tan cabezón? Cuando se lo pregunto lo barro de arriba abajo, está flaco el cabrón como un fideo, la mano le tiembla al tratar de sacar un cigarro de la cajetilla. No puedes dejarlo tirado, me digo. Hoy no.

Co, Pelu, me dice el Trompas mientras me lanza un puño en el hombro, gírate y mira quién está ahí.

Como a unos veinte o treinta metros, apoyado en la pared, está Willy el tuerto. Sus zapatos están llenos de polvo. Será la tierra del escampado de las ferias, pienso, habrá venido caminando con su pachorra de enterrador, arrastrando los pies igual que lo hace en la caseta tiro. Ahí está el compadre, fumándose un piti con otro gitano que lleva pitones de oro al cuello. Vamos a pillarle algo, co, me dice mientras me alarga la cajetilla. Ni de coña, Trompas, le corto mientras le cojo el cigarro. Me guiña el ojo y me dice que tiene buen material. Me giro para mirar a Willy el tuerto y su compadre, apoyados los dos en la pared, charlando como si fuesen confidentes. Qué quieres, le digo al Trompas, ¿que nos destripe como hizo con la piba esa el año pasado?. Coge el mechero, me dice extendiéndome la mano, no me seas cenizo. Sabes de sobra que el tío Willy es inocente. Lo pienso y sé que, lo más probable, es que Trompeti tenga razón. Recuerdo la tele, los periódicos comarcales, recuerdo que pillaron a Willy el tuerto y lo interrogaron como sospechoso, y que el muy cabrón se sacó una coartada de la manga. ¿Sabes lo que creo yo?, me pregunta Trompeti, y yo abro las manos para responderle. Fijo que fue un león que se escapó del circo. ¿No fue eso lo que dijo la poli? Vuelvo a pensar en las noticias de aquellos días, en el run run del pueblo, revivo todo aquello durante unos segundos. No exactamente, le digo, no quedó claro el tema, pero ya qué más da. Y tú, Trompeti, ¿no me dijiste que lo habías dejado?

Lo he intentado, te lo juro, co, pero me han faltado cojones. Eso me dice cuando otro sonido lo inunda todo. De nuevo, algo parecido a un rugido. Se escucha justo cuando el puto sol empieza a despuntar. Lo siento como una hostia bien dada en toda la jeta. Trompas, tío, no me jodas y dime que tampoco lo has escuchado ahora. Asiente mientras da una calada tembloroso. Viene de ahí abajo, señala hacia la tapia donde están Willy el tuerto y su compadre, de la explanada de las ferias. Será un oso o un león de esos enjaulados que tienen en el circo. Me lo dice y el muy cabrón se parte la polla. Déjate de gilipolleces, le digo.

Pero Trompeti insiste, me dice que está pensando subir al Proyecto este mismo lunes. Se lo ha recomendado Jonás y también Fosforito. Y funciona, según le han dicho. Son dos días por semana, lunes y jueves, me dice haciendo un dos con los dedos. Llegas, te pinchan para ver que estás limpio, y luego hay sesión de loqueros, rollo todos en un corro. Yo escucho atento, no es la primera vez que dice que lo va a dejar, pero nunca lo escuché así, tan serio. Hoy es el último día que pillo, te lo juro como que me llamo Trompas. A partir del lunes, limpio de alcohol, de pollos y de tragaperras. Se lleva dos dedos a la boca y se los besa, como si sellase un pacto consigo mismo. Vale, tío, te creo, le digo, ojalá esta vez sí tengas cojones.

¿Me acompañarás?, me pregunta.

Trato de esquivar la preguntita mientras apuro el piti. ¿Yo? ¿Qué cojones pinto yo ahí?, me digo. Por lo visto, según me va contando Trompeti, tienen que ir acompañados de alguien cercano, pareja, familiar o un buen compadre. Es condición para entrar en la clínica, tener a alguien a tu lado que escuche contigo, una especie de diablo vestido de blanco en tu hombro izquierdo. Trompeti tira su colilla en el suelo, la aplasta con un pisotón de ternero, y de un salto se desliza escaleras abajo. Yo sigo preguntándomelo, ¿por qué yo, Trompas?, y miro cómo se dirige hacia la pared donde están Willy el tuerto y su compadre. Va ligero el muy cabrón, parece una pluma, como si no se hubiese metido entre pecho y espalda cinco litros de calimocho, una botella güisqui y vete tú a saber qué.

