Soy un hombre de costumbres. Me gusta probar cosas nuevas, pero siempre desde mis rutinas. En cuanto llega el primer rayo de sol que anuncia el buen tiempo, me como un generoso helado de ron con pasas; una vez extinguida la última hoguera de San Juan, arranca mi ritual literario del estío: 1) Empiezo, otro año más, La broma infinita, de David Foster Wallace, para confirmar que ese libro es imposible de leer —a no ser que se pretenda generar admiración en Instagram por haber completado tan enorme e inútil hazaña—, que es un tostón monumental, y lo dejo indignado en la página 50 proclamando el desvarío de los que lo califican como una obra maestra, y 2) Vuelvo a leer la novela de Francisco Casavella. Otro año más, Pepito el Yeyé me llama a voces desde la calle, me advierte que me dé prisa, que no queda nada para que llegue el 15 de agosto, «el día del Watusi».
Hay que establecer un punto de partida para entender el «fenómeno Watusi» —que hasta un festival musical y literario tuvo lugar en la ciudad de León para celebrar la efeméride—: a Casavella se le admira aunque no se lo haya leído. Antes de abrir la tapa de la novela, sus futuros seguidores ya habíamos entrado en trance, abducidos por ese escorzo imposible de la ilustración de la portada. A partir de ahí llega la magia, en las tres partes en las que está dividida la novela, en cada párrafo, con cada personaje, con cada historia. Miqui Otero lo deja muy claro en el epílogo a la nueva reedición del Watusi: “Francisco Casavella no tenía lectores, tenía seguidores”.
—¿Sabes quién es el Watusi?
—No —yo pensaba en mis cosas: un yate, circular con mi deportivo bajo la luna llena, mujeres sofisticadas…
—Pues yo lo conozco, chaval. Un montón.
El día del Watusi es una novela y son tres. Una santísima trinidad de la literatura barcelonesa. Los juegos feroces, Viento y joyas y El idioma imposible se publicaron a partir de 2002, y luego fueron recogidos por Anagrama en un único volumen con el título de El día del Watusi, una edición recuperada en 2016, ocho años después de la muerte de su autor. Es difícil explicar a alguien que todavía no se ha dejado atrapar por la novela qué es «el día del Watusi» y quién es «el Watusi». Me remito al libro: “La lluvia. Dos chavales aplastados por la Historia en un basurero de ficciones. Un muerto flotando entre dos aguas. Y otra vez la lluvia”. Seguro que ahora ha quedado más claro. Por si todavía hay dudas: estamos en 1995, nuestro protagonista es Fernando Atienza, un hombre en las últimas, al que le encargan un misterioso informe sobre un oscuro personaje. La democracia se diluye, los escándalos económicos florecen, y Atienza viaja a su adolescencia, para repasar la historia de Barcelona, y la de nuestro país también, desde aquel 15 de agosto de 1971, «el día del Watusi», una jornada en la que él, junto a su amigo Pepito Yeyé, persiguieron al Watusi por toda la ciudad para avisarle de que lo buscaban por la violación y el asesinato de la hija del cabecilla del barrio.
Da igual por dónde empieces la novela, puedes seguir el orden de la reedición, saltar entre los tres libros, abrir capítulos al azar, hay un denominador común en toda la obra: la calidad de página. Algo que parece imposible en un volumen que apunta a las 1.000. Las novelas de Casavella me recuerdan a muchas cosas: a los jugosos desvaríos de Pynchon , al agente Cooper hablando en su grabadora y al enano bailarín de Twin Peaks y a Tarantino, sobre todo a Quentin Tarantino, a sus películas concebidas como muñecas rusas, a sus digresiones, relatos dentro de la narración ¿principal?, como la escena del bar de París de «los bastardos» o la que protagoniza DiCaprio, en Érase una vez en América, explicándole a la actriz infantil cómo es es el libro que está leyendo, la historia del actor fracasado en el que se está convirtiendo él mismo. El día del Watusi es un calidoscopio: agitas y brota un relato, vuelves a agitar y sale otro, todos relacionados, todos conectados, pero son esos caminos secundarios los que sustentan el principal. La sombra del Watusi, su evocación, arma la estructura de esta epifanía lumpen.
Casavella nos dejó huérfanos demasiado pronto. Casi con la miel en los labios. Kiko Amat se pregunta en la reedición de Anagrama: «¿Habría Casavella realizado un cambio de tercio, un back-to-basics, y regresado a la engañosa simplicidad de El triunfo? ¿Habría ido a por el paso suicida, el superar lo insuperable y entregar algo aún más vasto que el Watusi?». Lo primero que hizo el escritor barcelonés cuando comenzó a publicar fue cambiarse los apellidos, García Hortelano por Casavella, para evitar la coincidencia con el autor de Gramática parda. Con su primera novela (Triunfo) ganó el Premio Tigre Juan. A esta le siguieron Quédate y Un enano español se suicida en Las Vegas. Con la trilogía del Watusi llegó la confirmación como autor de culto, aunque el gran logro en su carrera lo consiguió con la concesión del Premio Nadal a Lo que sé de los vampiros. El escritor catalán falleció unos meses después, dejando pendiente la continuación de las aventuras de Atienza.
Carlos Zanón define perfectamente en su prólogo el sentido de esta obra: «El Watusi gana su guerra a la realidad, pues se sustenta social e individualmente en lo imaginado en la verdad de las mentiras». Zanón y Amat nos ponen en situación al principio de la novela. Miqui Otero —su primo— cierra la en su epílogo a la obra reflexión sobre el Watusi —»No es fácil seguir las huellas de quien ha dejado en el suelo un diagrama de pasos de baile»—, y sobre su creador —»Casavella acaba de demostrar con su funeral que miraba en los márgenes habitados tanto por los políticos de poltrona como por los jóvenes de portales»—. Otero relata una anécdota esclarecedora sobre Casavella y que nos retrata a los que amamos sus libros. Cuenta cuando leyó en la solapilla del primer libro de Casavella que este había sido «botones de La Caixa y chófer de una supervedete». Sus padres —que conocían a Francisco desde que era un niño y les retaba a listar los Reyes Godos en una playa de Galicia— afirmaban que ni siquiera tenía carné de conducir. Miqui creía lo que ponía la solapilla y no a sus padres; los seguidores de Casavella también.
Esta noche no pegaré ojo, como me ocurre todos los años en esta fecha. El insomnio volverá a entrar en la habitación desde la estantería del salón. El nerviosismo se apoderará de mí durante la madrugada, porque a la mañana siguiente comienza el mejor día del año, el 16 de agosto, cuando empiezo a contar los días para que llegue el siguiente verano, para volver a despreciar la novela de Foster Wallace y volver a disfrutar con la de Casavella, 364 días, 364 noches anhelando un verano con W de Watusi.
Son las seis y media de la mañana, abro las ventanas de la habitación del hotel y miro al mar: «Hoy las palmeras parecen de verdad».
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