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Concurso de relatos #díasinolvidables: 10 finalistas

Concurso de relatos #díasinolvidables: 10 finalistas

Tan solo diez relatos, de entre los 491 presentados al concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #díasinolvidables, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 27 de septiembre. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

*****

***

Antonio Iniesta Ortuño

EL PASADIZO

—Dicen que en este piso hay un pasadizo secreto —me susurra Manu al oído.

Yo tardo en responder. Estamos todos en fila, subiendo a ritmo constante por las escaleras del colegio. Es la primera vez que vamos al tercer piso. Hasta el año pasado nuestras aulas estaban en el primero y el segundo, pero ahora que estamos en quinto de primaria nos toca subir más escalones.

—¿Pasadizo secreto? —le pregunto yo.

—Sí, he oído que las monjas lo tenían para poder escapar en caso de ataque.

No nos da tiempo a seguir la conversación, pues apenas entramos en clase el profesor empieza a pasar lista. Es el primer día y hay un ambiente relajado, aún no llevamos el uniforme y el aire tibio de septiembre entra por la ventana. Pasa una clase, y otra, y otra más. Yo no presto mucha atención, mi mente está en otro lugar. ¿Será verdad lo que dice Manu? No suena descabellado. Sé que el colegio fue un convento de monjas hace mucho tiempo. No tengo muy claro qué ataque podían temer para necesitar un pasadizo, pero no es imposible. El edificio rezuma antigüedad a través de sus paredes encaladas y las baldosas de piedra de sus pasillos, ¿por qué no iba a haber un pasadizo secreto en él?

En el recreo, Manu quiere jugar al fútbol, pero lo convenzo para que venga conmigo a explorar el patio. Es un terreno enorme que rodea el colegio por todos sus lados, así que estoy convencido de que el pasadizo del tercer piso tendrá una salida por aquí.

—¿Y cómo sabemos que la salida está en el patio y no en la calle? —pregunta Manu.

—Si estuviera en la calle ya la habrían encontrado los del ayuntamiento —respondo yo con el tono tranquilo de quien ya ha pensado en esa posibilidad, aunque lo cierto es que se me acaba de ocurrir.

Recorremos todas las secciones del patio, concentrándonos en las más alejadas del edificio. En un rincón, junto a una tapia de ladrillos, encontramos un pequeño jardín con una estatua de la Virgen sobre un pedestal. La figura parece antigua, de piedra grisácea —aunque debió de ser blanca en otro tiempo— y con una pátina de musgo y polvo que se arremolina en los pliegues de su túnica. No me cabe la menor duda: si el pasadizo existe, su salida tiene que estar aquí.

Durante un buen rato examinamos la zona buscando alguna pista en las baldosas, en el pedestal, en los ladrillos de la tapia, en los arbustos de alrededor. Los protagonistas de las películas siempre encuentran un resorte que abre una trampilla.

—Aquí hay algo —dice Manu mientras aparta unas piedras del suelo.

Cuando me agacho junto a él, observo una especie de argolla de hierro. Intentamos tirar de ella, pero no se mueve. Ni siquiera se ve si la argolla está unida a una losa. Parece surgir de la tierra, como si hubiera sido enterrada hace siglos.

Los fallidos intentos para mover esa pieza metálica apagan nuestro entusiasmo por el hallazgo. Poco después suena la campana: el recreo ha terminado. Con aire de derrota, caminamos de vuelta al edificio. Yo me giro un par de veces para mirar de nuevo la estatua. Me doy cuenta de que hay un clavel blanco apoyado sobre el pedestal, a los pies de la Virgen. No lo he visto hasta ahora, a pesar de las muchas vueltas que hemos dado alrededor de la escultura buscando pistas. Estaba demasiado concentrado en el pasadizo para fijarme en una flor.

Andrea Núñez Torrón-Stock

DIABLITO

Parecía una marca de nacimiento, pero lo que Danielillo llevaba incubando desde septiembre en la mano izquierda era un moratón. Azulado, amarillo, como una Vía Láctea en miniatura. Le pasaba de tanto apretar el amuleto, aquel diablito de madera que apareció en las profundidades abisales que hay debajo de su cama, después de mudarse de su piso de siempre en su ciudad pequeña, fría y engullida por la niebla, a aquel barrio de bloques naranjas. Aterradoramente desconocido. Con un solar lleno de trastos, amaneceres contaminados y claxons a todas horas. A cualquier otro niño aquel muñequito le habría resultado espeluznante, con sus garritas y sus ojos alucinados, pero cuando sostenía a aquel monstruo entre los dedos y sentía su aguijón, le dejaban de sudar las manos. Se sentía otra vez ligero e inmaculado, un poco anfibio y un poco pez, de todo menos un don nadie, como cuando su madre le dejaba quedarse solo en la bañera, el agua ardiendo y el olor a jabón de Marsella, la espuma inmensa y la esponja amarilla, la luz apagada salvo una lámpara mortecina de pececitos en la esquina, sintiéndose dueño del agua, como si fuese el mismísimo monstruo del lago Ness. Si lo deseaba con toda su alma, tal vez algún día le saliesen branquias.

Cuando le temblaba la mano en el temible dictado de francés, tocaba el diablito en su bolsillo. Y entonces parecía que de las baldosas moteadas de la clase emergía una vibración extraña que devolvía el pulso a su normalidad.

Cuando se rieron de su chándal viejo en el vestuario de gimnasia, empezó a toquetear a su amigo de madera. Funcionaba: desapareció la extrañeza y regresó a su cuerpo, que es como volver a casa.

Cuando la profesora lo acusó de haber escupido en la cartulina del Día del Padre de Lidia, aunque en realidad había sido la propia Lidia, que odiaba y temía a partes igual a aquel señor con cara de besugo y aliento a sol y sombra, Danielillo apretó tanto su diablo que se hizo sangre. Aquella semana su mancha cambió de color, como una lámpara de lava, o un atardecer violento. Se puso pálido, más blanco todavía, el flequillo rubio ceniza tapándole los lagrimones. Pero las palabras se encauzaron en su garganta. Y miró a la seño a los ojos y le dijo que nanai, que él no había sido.

