En la foto Sylvia sonríe como una Marilyn de Warhol. De rodillas en la playa sobre su toalla arrugada apenas intuida, un día de sol radiante que ilumina su pelo rubio y destaca el bikini claro sobre su piel dorada. La finísima arena blanca de polvos mágicos se ha quedado pegada en las plantas de sus pies. La toalla del fotógrafo yace vacía a su lado. Parece tan feliz. Es posible que, si uno se fijase con cuidado, pudiera encontrar más cosas en la imagen. Algo de timidez en su mirada, y en su postura, con las manos sobre las rodillas y los hombros ligeramente adelantados, ocultándose. Como quien teme que la cámara pueda desvelarnos la verdad. Aunque también es posible que eso sea una proyección nuestra, sabedores ya de su destino fatal. “Fuiste hermosa hace tiempo (…). Tú fingías, fingías por placer” (Lesbos). ¿Podría ser su pie de foto? Ella, clarividente, ¿lo supo siempre?
Si cerrara uno los ojos, si uno no supiera nada más y todo se acabara ahí… pero sabemos lo que sabemos y uno no puede evitar buscar respuestas con cierta ansiedad. Así que sigo pensando en esa mirada: “Estoy habitada por un grito / de noche sale volando / buscando, con sus garras, algo que amar / me aterroriza esta cosa oscura / que duerme en mí” (Olmo). Aprendió a ocultar su alma, temerosa de no sentirse aceptada. Eso sí que se intuye en algunas de estas cartas, asoma un instante, como un abrir y cerrar de ojos, todavía sin peso suficiente como para lastrarla. “¿No crees que debes de ver en los ojos de los demás que te aprecian y te quieren para así sentir que vales la pena?” (SP a Ann Davidow 6 de julio de 1951) o cuando le dice Edward Cohen: “Rara vez se dan cuenta del caos que hierve en mi interior” (12 de agosto de 1950). Algo sabía Sylvia de sí misma, algo anidaba ya dentro de ella.
Inevitable sentirse un poco voyeur, y también, en ocasiones, interpelado de manera directa. Al fin y al cabo, al no haber respuestas, puede uno jugar a ser el destinatario, incluso esbozar una contestación. Con siete años, en febrero de 1940, escribe la primera carta que aparece recogida en este volumen. Dirigida a su padre, el de una sola pierna y la mente prusiana (como lo describe en Pequeña fuga, “yo tenía siete años, no sabía nada”). El padre que moriría pocos meses después, el 5 de noviembre. La primera sorpresa la encontré ahí, una imagen naïf, como sacada de una película de Chaplin: “En casa de la abuela había muchas tartas heladas y ¡sobre cada una de ellas había una gaviota! ¿No es gracioso?” Me arrancó una sonrisa. Y también alguna pregunta: pero Sylvia ¿qué gaviotas son esas? ¿Y esas tartas heladas? Y más aún ¿cuántas tartas heladas había? Y ¿para qué tantas tartas heladas? Y, al no haber respuestas, puede uno seguir elucubrando: ¿se lo habrá inventado? ¿Será un mensaje cifrado para su padre? Intuye uno que la pequeña Sylvia solo quiso iluminar un instante a su padre enfermo, que abandonara su sufrimiento por unos momentos, que saboreara las tartas heladas y se riera de las torpes gaviotas, como albatros de Baudelaire.
También hay cartas con amigos. Muchas acerca de su colección de sellos. Cambia sellos con ellos como se cambian los cromos en los patios de los colegios. Pide los que le faltan, ofrece los que tiene repetidos. En ocasiones se deja llevar por la fantasía. “Anoche solo soñé con que una tormenta empapaba en los álbumes todos los sellos valiosos del mundo y los traía hasta mi puerta ordenados y en perfectas condiciones. ¿No te parece una forma ideal de acumular sellos?” (a su amiga Margot el 9 de agosto de 1945). “Claro que me parece una forma ideal para acumular sellos”, me gustaría responderle. Ese mismo día EEUU estaba arrojando una bomba sobre la ciudad de Nagasaki. El mundo es así: lo más hermoso y lo más terrible pueden convivir tan cerca. Sylvia es demasiado joven como para pensar en bombas, solo tiene trece años. No tenemos derecho a pedirle ese grado de consciencia. A lo terrible no es necesario convocarlo.
Dos años después empieza a cartearse con un estudiante alemán, una correspondencia entre jóvenes adolescentes de ambas naciones para recuperar la relación con la Alemania derrotada. Sylvia está llena de curiosidad por la vida en Alemania por las diferencias entre la juventud de ambos países y por contrastar cuestiones políticas, la guerra, el comunismo, la amenaza nuclear con él: “Cuéntame también qué planes hay para la unificación de Alemania. ¿Habláis mucho de ello? ¿Cómo funciona el gobierno de tu zona? Siento curiosidad por muchas cosas, Hans. A veces me gustaría hablar contigo cara a cara y tener una conversación de verdad”.
Pero es el amor por su madre lo que se hace presente de manera abrumadora: “¡Soy afortunada! Te quiero mucho y soy consciente de la suerte que tengo de tenerte como madre”, le dice una y otra vez. Una hija devota, deseosa de hacer saber a su madre lo feliz que es, lo mucho que la quiere, de compartir con ella sus descubrimientos, su día a día, hasta en lo mas nimio: cuántas líneas dedicadas a especificar la ropa que se compraba, los trabajos y exámenes, la decoración de su cuarto en la Universidad, las amistades, los planes, lo que comía ¡y cuánto comía! Un saco sin fondo, diríamos aquí: “He comido como un pajarillo: 6 platos de guisado y salsa con patatas, guisantes, cebollas, zanahorias, pollo (qué rico, qué rico), cinco tazas de ponche y una cucharada de helado de vainilla, café y naranja”, “¡La comida es maravillosa! Esto es lo que he comido, por ejemplo: 3 boles de sopa de tomate, crema de queso y aceitunas en rollitos, magdalenas, 3 tazas de leche”; ”Qué te parecen estos menús: Comida: dos boles de sopa de verduras, mucha crema de cacahuete, cuatro trozos de tarta de café, tarta de chocolate y sirope de malvavisco, tres tazas de leche. Cena: abadejo, diecinueve zanahorias, lechuga y tomates, pepino, ponche, dos patatas, cuatro rebanadas de sandía. ¡Ay! Mi estómago casi no pudo soportar esas ingentes cantidades de comida”. Y aún así, ¡la niña estaba bien delgada!
Y ¿cómo es posible entonces? ¿Cómo pudo pasar? Esa sombra que nos acompaña, ese temor, entonces no existía, todavía no, todavía tenía tiempo Sylvia. ¿Qué pudo pasar en la vida de alguien tan vital para terminar como terminó? Así que cierro el libro y pienso: y si hubiera tenido alguien cerca aquel día fatídico que le hubiera susurrado al oído: “Recuerda Sylvia, la vida merece la pena”.
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Autora: Sylvia Plath. Título: Cartas de Sylvia Plath. Vol. I, (1940-1951). Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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