Foto: Mis padres. A él lo vi por última vez detrás del volante, conduciendo hacia el hospital después de haber sufrido un ataque al corazón sin saberlo. Bajó la ventanilla para despedirse con su eterno Habanos en la boca.
Hace cinco años escribí sobre la muerte de mi abuela, la última de los siete, entre abuelos y bisabuelos, que tuve el gusto de conocer en una edad lo suficiente avanzada para poder recordarlos siempre. El título del escrito (en mi blog) es Un escalón menos. Así es como me veía entonces ante la muerte: a un paso. Lo que no tenía claro era si el paso lo tenía que dar arriba o abajo. Sigo sin creer en el cielo ni en el infierno, pero hace cinco años había otra generación entre la muerte y yo: mis padres.
Hace cinco años mis padres ya llevaban tiempo mirando a la muerte de cara, esperándola en cualquier momento, discutiendo sobre quién se la llevaría primero, cada uno en su temor de tener que soportar la ausencia del otro. Cuando les preguntaba cómo estaban, qué hacían, mi madre me respondía, entre risas y encogimiento de hombros: lo de siempre, en la clínica día sí y día no, esperando a ver quién la palma primero.
Marcada por la muerte anual de un familiar en mi infancia, yo también me codeo con la muerte. Quizá todo el mundo lo haga; son los tiempos que corren. Estoy en duelo, y una amiga me envía enlaces de podcasts que hablan sobre la muerte. Algo debe de haber cambiado en la cultura popular desde que yo era niña. Ahora no es algo que debamos temer, sino aceptar como inevitable y como razón de más para intentar vivir una vida plena, con amor y salud como lo más importante, sobre todo para los que no somos creyentes en nada más que esta vida.
Ya no tengo a nadie por encima o por delante: mis padres han muerto. Esta circunstancia, la falta de mis padres, es el hecho que más temí siempre. Cuando tuve hijos, se atenuó un poco. Fue un consuelo pensar que cuando mis padres murieran, todavía existiría el amor incondicional en mi vida. Mis padres me quisieron siempre, y yo a ellos. Con mis hijos es igual. Es un amor que nunca dejaré de sentir, hasta que me muera. Soy consciente de que no para todo el mundo es igual, pero para mí sí: el amor entre padres e hijos me ha durado y me durará siempre.
Mis padres, con todos sus defectos, eran muy guais, sobre todo ella. De adolescente, no recuerdo que me hicieran jamás pasar vergüenza; al contrario, yo presumía de padres liberales. Ahora que soy yo la madre de adolescentes, me pregunto cómo me ven ellos. Intento ser guay, pero es difícil no convertirse en una máquina de interrogación cuando tanto ellos como sus amigos contestan con monosílabos y miradas esquivas. Pero hoy no quiero desviarme hacia la adolescencia, que es otro tema interesantísimo y misterioso, porque este escrito va sobre la vida y la muerte.
El otro día cumplí cincuenta años. Mi hijo mayor me preguntó si he llegado a la mitad de mi vida: ¿Vas a vivir otros cincuenta? Eso espero, le respondí. Y como mínimo. Tengo que estar aquí para continuar con mi trabajo de madre, y para eso necesito otros cincuenta años o más. Por eso, es mi deber pensar no solo en ellos sino en mí misma. Cuidarme, vivir bien. Hasta que la muerte me haga abandonarlos. Visto así, por fin acepto que ya soy una persona de «mediana edad».
Así pues, es en lo que espero que sea (solo) la mitad de mi vida cuando mis padres me han abandonado. Es así y no lo puedo negar: me siento abandonada. No los culpo; después de todo, ellos solo han hecho lo que hace todo el mundo: morirse. En mi opinión, demasiado pronto. Se conocieron jóvenes —a los trece y quince años—, se casaron jóvenes y tuvieron hijos de jóvenes. También se murieron jóvenes. Envidio a la gente con padres nonagenarios. Si los míos hubieran aspirado a tanto, aún me quedarían más de veinte años de disfrutarlos. En cambio, mi hija de tres años y medio nunca se acordará de ellos.
A diferencia de mis padres, yo lo hice todo tarde. Lo más importante fue siempre estudiar, trabajar y sobre todo viajar. Tuve hijos a la edad en que la gente ya te empieza a advertir que se te va a pasar el arroz. Pero a mí no se me pasa… ¿He dicho ya que tengo cincuenta años y una niña de tres? Cuando menciono a mis adolescentes, algunos me miran con ojos como platos y preguntan: ¿Pero con cuántos años los tuviste?, ¿quince? Perdonad, pero es que ya estoy en la edad de presumir de ser tan juvenil, cuando en realidad no lo soy. Si lo he hecho todo tan tarde, tendré que morirme tarde también, ¿no? Para que cuando me llegue el día, mis hijos puedan decir: por fin, la herencia, ya era hora.
Aunque no lo parezca, me da vergüenza hablar de mí misma cuando escribo para Zenda. Cuando empecé, hace ya más de cuatro años –y con una interrupción de dos años después de la muerte de mi padre y los primeros gateos de mi hija– Leandro me sugirió que escribiera sobre temas literarios. Alguna vez me he salido un poco del tema, pero siempre intento que mis escritos sean más periodísticos que personales y detrás suele haber un extenso trabajo de investigación al que dedico muchas horas.