Es una pena no tener amigos en este cole, todavía, todavía, cariño, ten paciencia, le dice su madre. Danielillo echa de menos a Inés, la antigua vecina, con la que pasaba las tardes mientras mamá fregaba escaleras o paseaba perros mojados o freía calamares frenéticamente en un bar o bajaba a señoras muy mayores, de esas que ya ni hablan, al sol de invierno del parque, con camisas de flores, pañal nuevo y un poco de colonia. Las tardes se alargaban como chicles con la señora Inés, que le enseñó en secreto a jugar al póquer y al julepe, a hacer un huevo frito gigante con varias yemas y a pillar los calcetines que se caen del tendedero con una caña de pescar. Veían juntos la telenovela, mojaban phoskitos en leche fría y se sumergían en álbumes de fotos llenos de gente muerta, historias divertidas y amor congelado en polaroid amarillas. Danielillo, hijo, tú tienes mucho nervio, le decía siempre. El fuego de dentro ni se te puede escapar ni te puede abrasar tampoco. Tienes que domarlo, pero no enjaularlo. Ya sé que es difícil, pero es que así es la vida, difícil. A veces pensaba que la señora Inés era quien había puesto al diablito debajo de su cama, aunque sabía que era imposible. ¿Tendría un amiguito nuevo? ¿Con quién pasaba ahora las tardes de invierno?

En primavera le pone un parche molón a su chándal raído y la marca de la mano se le vuelve más clarita, el último espasmo de una aspirina efervescente. Ahora es rosada como el vino espumoso y no llama tanto la atención. El amuleto sigue en su bolsillo, irradiando su presencia. Danielillo baja al solar los días de calor, a contemplar su álbum de cromos y a saborear un frigopie con el dinero de su paga. Allí también está Tomás, del bloque de al lado, que siempre está afónico. Tiene un saco lleno de gogos y un humor muy especial. Parece que está perpetuamente enfadado, pero en realidad manifiesta su alegría gruñendo. Sabe escupir muy lejos y echa de menos a su perro Hugo, que se perdió de miedo un día que hubo fuegos artificiales.

Un día de mayo el amuleto se le escurre de la mano y se le cae por la alcantarilla. Danielillo contempla los cuernitos flotando, engullidos por el agua sucia. Se limpia una lágrima con la manga de la chaqueta y mira la marca boreal de su mano, que en verano ya habrá desaparecido, como si nunca hubiese existido. Ahí se va su diablito, por las vísceras de la ciudad, a buscar a otro niño solo, a recordarle que dome su fuego pero no lo deje extinguirse.

Sofía Ramos Antón

LA MEONA

Mi primer recuerdo del colegio —y de la niñez, en general— es el de mis piernecitas corriendo: llegaba tarde al recreo porque me había hecho pis. Serían principios de los ochenta, y muchas madres fumaban de camino al colegio y eran amas de casa. Los padres se iban pronto a trabajar, los veíamos antes de la hora de la cena. Todos los niños nos parecíamos, porque también todas las familias se parecían, y yo no sabía que el padre de Marcos era oficinista en la Telefónica y tampoco sabía que el mío era albañil. Lo que sí sabíamos era cuál era el columpio bueno del patio, que la cera Manley que parecía negra era, en realidad, verde oscuro y que cuando uno llegaba a cierta edad (cuatro años), ya no se hacía pis encima, si no que usaba el baño que había dentro del aula.

Tras mearme el babi y las mallitas de chándal, la maestra Mari Carmen me sentó en una colchoneta azul, separada del resto de los niños que seguían trabajando en las actividades. Ellos me miraban de reojo mientras la profesora continuaba con la clase. Para mí se movía muy despacio el tiempo, nada cambiaba; no podía salir de la colchoneta para no manchar el resto del aula y ese estado de bochorno infantil se prolongó más de lo que debiera porque mi madre no estaba en casa cuando la llamaron. En el colegio tenían el teléfono del trabajo de mi padre también, para emergencias. Fue él quien, finalmente, apareció en el aula con el conjunto que había llevado unas semanas antes en la boda de un familiar, el que no me dejaban ponerme.

Mamá dice que esto no ocurrió, y eso, para mí, es el paso del tiempo: mi madre ha olvidado ya mi primer recuerdo. Ahora yo dejo a mis hijos en el colegio en coche antes de irme a trabajar, bebo café de un termo metálico de camino, y sé que el padre de Martina es farmacéutico y que la madre de Mateo trabaja en el comedor; tengo un móvil dentro del bolso y cuando mis amigos se casan, mis hijos no están invitados. Pero es de los pocos tramos de mi vida que puedo reproducir como si fuera metraje, y veo solo lo que vi en ese momento: el final del vuelo de mi falda, mis pantorrillas aún torpes. El blanco de la puntilla de los calcetines, el negro de los zapatos de charol. El terrazo del pabellón infantil y, al final del pasillo, la luz que entraba desde el patio donde jugaban el resto de mis compañeros. La emoción que sentía, porque el vestido que llevaba puesto se levantaba al girar. Imágenes de infancia plena.

Mamá también puntualiza que, de haber ocurrido —que no lo hizo—, mi padre habría llevado ese vestido solo porque ‘tu padre no se enteraba de nada’ y ‘le daba igual ocho que ochenta’. Yo digo que no, que lo trajo adrede, porque yo había pasado vergüenza. Lo niega, de nuevo, que de haber sucedido —que no sucedió— le habrían pedido una muda y trajo lo primero que vio en el armario. No quiero discutir, pero me da pena que a mamá le falte una de esas veces que mi padre fue buen padre. Yo recurro a mi cinta interna, porque desde que soy madre sé que siempre hay que rebuscar para encontrar charol y puntillas.

Gabriela Di Giácomo

CARNE DE PATRONATO

—Roby, salí del baño, vas a llegar tarde el primer día de clases. —gritó mi madre desde el corredor. Ya en la habitación me ayudó a ponerme el uniforme: camisa blanca, moño azul, pantalón gris, zapatos acordonados y el tradicional suéter de los Hermanos Maristas.

