El fotógrafo designado para las fotos oficiales de la Conferencia de Yalta, el único, se llamaba Samary Gurary y era soviético. La sesión fue caótica y tuvo lugar en la mañana del sexto día de la cumbre (no al final), cuando todavía quedaba tela por cortar y todos tuvieron que fingir relajación. Gurary casi se muere del susto por otra razón. Después de las fotos, accidentalmente, había abierto su cámara y expuesto la película a la luz. Durante los diez minutos que tardó en revelar el carrete y ver hasta dónde alcanzaba el destrozo, envuelto en la luz roja de su estudio privado, Gurary sintió su vida “colgar de un hilo”. Tuvo suerte. Las fotos arruinadas comenzaban sólo después de las más importantes, las que hizo primero a los tres líderes aliados, Churchill, Roosevelt y el camarada Stalin, sentados posando para el mundo entero.
Asegura el chiste universal de todas las dictaduras:
“No nos podemos quejar”.
“Entonces bien, ¿no?”.
“Que no nos podemos quejar”.
Mucho menos se puede uno permitir echar a perder el álbum oficial de la cumbre más importante de la historia de la URSS.
Aproximarse a la Conferencia de paz de Yalta (1945) es acercarse a la enigmática, intimidante leyenda rusa. Huir del reduccionismo cultural no impide que disfrutemos amontonando unos cuantos tópicos y batallitas. Empezando por la frase que tanto reluce de Churchill en una emisión de la BBC en 1939, su particular definición de la Unión Soviética: “Un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.
Pero los rusos no sólo eran opacos. También eran temibles negociadores, sutilmente brutales. En su libro Las hijas de Yalta, Catherine Grace Katz describe el fascinante procedimiento soviético.
“Al principio son cordiales, serviciales y cooperativos hasta el extremo, particularmente en asuntos que no son prioridad. En la segunda fase, el estado de ánimo cambia abruptamente. Entonces se ponen manos a la obra en asuntos que les importan de verdad. Serán bruscos e incluso hostiles, negándose a moverse de una posición en particular mientras enfatizan lo amables que ya habían sido antes. Pero al final del proceso volverán a la amabilidad jovial, y despedirán a sus invitados con un banquete de celebración, lleno de brindis”.
Así lo hicieron también en Crimea, donde fueron la nación (esto se entendió mejor después) que hizo menos concesiones. El asunto de Polonia transmitió la sensación de haber dado gato por liebre. Había un dicho popular entre diplomáticos americanos ya escaldados con la URSS: “Comerciar con los rusos obliga a comprar el mismo caballo dos veces”.
Sin ir más lejos, la propia ubicación de la conferencia, sus propias condiciones materiales y logísticas, eran una suerte de encerrona. No sólo porque en los tres palacios que ocupó cada una de las delegaciones “había suficiente caviar para una ciudad pequeña pero apenas baños para una familia grande”. Yalta era un lugar remoto y destruido, ni Europa ni Asia, más bien ninguna parte, por mucho que fuera la preciada salida al mar de los soviéticos. Como dijo un oficial británico, aquello era como “organizar una cumbre con tres ubicaciones cada una en una esquina de Gales, conectadas con malas carreteras de montaña cubiertas de nieve, hielo y fango”.
Dispuestas todas estas incomodidades para sus huéspedes, los soviéticos explotaron el factor tiempo. Churchill vino con el cuchillo entre los dientes, pero Roosevelt podía morirse en cualquier momento por una insuficiencia cardíaca diagnosticada un año atrás (sólo su hija Anna lo sabía; y protegió su salud en secreto). FDR había expresado su voluntad de ventilar la cumbre en cinco o seis jornadas y, además, tenía un empeño ciego en seducir a Stalin a la vieja usanza (a solas ellos dos, sin Churchill ni otros ministros ni asesores) que rompió la unidad del frente anglosajón y predispuso un clima de confianza un tanto inocente respecto a los rusos. Estos cedieron en algunas cosas, pero se salieron con la suya en lo más importante: su dominio sobre Europa del Este, periferia soviética de seguridad y botín de guerra por su heroica resistencia ante los nazis.
Contaba también en El Confidencial la historia del limonero. Los soviéticos habían colocado este árbol de un día para otro en los jardines del Palacio de Livadia, sede de las sesiones plenarias, para satisfacer el gusto occidental por añadir al caviar unas gotas de zumo de limón. La cuestión era que nadie lo había pedido, sino que varias conversaciones privadas al respecto habían sido espiadas mediante micrófonos ocultos. La autoría de esta obra de arte de hospitalidad rusa sobrevenida correspondió a Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta soviética (NKVD) y “nuestro Himmler”, como le definió delante de todos el propio Stalin en una cena protocolaria.
El NKVD aún brindó una genialidad más en Yalta. En las semanas previas a la cumbre, el Departamento de Estado americano había pedido a Moscú perfiles sobre los delegados soviéticos con los que tendrían que entenderse y negociar. Nombres, cargos, pura rutina y simple información burocrática. Pero los rusos dijeron que era imposible. Nunca, dijeron, compartían con extranjeros ningún tipo de información sobre sus funcionarios; excepto para los obituarios, aclararon, “cuando ya nadie podría utilizar esta información”.
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