 

Sigo con la mirada a Trompeti, que camina de ida hacia su propio infierno, y no puedo evitar pensar en su viejo, el Miguelón, lo visualizo agonizando en un cama rodeado de cables y pitidos, esperando poder despedirse de su hijo, y me acuerdo del olor a rata muerta de su local, de su sonrisilla de borrachín en las merendolas de cumpleaños del Trompas. Pienso también en papá, en aquel día que íbamos en el coche hace casi dos años, en cómo una visión desafortunada, o simplemente un golpe de mala suerte puede emponzoñarlo todo. Y me digo que mejor así, mejor morir, descomponerse y a tomar por culo todo. Mejor eso que dejar de ser uno mismo. ¿No crees, papá?, pregunto al aire y en voz alta.

Aquella tarde volvíamos de visitar a los abuelos por la comarcal. Cuarenta y tres kilómetros de curvas y terraplenes. Íbamos los cuatro: mi hermano y yo, detrás; mamá, conduciendo; y papá, de copiloto, grabando con su cámara por la ventanilla. Yo debía de ir dormido porque no recuerdo nada, solo gritos y más gritos y, después de salir del coche, ver aquella casquería y a papá totalmente ido de sí.

Sentí curiosidad por el vídeo unas semanas después. Papá ya no era papá, no sé si me explico, es como si plantas un colchón de matrimonio en todo el medio del pasillo. No se levantaba del sofá, siempre con las persianas bajadas y el televisor apagado. No se iba a cuidar a sus cabras, la mitad murieron de sed, qué puto desastre. Ni siquiera volvió a coger la cámara, ni ver uno de sus vídeos. Tampoco el último. Y, una noche, la primera vez que papá desapareció, me dije, qué cojones está pasando aquí. Así que abrí el cajón donde mamá había guardado la cámara, saqué la cinta y, sentado en la butaca de papá, me vi el vídeo.

La imagen avanza a la velocidad del coche, campos recién arados, con un marrón seco, las piedras y los arbustos típicos del monte, y la madriguera de algún bicho. Es la visión de la ventanilla del copiloto, un paisaje monótono. Se sienten los baches, las curvas e incluso el mareo ese de helicóptero que te entra cuando te echas con dos o tres copas a sobar. Así durante los primeros dieciséis minutos. ¡Ojo! ¡Cuidado!, se escucha de repente. La imagen cabecea hacia el suelo y muestra la alfombrilla y las botas de mi padre. Ojo qué, Ramón, déjame en paz, dice mamá. ¡Ojo con el cambio rasante! ¡Ojo camión!, sigue papá. Hay un sonido metálico que viene y se va y, a la par, se escucha el chillido de unos frenos. La imagen da una sacudida y todo se pone del revés. Se pueden contar dos vueltas de campana. Joder, vaya puto hostión, me digo mientras sigo viendo el vídeo. Ay, que los he matado, se escucha lloriquear a mamá; ayayayai, chicos, por dios, ay, decid algo. Durante medio minuto solo se escuchan los ayayayais de mamá. Mari, coño, cálmate de una puta vez, le dice papá. Por atrás, ¿estáis bien?, pregunta. Y entonces se nos escucha, tanto a mi hermano como a mí, decir sí, sí, bien. Es curioso, pero lo cierto es que no recuerdo nada de eso. Entonces la cámara vuelve a dar vueltas, se escuchan ruidos, el cierre de una puerta, y, de repente, se puede ver en la pantalla la imagen de nuestro coche hecho ferralla. Una puta caja cerillas empaquetada y lista para el desguace. La cámara avanza, quiere mirar más allá del coche, y muestra un camión envuelto en llamas a unos cincuenta metros. El fuego es anaranjado, magnetiza toda la pantalla. Pues anda que el camión, pienso, menudo hostión se tuve que pegar también. La imagen continua su avance, ahora en dirección al camión. El camino está salpicado de cerdos muertos. La imagen se va deteniendo en cada uno de ellos, les hace un primer plano. Joder, pienso, parecen las mil y una maneras de morir de un puerco. Muchos están chamuscados, con las patas bien tiesas. Estiran el hocico y el rabo, como si buscasen oxígeno para respirar una última bocanada. Y también los hay herniados: se puede ver en la pantalla las vísceras, los sesos, las tripas, como si los hierros de las jaulas les hubiesen hurgado por dentro durante el impacto. De repente, se ve cómo la cámara cae al suelo, todo se nubla, la imagen se detiene.