Mientras desayunábamos, mi padre y mi madre me miraban con cierta expectación.

—No voy a ir a la escuela. Prefiero quedarme en casa jugando —dije mordiendo una tostada.

—¿Y qué hicieron sus padres, Roberto? —me preguntó la psicóloga.

—Sin decir palabra, mi padre descolgó el teléfono de baquelita y bronce que colgaba de la pared de la cocina, y con una voz tan seca que se me aflojaron las rodillas dijo:

—Buenos días. ¿Hablo con la comisaría? —Esperó la supuesta respuesta sin sacarme los ojos de encima—. Quiero hacer una denuncia: mi hijo Roberto Miguel Federico se niega a ir al colegio. Sí, oficial, como lo escucha. Se niega a comenzar con la escolaridad elemental obligatoria. —Otro silencio—. De inmediato le paso nuestra dirección, ¿lo encierran primero en un calabozo o lo llevan directo al patronato? —Me aferré a sus pantalones con desesperación gritando que sí iba a ir. Él cubrió la bocina del teléfono, se inclinó y acercó su oreja a mi boca. Después, sacó la mano de la bocina y le explicó al interlocutor imaginario, que afortunadamente su hijo había entrado en razón.

Cuando sonó el timbre, los alumnos corrieron a formarse: todos menos yo. Un cura me agarró del brazo y me llevó en vilo a una fila. Entramos a un aula, y continuó la pesadilla.

En la primera hora tuvimos religión. De reojo, vi que mis compañeros tenían un libro de tapas coloradas, con una imagen de la Virgen María. El mío era azul con una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, lo que me intranquilizó más de lo que ya estaba.
En la segunda hora, el hermano Gregorio, el mismo que antes me agarró del brazo, pasó por los pupitres con una bandeja. Era tan alto e imponente como mi padre, y como él, pertenecía a ese tipo de hombres que se afeitan temprano, y a media mañana ya tienen la cara sombreada.

—¿Qué llevaba en la bandeja? —me interrumpió la psicóloga.

—Los tinteros y las plumas. Cuando los terminó de repartir se paró a mi lado, y comenzó un dictado. Yo no sabía ni cómo agarrar la pluma: me manché hasta el cuello de la camisa. Sonó el timbre y salí casi corriendo al recreo sin saber qué hacer. Descubrí una puerta ventana de madera de tres hojas, y me escondí en ella. Desde allí observé a mis compañeros, que devoraban unas tortitas con queso derretido, mientras yo sacaba un quinoto de mi bolsillo.

El jueves de esa semana, otro hermano —después supe que se llamaba Justino— entró al aula a reclamar por un alumno. El hermano Gregorio y él miraron una lista, y acto seguido escuché que pronunciaban mi apellido. Me puse tan colorado… hubiese querido no existir.

—¿Qué hace usted en Primero Superior? —me gritó el viejo de mierda, cómo si yo lo pudiera saber—. ¡Toda la semana en el aula equivocada! Agarre sus cosas y venga conmigo.

Lo seguí. A mis espaldas se oían las risas contenidas de los otros alumnos.

El tercer grado fue la bisagra, convertí en realidad la profecía: si no me tenían fe, que fuera justificado. En la hora de gimnasia —en contraturno—, pedí permiso para ir al baño y me escabullí en la dirección para robar la libreta de calificaciones. Llegué a casa y con la mayor precisión de la que fui capaz, modifiqué el tres en rojo por un ocho en azul. A la media tarde, mi madre me recordó que en el almuerzo la había enredado con mis excusas habituales, y no le había entregado el boletín. Cuando lo tuvo en sus manos lo miró, y sin mediar palabra, me encajó un bofetón que me dio vuelta la cara, y me mandó a la habitación. Fui más osado que astuto: falsifiqué los números, pero olvidé las letras.

Cuando sentí la llave en la cerradura, se me paralizó el alma. Escuché cuchicheos en la cocina, y como si fuera hoy, los pasos de mi padre por el corredor. Cerré los ojos y los oídos del susto, como un sentenciado a muerte. Él abrió de un portazo y me gritó —¡Atorrante de mierda! —y dictó sentencia en mi alma para siempre—, usted es carne de patronato. ¡Eso es lo que es!

Ojalá mi padre me hubiera pegado, en vez de decirme esas cosas. Una vez me escapé a la plaza a la hora de la siesta. Cuando me fue a buscar me dijo que me iban a secuestrar los gitanos y me iban a arrancar las uñas. Esa noche no pude dormir, pensaba si me las sacarían a tirón limpio, con una tenaza o me vaciarían el dedo con un cuchillo. Una posibilidad más aterradora que la otra.

—Pero sus padres lo quisieron, Roberto. Piense que eran los modos de esa época.

—Mis padres perdieron cinco hijos, doctora, cuatro nonatos y uno al que le pusieron mi nombre antes de que yo naciera: soy el sexto, ni nonato, ni muerto después del parto. Sería injusto decir que no me quisieron, pero oscilaban entre la alegría de tenerme y el espanto de que me esfumara sin dejar rastro. Por supervivencia, se resistían a encariñarse demasiado. Me exigían ser el mejor, pero se preparaban para lo peor.

Después de hablar durante una hora, la psicóloga me preguntó si seguía enojado con mis padres; si pensaba que mis fobias, mis panoramas catastróficos y mis problemas con la autoridad provenían de la curiosa forma en la que llegué al mundo.

Me quedé cavilando la respuesta, sintiendo cuánto del relato ocurrió tal y como lo conté, y cuánto le añadió mi imaginación de tanto y tanto evocarlo. Ante semejante reflexión, suspiré y sólo atiné a decir:

—No sé. Dígamelo usted.

Jorge Juan Codina Ripoll

EL TEMPLO DE DOÑA CECILIA

Apretaba la mano de mamá mientras caminábamos por la acera recién regada. El perfume del asfalto mojado se mezclaba con ese aroma a cuero que sale todavía de las fábricas de calzado, como si los zapatos sudaran por sí mismos, sin necesidad de tener pies dentro. Las mañanas de Ildelia siguen oliendo así. ¡Genial!

