Libros frente a la barbarie
En mi imaginario, la librería Lagun se asociaba difusamente a la estampa en blanco y negro de un escaparate mancillado por las iracundias abertzales. Pese a que en los últimos años las circunstancias me han traído en alguna que otra ocasión a San Sebastián, nunca me había acercado a visitarla, así que aprovecho unas horas muertas entre las obligaciones laborales y el puntual toque de queda para acercarme a fisgar sus anaqueles y aprender un poco, porque hay librerías cuya historia acaba por trazar una semblanza biográfica de la ciudad que las acoge. La Lagun abrió sus puertas en el año 1968, en un local de la Parte Vieja donostiarra, y pronto se hizo famosa por su vocación de resistencia al totalitarismo franquista, que reprimía ideas con la misma tenacidad con que abrazaba credos. Almacenaban en la trastienda los libros prohibidos que despachaban a sus clientes de confianza, y su fundadora, María Teresa Castells, pagó con la cárcel la valentía de rechazar la multa que le impusieron por su adhesión a la huelga general de 1970. La transición no fue fácil en Lagun: la extrema derecha los hostigaba con frecuencia y llegó a colocar una bomba en sus dependencias. Tampoco en democracia lo tuvo fácil. En 1983, cuando la izquierda abertzale convocó un paro por la muerte de un etarra al que le explotó entre las manos una bomba que manipulaba, los propietarios de la librería se negaron a cerrar y se inició así un hostigamiento que tuvo su culmen en 1996, cuando el establecimiento quedó arrasado. Sus responsables, lejos de rendirse, continuaron asumiendo la resistencia como su forma de estar en el mundo e iniciaron una nueva vida en el ensanche burgués de la ciudad. Es a ese nuevo espacio, en la calle Urdaneta, al que acudo yo en esta tarde solitaria, bajo un frío sol de primavera. Ignacio Latierro —el otro fundador de Lagun junto a Castells, ya fallecida— pasea atareado entre las estanterías y yo voy fisgando aquí y allá, sin ningún título concreto en la cabeza, hasta que encuentro —si es que no son ellos los que en realidad dan conmigo— los diarios de André Gide que acaba de publicar Debolsillo y la Calle de sentido único de Walter Benjamin, editada por Periférica. «Y es que lo que uno ha vivido es, en el mejor de los casos, comparable a la hermosa estatua que, mutilada de todos sus miembros al ser transportada, ahora no ofrece más que el precioso bloque en el que ha de esculpirse la imagen de su futuro», leo entre sus páginas, y quiero ver ahí una metáfora de esta librería que, tras sobrevivir a las barbaries que pretendieron mutilar su lucidez y sus esencias, ha cumplido hace poco medio siglo con el optimismo escéptico de los supervivientes y encara el porvenir desde esta calle a la vez apartada y luminosa que casi se asoma a la orilla izquierda del Urumea. Toda la suerte del mundo merecen quienes ponen su grano de arena para que la letra limpia y clara prevalezca sobre los borrones de la infamia.
El horizonte de Aníbal
Aníbal corona los Alpes y se asoma, por vez primera, a la península itálica. Sujeta con la mano izquierda la visera del casco y contempla el terreno que se extiende ante su vista mientras un ángel se apoya, benéfico, en su hombro. Estamos en la segunda guerra púnica y el general cartaginés ha llegado allí desde Hispania al mando de un ejército torrencial que incluso cuenta con treinta y ocho elefantes. La escena que vemos la pintó Francisco de Goya entre 1770 y 1771 en un cuadro con el que se presentó a un concurso convocado por la Academia de Parma. El aragonés acababa de llegar a Italia para aprender el arte de los grandes maestros y urdió con esas pinceladas la que la crítica considera su primera obra maestra. A finales del siglo XIX, Fortunato de Selgas adquirió el lienzo sin conocer su autoría y lo mantuvo colgado durante un siglo en las paredes de la quinta que habitaba, una fantasía versallesca encaramada sobre la localidad asturiana de Cudillero. Sus herederos, constituidos en fundación, lo depositaron en El Prado en septiembre de 2011 —a algunos les sorprenderá saber que por aquel entonces gobernaba Asturias el partido de Francisco Álvarez-Cascos— y ahora la institución se acaba de hacer con su propiedad gracias a una donación de los Amigos del Museo. Es una buena noticia por dos razones: porque una propiedad que hasta ahora era privada pasa a ser de titularidad pública —lo que es tanto como decir que deja de pertenecer a una familia para pertenecer a toda la ciudadanía— y porque se incorpora definitivamente a los fondos del lugar que custodia, conserva, restaura y exhibe el grueso de la obra de uno de los pintores más relevantes de nuestra historia. Hay un aliciente añadido: el cuadro estará expuesto al público de manera permanente, cosa que no ocurría en la Quinta de Selgas, y se mantendrá al cuidado de manos experimentadas que saben cómo tratar las pinceladas goyescas. Es importante tenerlo en cuenta para que los chovinismos de salón no nos impidan contemplar el horizonte.
La boda y el funeral
La grandeza de ciertos intérpretes se mide por su capacidad para apropiarse de obras ajenas, para reconducirlas y llevarlas a su terreno de tal forma que parezca que ellos y sólo ellos podían haberlas alumbrado, y que sus verdaderos autores fueron usurpadores que pusieron su firma en algo que no les correspondía, o que no podía pertenecerles por entero. En sus últimos años, asediado por las enfermedades, Johnny Cash se puso a versionar canciones que, en algunos casos, quedaban muy alejadas de su estilo, pero que supo trasladar a su terreno hasta el punto de conferirles un sello tan carismático que, al escucharlas, se hace difícil sospechar que fueron escritas por otra persona. Acaso el caso más paradigmático sea el de «Hurt», una composición épica —«esa canción es sagrada», me dice Manuel Vilas— que perteneció a Nine Inch Nails hasta que Cash decidió adueñarse de sus versos y sus acordes para envolverla en una oscuridad cavernosa. Me asalta esta tarde, al entrar en la librería Paradiso, su voz lúgubre cantando los versos de «In My Life», el saludable y optimista tema de los Beatles que, al verse desterrado a los predios inhóspitos de Nashville, adquiere unos matices bien distintos. El alborozo primigenio se convierte en desencantada melancolía, y lo que acaso Lennon y McCartney urdieron como una invitación a vivir suena ahora como una irónica despedida. Un tal Iain Q Blank lo explica muy bien en un comentario que leo cuando llego a casa y busco la versión de Cash en YouTube: «La versión de los Beatles es ideal para que la pinchen en tu boda; la de Cash es perfecta para sonar en tu funeral.»
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