Aquella noche, desde la butaca de papá, rebobiné y volví a ver el vídeo hasta tres veces. Y, aun así, no conseguí recordar nada del accidente. Solo me acordaba de caminar medio aturdido hacia él, que estaba parado en frente del camión, con los brazos en cruz. Sí recuerdo los buitres, que debieron aparecen después de que mi padre dejase de grabar. Putos bichos, habría como cien buitres leonados en un enjambre comiendo las vísceras de los puercos. Peleaban por ellas como si no hubiese nada más en su vida, las cogían con el pico y se largaban a comérselas a otro lado. Trozos de tripas, fascias, sesos, toda esa mierda volaba y caía por todos los lados, como si alguien nos estuviese bombardeando. Esquivo todas esas minas y me planto frente a papá, como a cinco metros. A nuestro alrededor solo hay muerte, hay decenas de puercos espichados y cuatro negros chamuscados. Debían de ir de polizones en el camión, qué sé yo, lo jodido es que no llamasen la atención. Ahí está papá con su inseparable cámara caída a los pies y los brazos abiertos dibujando una cruz. Me detengo para mirarlo. Su guerrera de cazador está completamente sudada. La mirada perdida, los ojos en sangre y el pelo desmadejado. El olor a carne quemada lo impregna todo. Lo último que recuerdo es verle apretar la mandíbula como si tuviese frente a él un toro bravo, como si fuese él y no el toro el que lo fuese a envestir.

 

Un choque sibilino de manos entre Trompeti y el Willy el tuerto me saca de mi mierda. Joder, hacía meses que no revivía todo esto del accidente; creía que no, pero sigue ahí. Trompeti llevaría hablando con Willy el tuerto y su compadre, ahí, en la tapia de la plaza toros, no más de un par de minutos. Como si les conociese de toda la vida. Hay que joderse con el compadreo que te traes, Trompas, me digo en voz alta. Veo como se mete la mano en la huevera, se ajusta bien el pollo o lo que sea que haya pillado, y viene hacia mí, de vuelta a las escaleras, más ligero si cabe que en la ida.

La última vez, Trompas, le digo mientras le tiendo la mano. La última, co, te lo juro por mi viejo, me dice mientras acaba de subir las escaleras y me la estrecha con todas sus fuerzas. Si no aprieto yo también con todos mis huevos, me la rompe y me la deja hecha esquirlas. Y le digo que vale, que siendo así, le acompañaré el lunes a la clínica. Pero tío, Trompas, le pregunto sin dejar de estrecharle la mano, ¿por qué no vamos al hospital y se lo cuentas a tu viejo? Fijo que estaría orgulloso de ti, de que tengas los cojones de dejarlo. Trompeti deja entonces la mano muerta, noto como le tiembla el pulso, se mete la mano en la huevera y, tras hurgar unos segundos, se saca un pollo. Ni siquiera me responde. No es necesario, ya lo sé, se quiere ir de empalmada.