—Venga, cariño, que llegaremos tarde el primer día al cole de los mayores —dijo con suavidad, pero tirando de mí. A mis cinco años, ya había desarrollado una notable sagacidad innata respecto al léxico de mi madre: «cole de los mayores» era una expresión trampa.

Fruncí el ceño. ¿Para qué ir si ya sabía leer, garabatear y contar? Mamá me había enseñado todo eso. Además, estaba seguro de que los otros niños se reirían de mis pantalones cortos de cuadros escoceses y mis pecas. Y papá… Él esperaba tanto de mí que me daba miedo decepcionarlo: «¡Has de ser mucho más que un contable de un taller de hormas, más que yo!».

De pronto, al doblar la esquina, estuvimos frente a la nave de una antigua factoría de cartonajes. Ahora, el cartel un poco destartalado decía: «Academia Doña Cecilia». Se me hizo un nudo en la barriga: el desayuno quería escapar de manera melodramática y vacilaba en la elección de la ruta: por arriba o por abajo.

—Mira, ahí está tu nueva maestra —dijo mamá, señalando a alguien.

Instantáneo. La vi y me sedujo.

Era una mujerona alta y recia, con el pelo negro ondulado y semblante dulce. Pero lo que más me llamó la atención fue su chaqueta de punto de canalé, color amarillo limón, que, con seguridad, inspiró la posterior invención de los chalecos reflectantes.

—¡Buenos días! —me sonrió. A mi altura, cara a cara, descubrí que era una diosa—. Yo soy doña Cecilia. ¿Cómo te llamas?

Yo era muy tímido, pero sin pensarlo dos veces, le contesté:

—Jorge, señorita, me llamo Jorge. —Sentí la presión de los dedos de mamá en el hombro y añadí—: ¡Para servirle a Dios y a usted!

Los ojos de la deidad se iluminaron.

—Qué nombre tan bonito. Estoy segura de que nos llevaremos muy bien.

¡Genial!

Al entrar al aula, me azotó el olor a libros nuevos y a gomas de borrar de nata que apestan a gomas de borrar. Me pregunté si algún mentecato se habría comido una pensando que era una mantecada. Me senté en un pupitre junto a un pelirrojo y observé con curiosidad a mis compañeros. Algunos no decían nada, otros reían, el mequetrefe pelirrojo se sacaba mocos secos con la punta del lapicero… Y, al parecer, yo era el único con ganas de llorar. Doña Cecilia entonó un cántico. Su voz, dulce y melodiosa, llenó el aula de alegría. Puse cara de bobo, sonreí sin darme cuenta y me limpié la baba con la manga. Luego, pasó lista.

—Ahora, niños, veamos quién sabe escribir su nombre —propuso la diosa.

¡Genial! ¡Caligrafía! Justo lo que necesitaba para impresionar a mis nuevos compañeros. El corazón me dio un vuelco. ¡Mi oportunidad! Comencé a escribir. Aunque las letras no quedasen perfectas, eran legibles. Al menos no parecían egipcias como las de otros.

—¡Estupendo! —exclamó doña Cecilia al repasar mi hoja—. ¿Quién te ha enseñado a escribir tan bien?

—Mi mamá —respondí, henchido de orgullo.

Pero mi momento de gloria duró poco. El niño de pelo rojizo y grasiento que debía peinarse con manteca «colorá» me metió un codazo.

—Menudo empollón —susurró, malicioso—. Seguro que no sabes ni atarte los cordones.

Se me encogió el estómago… porque ¡tenía razón! ¿Cómo lo había averiguado ese maldito Patricio Montero? ¿Lo divulgaría? Intenté ignorarlo y me concentré en la siguiente tarea: contar hasta diez. Los demás niños luchaban con los números como si fueran alimañas; yo los recité sin problemas. ¡Si papá me oyera! Los ojos de la diosa resplandecían de admiración.

—¡Excelente, Jorge! Veo que sabes muchas cosas. ¿Quieres ayudarme con la clase?

¿Me acababa de nombrar sumo sacerdote? Por un momento, me olvidé de mis miedos y de Patricio Montero. Solo existíamos doña Cecilia y yo, concelebrantes sobre el altar de la Sabiduría.

Entonces llegó el momento de escribir cifras. Comencé a trazarlas. Sin embargo, mi mano, pequeña y torpe, no cooperaba como yo quería. Mis números parecían más bien gusanitos futboleros.

—Cariño, veo que sabes mucho, pero tenemos que mejorar en esto. Observa cómo los hace Patricio, mira qué bonitos.

El templo se derrumbó. Vi a Pelomanteca sonreír con suficiencia. Sus números parecían de imprenta. Había decepcionado a la diosa, a mis padres y a la comunidad matemática mundial.

Hubo consecuencias: un pinchazo agudo me atravesó el abdomen. Necesitaba ir al baño, pero no sabía cómo pedirlo (mamá no me había instruido al respecto) en un entorno académico: ¿váter, aseo, servicio, retrete, cagadero…? El miedo y la vergüenza me paralizaron. Aguanté, apreté los dientes y cuanta víscera pude. Me sentía como una caldera humana.

La mañana fue eterna. El dolor aumentaba, y también la certeza de que este no era mi lugar. No importaba lo mucho que me gustara doña Cecilia.

Cuando el reloj marcó la una, mi madre me recogió, sonriente y expectante. Casi lloré de alivio.

—¿Qué tal tu primer día?

Enfadado con el mundo, no respondí. Solo quería llegar a casa, hacer caca y olvidar todo lo ocurrido. También borrar la academia del mapa, pero eso podía esperar.

Esa noche, después de resolver mi problema intestinal (varias veces) y mientras mamá me arropaba, pensé en doña Cecilia: en su sonrisa, en su chaqueta amarilla, en cómo me había hecho sentir especial por un momento…

Tenía mucho que aprender todavía. Tal vez, vendrían días mejores. Y en un par de años, comenzaría a vencer la disgrafía numérica. Y en tres décadas, mi padre me visitaría, orgulloso, en mi despacho de interventor de banco.

Y al día siguiente, sabría pedir permiso para «hacer de vientre». ¡Genial! Uno tiene que empezar con pequeñas victorias.

