Compro libros viejos porque para mí son tan valiosos como los nuevos; los son de diferente manera. Incluso tienen un valor añadido, cuando los compro, cuando los leo, cuando los vivo. Tienen un encanto especial, único, algo que sus lectores sabrán entender muy bien.
Envejecen porque lo hace su época, su autor, su género literario… pero cuidado: pueden volver, y con más fuerza si cabe.
Vuelven los escritores, vuelven los géneros, vuelven las épocas…
Qué feliz soy mirando libros que sé que me gustan, y otros que no conozco pero que descubro. ¡El placer de descubrir!
Gozo sabiendo, por qué no, que por lo que me compraría un libro nuevo tal vez me lleve tres o cuatro, quizá más, libros viejos, adorados libros viejos. Para mí no son viejos.
Yo sé que no son para todo el mundo. Hay personas, pocas, que me han dicho que no les gustan los libros viejos, que les parecen sucios, que les dan asco… Quizá, lo comprendo —yo lo comprendo casi todo, a veces demasiado—, pero qué amor siento por mis queridos libros viejos: tanto me divierten, tanto me acompañan, tanto me enseñan.
Está tan cerca la felicidad si uno siente esta pasión cuando tiene un libro —viejo, nuevo— al lado. El viejo tiene la ventaja de que es más sabio, más sabio todavía, porque ha visto mundo, acaso más que uno mismo, que el que lo lee. Ha tratado a otras personas, tal vez muchas, ha tenido otras experiencias, ha visitado otros parajes.
Pero yo reconozco que cada vez creo más en los lectores, por encima de los mismos libros. ¡Ah, cuánto puede hacer un buen lector, un gran lector! Puede llenar un libro, un mundo, y llevarlo aún más lejos, trascenderlo.
Los libros no son los mismos según los lectores: se enriquecen con ellos. No son los mismos según los momentos en que los leen. Muchos escritores que tanto admiramos, escritores que han escrito decenas de libros, fueron grandes lectores: José Luis Olaizola, Alberto Vázquez-Figueroa, Francisco Umbral, Mario Vargas Llosa, Ana María Matute… Arturo Pérez-Reverte ha dicho muchas veces que se puede imaginar sin escribir, pero que no puede imaginar su vida sin leer.
Compro libros viejos, leo libros viejos y nuevos, escribo libros que algún día serán viejos… y algunos míos ya se mueven en el mercado de segunda mano. Acaso todos, casi todos. Participan en esta senda maravillosa de los libros, siempre en pos del lector, a favor del lector, y del escritor que lee para disfrutar, sí, pero también para nutrirse y luego escribir, para aprender de los maestros, o de otros que él considera maestros y que por lo tanto ya lo son, al menos en esa grata amistad y relación que crea el libro, en este caso el viejo.
Ahora que lo pienso, si existe Dios, y yo creo que existe, ofreció un gran don a los hombres con los libros viejos, porque es difícil, muy difícil, dar tanto por tan poco. Para mí, un libro viejo que me apetezca (y me apetecen muchos) es moneda de oro de gran valor.
Diría que no hay libros viejos, sólo libros más baratos, pero el adjetivo “viejo” me gusta, porque para mí lo viejo es interesante, es sabio, hondo, tiene pátina, enseña, divierte. Como nuestros queridos abuelos, nuestros queridos mayores. Por lo tanto, llamemos viejos a los libros viejos y envidiémosles tan solo su perenne juventud, esa juventud que nos transmiten al leerlos, porque leer y escribir vivifica, nos da una salud interior como de eterna juventud, si me lo permite el lector, dentro de los cauces de nuestros humanos límites y defectos.
Límites y defectos a los que sin embargo los escritores de todas las épocas han sabido sacarles mucho provecho, como podemos leer en nuestros queridos libros, nuevos y viejos, siempre vivos, siempre apasionantes. Y sospecho que estando ellos vivos lo estamos nosotros también, los que los leemos y los que los escribimos, por los siglos de los siglos. Yo no elegiría una forma mejor de estar vivo, como un árbol de hoja perenne, o de hoja caduca, pero siempre mudando mis páginas, como estos libros viejos que ahora tengo a mi vera, aguardando a que yo reanude su rica lectura.
Muchas veces me identifico, me parezco a un viejo libro, estropeado, gastado y usado. Leyendo este artículo me ha hecho usted sentirme bien aunque comprenda que, en los libros nuevos o viejos, hay sabiduría y en la vejez humana no necesariamente. Y con los años, vamos atesorando libros que se hacen viejos con nosotros y que, solo con el tacto, nos hacen rememorar hechos ya pasados de nuestro devenir. Leerlos de nuevo es un reencuentro con el autor, con la obra y con nosotros mismos.
Siempre me han gustado mucho las personas mayores; siempre he aprendido mucho de ellas. A lo mejor también por eso me gustan los libros viejos. Y es verdad lo que dice que leerlos es reencontrarnos con el autor, con la obra y con nosotros mismos. Y con otro momento de nuestra vida, que ahora tal vez nos puede dar mayor placer y enseñanza que cuando lo vivimos.