Con este artículo no ha sido así. Lo intenté pero no me ha salido. Con la idea de escribir sobre la muerte, busqué novelas donde la muerte fuera protagonista o un elemento esencial. Google me llevó a La muerte de Iván Ilich de Leo Tolstoi. Como es cortito y de vez en cuando me gusta revisitar a los clásicos, lo leí. Ni me gustó ni me desagradó ni me ayudó para el artículo. Prefiero a Dostoievsky. Pero me gustó descubrir que Tolstoi tenía cincuenta años cuando escribió esta novela corta y que estaba pasando por una crisis existencial que le llevó al abismo del suicidio. Este descubrimiento me condujo a otro de sus libros, de no ficción, al que le estoy sacando mucho jugo: La confesión.
No sé por qué extraña razón me regocija leer pensamientos que yo ya he tenido pero que algún otro eminente pensador tuvo años, lustros, décadas e incluso siglos atrás, cuando yo no era nada, ni siquiera polvo en el que volveré a convertirme. En La confesión escribe Tolstoi que «si no es hoy será mañana cuando lleguen las enfermedades y la muerte (de hecho ya se están aproximando) para los seres queridos, para mí, y no quedará nada, salvo pestilencia y gusanos. Mis acciones, sean las que sean, tarde o temprano caerán en el olvido, y yo ya no existiré».
A mis padres no se los comerán los gusanos, menos mal, porque ambos quisieron que los incinerásemos. Yo también quiero que me quemen, aunque qué más da, si después de la muerte ya no existiré ni me enteraré de nada. Dos días después de la muerte de mi madre, releí una carta suya en la que por casualidad me hablaba de la muerte de un amigo. Escribió: «Ya solo queda de él los recuerdos que tengamos cada uno. Una pena». Hacía muchos años de esa carta, pero releerla justo después de su propia muerte me provocó una nueva avalancha de lágrimas y dolor. Me pregunto lo que todo el mundo se pregunta constantemente, lo que se pregunta Tolstoi: «¿Qué resultará de lo que hoy haga? ¿De lo que haga mañana? ¿Qué resultará de toda mi vida? […] ¿Para qué vivir, para qué desear, para qué hacer algo? […] ¿Hay algún sentido en mi vida que no será destruido por la inevitable muerte que me espera?».
Cuando escribió esas líneas, Tolstoi ya había publicado sus dos grandes obras (Guerra y paz y Anna Karenina) y disfrutaba de salud, amor y dinero, además de fama mundial. Así que podría haberse contentado al menos con que la escritura le iba a proporcionar la inmortalidad. Creo que muchos escritores sueñan con eso. Pero de nuevo yo me digo: cuando llega la muerte, ¿qué puede importarle a uno la inmortalidad de su obra si ya no estará aquí para disfrutar del éxito? A pesar de lo lejos que Tolstoi había llegado ya en la vida, continuó haciéndose las mismas preguntas y llegando a las mismas respuestas: «¿Cuál es el sentido de mi vida? Ninguno. O bien: ¿Qué resultará de mi vida? Nada».
Yo me pregunto cuál es el sentido de la vida de mis padres. Para mí tuvo muchísimo, para mis hijos un poco menos, para los hijos de mis hijos —si algún día los tienen— quizá ya nada. Mi hijo mayor me preguntaba el otro día sobre sus orígenes. Por mi lado, ¿fueron todos españoles? Sí, de hecho, catalanes y algún aragonés, aunque más allá de mis tatarabuelos ya no sé. Por el lado de su padre hay más variedad: australianos, ingleses, austríacos, checoslovacos, escoceses… En cada familia hay alguien a quien le gusta rastrear el árbol genealógico, y es gracias a ellos que tengo fotografías de mis tatarabuelos; también por el lado del padre de mis hijos. Miro a esas personas con expresiones serias y facciones por lo general feas, corpulentas —o quizá sea la ropa; se nota el cambio climático: antes no hacía tanto calor— y no siento ningún tipo de emoción. Esta gente, que son mis antepasados, no son nada para mí… No sé ni cómo se llaman. Leo sus nombres a pie de foto, pero los olvido hasta la próxima vez que echo un vistazo a las fotos. No sé nada de sus vidas. No tengo escritos de ninguno de ellos. Con lo popular que era escribir cartas y diarios en el siglo XIX, yo no he heredado ningún pensamiento escrito de mis antepasados. Solo me quedan los escritos de mis padres, que todavía no me atrevo a leer.
En La muerte de Iván Ilich, la muerte inminente y el insoportable dolor físico del personaje principal lo llevan a revisar su vida desde la infancia, pasando por su trabajo, matrimonio e hijos, para llegar a la conclusión de que su vida ha sido «mal vivida». Eso sí que es una pena, más que el hecho de morirse. Quién tenga la dicha de morirse habiendo vivido a su manera… No muchos o no siempre, aunque debemos esforzarnos por conseguirlo.
Dicen que el tiempo lo cura todo, pero es complicado para la gente con una memoria prodigiosa, como yo. Recuerdo cosas que pasaron hace cinco, diez, quince, veinte, treinta o cuarenta años tan vivamente como si hubieran ocurrido ayer. Es una putada porque resulta que ayer, con dieciséis años, estuve en Londres y París con mi madre. Al día siguiente, cuando yo ya tenía veintitantos años, nos fuimos a Nueva York y Las Vegas. Dos días más tarde, en mi siguiente década, vino a Australia para estar a mi lado durante el nacimiento de mis hijos. Y ahora, que solo han pasado unos días desde que nacieran mis adolescentes, mis padres están muertos. ¿Cómo puede ser? Ya me lo avisó mi padre cuando hace quince años me dijo: los últimos treinta años han pasado tan rápido que no me he dado ni cuenta.
Así que, aun suponiendo que tenga la fortuna de vivir otros cincuenta años, mañana, con cien años, me diré: ¿Cómo, ya está? Jolines, qué rápido ha pasado todo. Y total, ¿para qué?
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