Jesús Gella Yago

LOS VERANOS SIN LOPE

Entonces teníamos que esperar en la plaza del ayuntamiento, entre la fuente y el bar. Éramos siete niños en el pueblo —bueno, tres eran niñas— y el Pegaso hacía ruta por el valle. El mío era la sexta parada. Aunque aún estaba oscuro se notaban los nervios del primer día, sobre todo a los pequeños. A mí ya no me pasaba, iba a cumplir diez años.

Me separé del grupo y me senté en el borde de la fuente sin decir nada hasta que llegara el autobús.

El primer año los padres nos habían puesto en guardia: que tuviéramos cuidado con quien nos juntábamos, que si los de tal pueblo eran así, que si los del otro eran asá. Que no nos dejáramos hacer esto, que no hiciéramos nosotros aquello. Al principio nos apiñábamos con los niños que conocíamos, pero un día me senté al lado de Lope en el viaje de vuelta porque me había quitado de encima a unos tontainas durante el recreo. Nunca habíamos hablado, aunque yo sí me había fijado en él. Subía al Pegaso en el tercer pueblo y parecía muy grande porque era dos años mayor. Aquel día me contó chistes muy buenos, aunque los verdes no los pillaba. Nos caímos bien y me gustó que uno de los mayores me hiciera caso. Al final muchos se cambiaban de sitio casi cada día, pero Lope y yo nos quedamos siempre en los mismos. Todos sabían que esos asientos eran nuestros. A la ida Lope se ponía en la ventanilla para mirar la montaña y los árboles y el río. Al volver se conformaba con el pasillo y me cedía el paisaje.

Recuerdo que ese verano lo pasé esperando el nuevo curso para volver a vernos. En casa no teníamos teléfono y el del bar no nos lo dejaban a los críos. Sobre todo echaba de menos los viajes en el autobús. Los chicos del pueblo —¡hasta mis primos!— me llamaban pesado y me tiraban pedruscos cuando íbamos al río porque siempre andaba con que Lope haría esto o diría lo otro.

El segundo fuimos los únicos que buscaron los asientos del año anterior. Lope había crecido aún más y llevaba el pelo tan largo que no se le veían las orejas. El flequillo casi le tapaba los ojos. Yo me sentí ridículo con mi corte a tazón. Lope se pitorreó pero enseguida nos estábamos contando lo que habíamos hecho durante el verano. Él había visitado a la familia de la ciudad, se había bañado en el mar y subido en barco. Estaba moreno de jugar en la playa. Me regaló una caracola y una postal con una chica en bikini que escondí en el libro de Lengua. El segundo curso iba a ser estupendo. Pero un día Lope vomitó en el autobús y se cayó en medio de una clase. Su abuela vino a buscarlo en taxi. Lope empezó a faltar muchos días. Se perdió el último trimestre entero, pero estudiaba en el hospital y en casa. Nos dijeron que estaba muy enfermo, pero yo sabía que solo la gente mayor se pone muy enferma. El teléfono del bar seguía vedado y el verano se me hizo larguísimo. Cada noche me dormía con la caracola apretada en el puño y por la mañana me volvía loco buscándola hasta que la encontraba dentro de la manga del pijama.

Al empezar tercero Lope me asustó de verdad. Cuando llegó el autobús a la plaza y lo vi en la ventanilla ya me pareció que traía el pelo demasiado corto. De cerca me di cuenta de que le faltaba a trozos. Olía diferente, raro. Seguía haciendo chistes como si nada le doliera por dentro y yo le seguía la corriente. Estaba muy delgado, incluso yo parecía más grande que él. Pronto empezó otra vez a faltar muchos días seguidos. Mis padres no me sabían explicar y se ponían nerviosos si preguntaba. Cuando Lope volvió no tenía nada de pelo, ni siquiera cejas. Yo pensaba también que solo la gente mayor se quedaba así de calva. No entendía por qué lo que le daban en la ciudad para curarlo le hacía eso a Lope. Me molestaba la forma de mirarlo de los demás, como si se fuera a romper. El último día que viajamos juntos en el autobús me pidió la caracola. Llevaba un año sin ir a la playa y quería escuchar el mar si se quedaba en el hospital. Pero ya no vino más a clase y no pude dársela. Quedaba medio curso y yo llevé cada día la caracola en el bolsillo, por si acaso. La última semana me peleé con unas chicas mayores que estaban en nuestros asientos. Me ardían las orejas. Creo que me ardieron todo el verano. Lo peor fue que perdí la caracola en el río. Buceaba durante horas pero nunca la encontré. Debió irse muy lejos.

El agua de la fuente me había calado ya la manga del jersey. Miré el reloj del ayuntamiento. El Pegaso se retrasaba. Iba a empezar cuarto y a esas alturas sabía que Lope ya no iba a volver, por eso nadie hablaba de él.

Al entrar el autobús en la plaza vi que había otro niño en el asiento de Lope. Me atraganté de rabia. El nuevo tenía la nariz pegada a la ventanilla. ¿Cómo le habían permitido sentarse precisamente ahí? El Pegaso rodeó la fuente y se detuvo delante del bar. Subí el primero y me planté delante del nuevo. Se iba a enterar. Se iban a enterar todos.

Lo reconocí en cuanto se apartó el flequillo. Aunque no llegaba a taparle los ojos, volvía a llevarlo largo. Me preguntó si le había traído la caracola. Le dije que se me cayó en el río y él me prometió que buscaría otra en la playa para dármela. El autobús entero nos estaba mirando.

Y a mí me dio igual que me vieran reír y llorar y reír.

David Villar Cembellín

SEMANA DE LA PAZ

Estábamos todos los niños concentrados alrededor del campo de fútbol. La última semana de enero la habíamos empleado en repasar las figuras claves del movimiento pacifista: Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela, la madre Teresa de Calcuta. También habíamos pintado murales conmemorativos de la paz en las paredes del colegio, un mural por clase, y estábamos circundados por palomas, banderas blancas, fusiles resquebrajados y mensajes motivacionales: «Give peace a chance». Era mediodía y los profesores mantenían un gesto serio, los frailes de La Salle mostrándose incluso emocionados. Por el cercano colegio de Begoña, el de las chicas, asomaron unos globos que se elevaron hacia el cielo y se perdieron entre el humo de la margen izquierda.

