Creo que algo ya conté, hace un par de años, cuando se cumplió el primer centenario de la muerte de doña Emilia Pardo Bazán. Me refiero a aquella anécdota en la que don Juan Valera, el autor de Pepita Jiménez, tomó del brazo al dramaturgo Tamayo y Baus, cuyas obras ya no se representan ni en los teatros más cutres y casposos del país, y lo condujo hasta el salón de sesiones de la Real Academia. Una vez allí, con todo el sarcasmo del mundo, le dijo que, para convencer a la condesa de Pardo Bazán para que desistiera de sus pretensiones de convertirse en académica de la Lengua, sólo bastaba con mostrarle uno de los sillones y decirle: “Usted no puede sentarse en ellos cómodamente; su «circunferencia» es mayor que la nuestra… Sería necesario encargar un sillón especial, de tamaño diferente, que estropearía el conjunto”.
Y por si todo ello fuera poco, el egabrense Juan Valera dejó claro que la posible presencia de doña Emilia en la Academia no sería lo peor que les podría ocurrir. Lo que resultaba ciertamente alarmante es que, tras ella, apareciera una verdadera “turba de candidatas”, por lo que tan docta institución, a poco que abriera la mano, se convertiría en un aquelarre, en “una concentración de brujas”. Y se atrevió a dar nombres: Carolina Coronado, la Baronesa de Wilson, Pilar Sinués y Robustiana Armiño.
Sin pretenderlo, Valera levantó la liebre y dejó grabada, con su juicio tan estúpido como machista, la imperecedera marca de su torpeza. A poco que uno se asome a las páginas de una enciclopedia cualquiera —si es que estas aún existen en formato papel—, advertirá que se trata de cuatro auténticos talentos.
La primera, la extremeña Carolina Coronado, coetánea de Rosalía de Castro, fue una conocida virtuosa del piano y del arpa; una escritora que, en sus tertulias literarias, logró concentrar a los autores progresistas de su tiempo, y dio refugio a los perseguidos. Participó activamente en las campañas contra la esclavitud, y sufrió la envidia y la ira de quienes la tildaban de mujer pedante. Escribió decenas de libros como poeta y dramaturga. Pero, acaso, lo más sorprendente de Carolina Coronado fue el ansia de viajar por toda Europa para conocer mundo, con sus estancias —impensables para una mujer de entonces— en países como Francia, Inglaterra, Bélgica y Alemania en donde pudo comprobar el atávico atraso de España.
A la andaluza Baronesa de Wilson le venía pequeña Europa y recorrió América. Fue escritora, pero, sobre todo, practicó el periodismo, al tiempo que dejó alguna muestra de sus avanzadas ideas pedagógicas. También tuvo fama de visionaria de los negocios. Sus huesos, sin embargo, fueron a parar a una fosa común de un cementerio de Barcelona.
Pilar Sinués, nacida en Zaragoza, escribió 66 novelas y colaboró en las más famosas revistas literarias de su época. Vivió de la literatura, cosa que, unos años después, sólo conseguiría Pío Baroja de entre todos los miembros de su celebérrima generación.
Y, finalmente, Robustiana Armiño, que era asturiana, fue una mujer autodidacta que logró aprender media docena de idiomas por sí misma. Todo un prodigio de inteligencia. Fue, además, la primera dama española en ejercer el periodismo en solitario, fundando una revista semanal a la que estaba suscrita la propia Isabel II.
El insigne e ínclito don Juan Valera, aun sabio y académico, por lo que se ve, no dio ni una en el clavo. Y el tiempo, que ni vuelve ni tropieza, como dejó escrito Quevedo en su genial soneto, lo ha dejado en evidencia. Con su docta circunferencia, sea del tamaño que fuere, al aire.
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Valera fue un visionario