¿Sabes?, le digo, mi padre también está jodido, lleva muy jodido un par de años. Por primera vez le cuento a alguien lo que pasó, o lo que creo que pasó, en aquel accidente. Se lo cuento a Trompeti, con todo detalle, las imágenes del vídeo, el olor a carne quemada, los cochinos convertidos en carroña para los buitres, los cuerpos de esos cuatro polizones y la imagen de mi padre. Mientras lo hago, él está concentrado en ponerse una raya en las escaleras. ¿Tienes por ahí un billete?, me pregunta. Le acerco uno de diez, se hace un rulo, y se la esnifa. ¿Quieres?, me pregunta señalando a una segunda raya. Paso, Trompas, le digo. Él no se lo piensa dos veces y se la mete. Yo sigo con la imagen de papá. Esa imagen la recuerdo nítida, le digo, quizás la única de todo el jodido accidente. Al principio pensé que sería eso que dicen que pasa después de un shock. Y me dije, bueno, ya se le pasará. Pero luego de ver el puto vídeo por primera vez, le sigo contando a Trompeti, empecé a pensar que podía estar, pues eso, dudo un poco, que podía estar endemoniado. Trompeti se parte la polla. ¡Qué tipo de tripi te habías metido, co!, me dice. Me tienes que decir quién es tu dealer, en serio, añade. Tú, Trompas, que te lo digo en serio, es como si el alma de alguno de esos bichos, quizás de los negros, se hubiese apoderado del cuerpo de mi padre. ¿Pero tú crees en esas mierdas?, me pregunta. Qué coño voy a creer yo, le respondo sin estar muy seguro de nada. Pues entonces, mongol, déjate de gilipolleces. Cuando tu viejo desaparece por las noches, me dice Trompeti, seguro que se va a putas. Y lo de las cabras es puta esclavitud, normal que no quiera seguir. Puede ser, pienso, igual tiene razón el cabrón de Trompeti. Y lo de la ermita, añade, qué más dará, que le den por culo a la Virgen, tampoco es tan importante. Me quedo recordando las subidas cuando éramos niños, todos vestidos de baturro, Susi, Eli y el Cabrón de Luisito, mis tíos y tías, mamá, y papá con su bota vino en modo disfrutón. Para mí sí tiene importancia, Trompras, le contesto. No es que no me mole estar aquí contigo, somos compadres, ¿no?, pero joder, no te voy a mentir, preferiría estar subiendo a la ermita con mi padre.

Otra vez, ya es la tercera, se escucha esa especie de rugido. Trompeti y yo nos miramos como diciendo joder, esta vez sí que ha sonado cerca. De repente, dobla la esquina una piba. Ha aparecido por el mismo sitio que Willy el tuerto y su compadre, el de las cadenas de oro, que siguen en la tapia fumando pitis, quizás esperando a algún otro cliente. La piba anda como si tuviese prisa. Creo que esa es la hermana del Fosfo, me dice Trompeti. Al pasar justo al lado de Willy y su compadre, estos le silban y le dicen guapa, que no pase hambre ese culito. Que os jodan, cerdos, les dice, y les hace una peineta con el dedo mientras acelera el paso. Sois unos putos cerdos pervertidos, les grita. Mientras la sigo con la mirada, vuelvo a pensar en la imagen de papá ante aquel camión, en sus ojos en sangre, como si estuviese poseído. Y me pregunto si se habrá vuelto a escapar, como hizo el año pasado, esta misma noche. Y me digo, joder, papá, lo que daría por llegar a casa y que estuvieses ahí, con tu bota vino y tu cámara, preparado para atarme el cachirulo en la frente. Pero sé que no, que algo ha cambiado. Lo pienso hasta que pierdo de vista a la hermana del Fosfo. Tira, le digo a Trompeti, vámonos de empalmada. Vamos donde tú quieras, me la pela, añado, pero primero necesito que me acompañes a la explanada de las ferias, donde está la carpa del circo y todas las caravanas, necesito comprobar de dónde viene ese rugido.

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Pablo Ferrán
Pablo Ferrán
3 años hace

Muy bueno!!!! Me ha encantado,me he quedado con ganas de más, esperaré otra historia de Manuel Soler