Globos, bah. Nuestro homenaje para la paz era mucho mejor.

En ese momento saltó al centro del patio el muchacho elegido, uno de los mayores, el más empollón de 8º de EGB. Pronunció un breve discurso:

—Por un futuro en paz y un armonioso porvenir entre los pueblos —hizo una pausa para tomar aire—, ¡el colegio de La Salle de Sestao envía esta paloma como gesto de fraternidad hacia el mundo!

El muchacho abrió una caja y de ella salió una paloma blanca. El pájaro aleteó torpemente un par de veces e hizo amago de volar, pero pronto cayó al suelo. Volvió a intentar alzarse, no podía. El ave tenía un ala doblada y se agitaba con movimientos nerviosos sobre el hormigón.

La paloma de la paz no sabía volar.

[…]

Con los años he elaborado una teoría sobre la educación en la paz. De hecho, he llegado a detestarla. Quiero que se me entienda, no estoy en contra de la paz como concepto abstracto, pero como contenido educativo creo que funciona a modo de herramienta de control social. Estoy seguro de que se nos imparte únicamente a los hijos de la clase obrera, a los pobres, a los desheredados. No imagino a etonians y pilaristas, tan pulcros y tan superiores intelectualmente (creen), siendo educados en la compasión, la quietud y la no violencia. Al revés. Estoy convencido de que los hijos de los elegidos del mundo son educados en la ferocidad para que, cuando haya que utilizar la fuerza, no titubeen.

Todos los reyes saben que la violencia es necesaria.

Todos saben que su poder nace de la represión, los atropellos, las armas.

Ningún cambio político o social ha sido posible sin violencia y por eso temen al pueblo y sus imprevisibles arrebatos.

Por eso ven necesario educar a la plebe en la paz.

Aleccionarnos convenientemente.

Sembrar estrato.

Adoctrinarnos.

[…]

Regreso a ese patio del colegio de La Salle de Sestao. De nuevo estamos a finales de los años ochenta y cientos de niños observamos a esa paloma girar sobre sí misma. El ave se revuelve y agita histérica unas alas que no vuelan. Resultan dantescos los esfuerzos de un animal por sobrevivir cuando se ve amenazado. En el centro de la escena, transido, el alumno que ha abierto la caja mira hacia los profesores buscando ayuda, pero ninguno sabe qué hacer. ¿La paloma estaba ya lesionada? ¿La hicieron daño al meterla en la caja? Nadie sabe nada.

Yo contemplo la paloma herida con incredulidad, como todos. Tampoco sé qué hacer. Sólo soy un niño más que se cree lo que le dicen. Durante la semana del Domund me han hablado de misioneros sacrificados en Guatemala, en El Salvador, en Uganda. Su sacrificio en favor de los pobres nos enaltece a todos. Miro el mural donde está representada la madre Teresa de Calcuta y pienso que su rostro es el de una santa.

Lo pienso de verdad.

[…]

«¡No lo es!», me gustaría gritarle a ese niño que fui a través de los años. «¡Abre los ojos! ¡No lo es en absoluto!»

Con el tiempo descubrirás que a Teresa de Calcuta se la vio acompañada del tirano haitiano Jean-Claude Duvalier, “Baby Doc”, o llevando flores a la tumba del dictador Enver Hoxha. Con Ronald Reagan también se dejó ver, la santa, aceptando medallas y ayudando a construir su imagen mediática; a cambio, ninguneando con su beatífica voz las atrocidades estadounidenses en Nicaragua.

—Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo —dijo sin embozo—. El mundo gana con su sufrimiento.

Agnes Gonxha Bojaxhiu, alias Teresa de Calcuta, fundó más de quinientos conventos y ningún hospital. Ninguna clínica, ningún sanatorio, ningún lugar de curación. Morideros levantaba la canonizada señora, lugares donde agonizar y marchitarse, donde hojaldrarse y sufrir sin fin hasta el último de los días. Quien preconizaba la pobreza ajena recaudó cientos de millones de dólares sin salvar a nadie. Más preocupada el arquetipo caritativo, la virtuosa hermana, de la salvaguarda de los nonatos que del amparo a los vivientes.

La imagen humana de la bondad jamás ofreció esperanza

La monja sádica.

El mal bicho.

[…]

Pero el niño de doce años que soy entonces todavía no ha apostatado de la paz y el rostro de Teresa de Calcuta le llena de gracia. Tampoco entiende cómo esa paloma, percibida como símbolo universal, no alza el vuelo. ¿Acaso pueden los símbolos incumplir nuestras expectativas? ¿Pueden los fetiches decepcionarnos?

Los globos lanzados desde el colegio de Begoña se perdieron de vista hace rato, pero nuestra paloma sigue dando pena en medio del patio. Como si la realidad se filtrase a través de una gasa, pasan los minutos y el inmovilismo es total. El niño del centro, que ha pasado de protagonista a monigote, se pone a llorar. Los frailes de La Salle se miran unos a otros. Algunos profesores carraspean.

Pero ocurre en ese momento, acontece en ese segundo preciso, que un chico eleva la voz. Se trata del más bruto de mi clase, quien en un momento de lucidez pronunciará dos palabras que se extenderán como un eco por todo el colegio. Serán el colofón perfecto para la Semana de la Paz.

—Deberíamos matarla —dice.

Francisco Martínez López

AROMA A FLAÓ

Don José, el director de las escuelas nacionales, estaba en el patio de recreo comiendo una manzana a mordiscos mientras observaba el ajetreo de los chiquillos jugando. Mi madre me llevaba casi arrastrando; tenía miedo y me sentía ridículo con aquella cartera de pana, cosida por ella con los retales que le sobraron de los últimos calzones que le hizo a mi padre, quien había fallecido el 6 de septiembre del año anterior. Desde entonces, mi madre había decidido llevarme a Ibiza, donde trabajaban mis hermanos.

