Una película es como un amorío. Por mucho que te envuelva, te fascine o te toque el corazón, sabes que en un par de horas habrá acabado todo. “Nunca voy a olvidarte”, le prometes, vibrando de emoción, y enseguida te vas por donde viniste. Es posible que un día quieras volver a verla, y hasta que te enamores otra vez, sin por ello pensar en quedarte a dormir, ni privarte de disfrutar una o dos más en las horas que siguen. ¿Pero qué pasa cuando es una serie y espera que te vayas a vivir con ella?
Si una historia serial equivale a un noviazgo, debo reconocer que mis primeras novias fueron telenovelas: esas parientes pobres de Sherezada. La mayoría muy feas, además de torcidas y silvestres. Aunque tenían lo suyo, cómo no. ¿Quién no se ha relamido los bigotes delante de una inmunda fritanga callejera? Pues tal cual, mi estimado Cuarentenario, ciertas telenovelas son auténtico engrudo para el morbo. ¿Cómo, si no, te explico que ocuparan cinco horas de mi semana durante varios meses? Pero es que te envolvían en cinco minutos y luego no sabías cómo dejarlas, por más que cada día renegaras de ellas, e incluso las negaras ante tus amistades.
No sé si sea justo decir que mi primera “novia bien” se llamó Six Feet Under, tras romances tan tórridos como Cuna de lobos y Yo soy Betty la fea, cada una de ciento setenta capítulos que para colmo he visto por duplicado. Seiscientas ochenta horas son algo menos de veintinueve días, con sus noches. Más ligeras, no obstante, que los sesenta y tres episodios de Six Feet Under, cuyo único engrudo argumental es el fallecimiento intempestivo de tal o cual ya-no-protagonista, en el primer minuto del capítulo. “Siga a ese muerto”, le pide uno al taxista, y sin querer se engancha con las vidas de los Fisher, dueños y operadores de la funeraria, a lo largo de cinco películones de trece horas, asimismo llamados temporadas.
¿Qué espero de una serie, a estas profundidades de la vida en clausura? Que me saque de aquí, por caridad. Justamente lo que hace Los Durrell en Corfú, una obrita maestra en veintiséis capítulos que es vívida, entrañable, refrescante, en momentos gloriosa. Basada en Mi familia y otros animales, donde Gerald Durrell narra la virtual reinvención de su clan, emigrados con él de la provincia inglesa a un pueblo idílico que mira hacia el mar. Nada más regresar, noche tras noche, a las Islas Jónicas en los años treinta, me rindo a sus virtudes terapéuticas. Louise, la madre valiente. Larry, el novelista de veintitrés años. Margo y Leslie, los hermanos desubicados. Lugaretzia, la cocinera pintoresca. Sabes que perteneces a una serie cuando sus personajes te son más familiares que buena parte de tu misma tribu (ya el puro gusto de llamarle “Larry” al envidiado Lawrence tendría que valer el precio del boleto).
Animalista desde sus años en Corfú, Gerald Durrell se lamenta en su libro por haber insertado muy pronto a su familia, de manera que entre ellos y sus amistades absorbieron más páginas de las que deberían, cuando el propósito era dedicárselas a todos los reptiles, pájaros y mamíferos que reclutó entre infancia y adolescencia. Lo sé porque recién he empezado a leer el primer volumen de su trilogía, previendo que a este paso llegaremos muy pronto al final de la cuarta temporada, y tal vez regresemos a la primera con tal de no tener que abandonar Corfú. La clase de peligro que uno tendría que tomar en cuenta cuando se va a vivir con una serie.
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