El director se quedó mirando a mi madre fijamente, moviendo la cabeza con hastío. Dijo algo en ibicenco que no entendí, pero que sonó a una blasfemia o algo parecido. Ella ya había hablado con él dos días antes y le había dicho que no había plazas disponibles. La población en San Antonio Abad (ahora Sant Antoni de Portmany) se había multiplicado casi por tres entre 1960 y 1967, y no había aula que no tuviera ya cincuenta alumnos. A pesar de la negativa, mi madre decidió llevarme a la escuela aquel lunes, 7 de enero.

—Tú entras a la escuela por encima de la cabeza de Dios, y eso que no existe —mi madre era atea y no lo disimulaba —. Verás cómo hoy no me dice que no.

—Madre, sin cartera de material no voy, además algunos hablan raro…

—Ahora te callas —me cortó mi madre, apretando mi mano con más fuerza mientras nos acercábamos al director, que daba otro mordisco a la manzana. La fruta pareció atragantársele al ver a mi madre, porque de repente la escupió a sus pies. Ella dijo que seguramente fue sin querer, pero yo pensé que lo hizo a propósito, porque ni siquiera se disculpó. Se dirigió a ella de un modo grosero, aunque no entendimos todas sus palabras:

—Senyora, una altra vegada ha tornat? No li he dit que no hi havia places a s’escola? Ni un sol pupitre. No entén cristià?

Mi madre bajó los ojos y miró el trozo de manzana en el suelo, como si fuera una raya infranqueable. No la cruzó, y nos quedamos clavados donde estábamos. Después me miró, casi me estrujó la mano alzándomela para que él me mirase.

—Sí, lo entendí, don José, claro que lo entendí. No hace falta que me lo repita. Nosotros venimos a ver a doña Catalina —indicó mi madre en un tono bajo, casi desafiante—. Nos dijo que tenía un hijo muy bueno, supongo que será su hermano, digo yo. «Mi hijo les hará un hueco, aunque tenga que traer una silla de su casa, porque no es de cristianos dejar un niño tan guapo sin escuela», eso nos dijo…

El director murmuró algo entre dientes que no oímos, y luego hizo el ademán de dar otro mordisco a la manzana, pero se quedó con ella en la mano apenas sostenida por el índice y el pulgar.

—Doña Catalina es mi madre, y yo soy su único hijo —respondió finalmente, bajando la manzana, sin morderla, hasta la altura de su cintura.

En ese momento, se acercó una señora muy sonriente vestida de negro desde las alpargatas hasta el pañuelo que cubría su cabeza. Llevaba faldas largas hasta los pies, calzados con espardeñas. Era la primera mujer ibicenca que vi vestida de payesa. Ignorando a su hijo, se dirigió directamente a mi madre.

—¡Buenos días, doña Vicenta! Llegan un poco tarde, les dije que antes de las nueve y son casi las once…—regañó a mi madre sin perder la sonrisa.

—El chiquillo, que le daba vergüenza venir con cartera de pana, y llevamos más de una hora pateando San Antonio en busca de una cartera de piel, pero que si quieres arroz, Catalina… —terminó mi madre usando una expresión de la Mancha, sin pensar que la mujer que estaba ante ella se llamaba Catalina—. Perdón, perdón, doña Catalina…

—Tranquila, tranquila. No passa res, no pasa nada —respondió la mujer, alternado el castellano con el ibicenco, con la misma sonrisa amable del principio —. Espero que, en lugar de arroz, me haya traído el queso que le encargué a su hija.

Mi madre, que llevaba un bolso de rayas de nailon multicolor, sacó un queso envuelto en papel de estraza, atado con dos tomizas de esparto, enseñándoselo a la mujer, sin entregárselo, lo guardó y sacó otro paquete con aroma a morcillas, también envuelto en papel de estraza.

—También le he traído unas pocas morcillas de la matanza. Las hago yo. Creo que serán las últimas, pues mi hombre ha muerto…

—Josep, sa seva filla és sa que fa es formatge que tant t’agrada… Sa Felipa. Ja has escoltat, s’ha quedat viuda i amb un al·lot petit…

—Mare! Vostè sempre… —dijo el director dirigiéndose a su madre. Luego, ignorándola, me miró a mí—. Tú, vete a jugar, y cuando veas que los otros niños se ponen en fila, vas y te pones en la de don Juan, aquel hombre del pelo rizado. Ya te buscará un sitio donde sentarte, aunque sea en el puño.

—Madre, ¿entonces puedo ir a jugar?

—No —contestó doña Catalina—. Esta mañana no tienes clase, esta tarde sí, y con un poco de suerte, a lo mejor tengo para ti una cartera que no es de piel, pero se le parece, de «skay». Y así te dará tiempo a que pruebes un trocito de flaó que acabo de sacar del horno. Bueno, hace más de tres horas…

Por la tarde, bien repeinado y con una cartera usada de «skay» marrón subía las escaleras que llevaban al primer piso de las Escuelas Nacionales de San Antonio Abad (Ibiza).

Desde entonces, gracias a doña Catalina, busco el aroma del flaó en cada tarta de queso, sin éxito. Y también, gracias al seco y rancio de don José, cada vez que leo la palabra «historia», pienso en él, pues como profesor de la materia, fue el mejor y me hizo soñar con serlo yo también.

Julio Montesinos Barrios

CARPANTAS

La fina película de plástico emite un ligero crujido al rasgarla. El sellado estanco ha cumplido su función dignamente. Aunque algo endurecida, tras manosearla un poco, la vieja pastilla de plastilina recién descubierta resulta suave y maleable al tacto. Como debe ser. Como siempre fue. Más de cuarenta y cinco años abandonada a su suerte no le han restado un ápice de eficacia.

Husmear en el anárquico sótano del hogar de mi infancia y juventud ofrece premios como este. Todo un asalto al pasado. A lejanos tiempos impregnados de nostalgia. Como la que desprende este anaranjado trozo de plastilina con su imborrable olor a aceite de linaza.

El singular aroma me transporta súbitamente a través del espacio y del tiempo. Un inesperado y proustiano viaje con parada y fonda en la puerta de mi colegio de toda la vida. Finales de los setenta. Cinco añitos. Primera hora, del primer día, de mi primera vez. Espectáculo dantesco. Mayores que empujan a aterrados infantes hacia el interior de un siniestro edificio. Cortes de pelo a tazón y pantalones cortos. Progenitores luciendo atuendos serios y oscuros. Madres con vestidos feos. Padres con pantalones acampanados grises, de franela, de los que pican… Atronadora escolanía de gritos, lamentos y lloros huérfanos de sincronización alguna a la que me uno. Insurrectos que se aferran a farolas y venden caro su pellejo a base de patadas y escupitajos. Un valiente que casi se escapa. Curtidos profesores que capturan prisioneros. Puertas que se cierran mientras vemos alejarse a unos padres que exhiben inquietantes sonrisas en sus rostros.

Ya estabulado en la clase asignada, contemplo desconfiado al personal que me acompañará en la condena. Una curiosa amalgama de más de cuarenta tipos de ojos humedecidos, mocos en la puerta y bocatas envueltos en papel Albal asomando por un bolsillo del pantalón. Esos a los que días después algún listillo les hincará el diente y dejará solo unas migajas sin que el dueño descubra quién es el Carpanta de turno.

Un niño rubito, que con el tiempo se convertirá en uno de mis mejores amigos, pota al ponerse en pie para decir su nombre y apellidos. Un clásico en los primeros cursos. Al menos en mi colegio. Al poco llega la limpiadora con escoba y cogedor y echa serrín sobre la plasta. He aquí los elementos necesarios para el nacimiento de la leyenda urbana sobre las croquetas del comedor.

El primer día transcurre entre presentaciones, juegos, intentos de fuga abortados, preludio de amistades y aparente resignación ante aquella misteriosa e inevitable etapa que acaba de comenzar. Tiempo después llegará el pantalón largo con rodilleras; los jerséis de cuello alto enfundados a presión; la Navidad; el Belén de plastilina; la rivalidad y desprecio entre clases del mismo curso; el mayo florido, potenciando cubistas dibujos de vírgenes, ¡la tuya sí que está bien!; los partidos de fútbol de veinte contra veinte en el patio del colegio; el término del curso con la interminable actuación fin de fiesta… Y dos meses y medio después, vuelta a empezar, girando sin escapatoria en el uroboros educativo que ocupa infancia y adolescencia.

Los recuerdos desaparecen al evaporarse los efluvios del chute de plastilina. Vuelvo a mi espacio y tiempo. La experiencia ha sido breve pero intensa. No ha estado nada mal. Tras abandonar la casa de mis padres, paseo un rato y comparo las sensaciones revividas con las experimentadas la semana pasada al llevar a mi hija Paula, de cuatro años, a su debut escolar. Padre primerizo a los cuarenta y cinco palos, de esos de paternidad relajada tan habituales hoy, mi impresión ya con el medio siglo recién tachado resultó agridulce.

La horda salvaje se ha reducido a unos cuantos pelotones. Paula, otra mocosa de guardería resabiada, saluda como si nada a viejos conocidos, entrando victoriosa en un edificio pequeño y aséptico, sin chicha ni limoná. Mezcla de padres jóvenes y maduritos, todos muy modernos, eso sí. Ningún intento de evasión. Gritos de alegría, de exceso de vida. Llantos y pataletas aisladas de algunos profesores que pelean sin éxito contra jefes de estudios que los arrastran a sus clases… Madres que salen corriendo porque han dejado el coche en doble fila. Niños que no miran atrás. Y entre todo este extraño mundo que ya no entiendo, descubro a un chaval gordito olisqueando la cartera que lleva una compañera a la espalda. Asiente satisfecho. Nuestras miradas se cruzan y sonreímos. Los Carpantas sabemos reconocernos. No todo está perdido.

Jorge García Vela

LA GRAN EVASIÓN

Debía ser cauteloso. No podía precipitarme ni ceder a los primeros impulsos. Logré calmarme para analizar la situación según avanzábamos por aquel camino hacia la prisión.

Era algo que sabía que ocurriría. Me habían estado avisando, pero uno tiende a creer que aquello siempre tardará un día más. Los guardias que me llevaban pretendían ser majos, no eran ni agresivos ni autoritarios, de esos carceleros que parecen arrepentirse de su profesión, imagino. Unos hipócritas. Falsos.

Durante el breve trayecto fui desarrollando mi plan. No tenía mucho tiempo, por lo que era crucial el sosiego y la rapidez. Cuando me dejaron en la puerta de aquel lugar siniestro, mi decisión era firme. Las paredes eran asfixiantes, muros gruesos, casi autoritarios. Según avanzaba por el pasillo interior, vi celdas a uno y otro lado de las que escapaban gritos y susurros. Al encarar la mía, tenía el plan perfectamente definido.

Al entrar, los otros presos formaban en perfecto orden, recibiendo las instrucciones del oficial allí presente… Inmediatamente me convertí en el principal foco de atención, por lo que debía esperar manteniendo un perfil bajo. Me presentaron y explicaron por encima el funcionamiento del lugar, emplazándome al día a día para hacerme con la rutina. Todo muy informal y aparentemente inofensivo. Un engaño.

Allí plantado, frente al resto, escuchaba poco de lo que decían. Trataba de recrear mentalmente los pasos a seguir en cuanto tuviera la oportunidad. Sabía que no podía volver a casa, ya que allí sería el primer lugar en el que buscarían. Debía dejar pasar un tiempo prudencial antes de regresar, ocultándome cerca, a pesar del riesgo que eso conllevaba.

Había memorizado cada tramo para desandar mis pasos. Sólo había dos puertas. Yo era rápido, podía hacerlo. Una vez lograra abrir las puertas, saldría al aire libre. Tenía que girar a la derecha por una calle estrecha hasta otro barracón que me obligaba a volver a girar a la derecha y luego a la izquierda para recorrer una larga explanada con barracones a un lado y un descampado al otro. Por el descampado había varias salidas, pero yo debía tomar la última. Tras subir unas escaleras, tenía que girar a la izquierda, luego a la derecha y, finalmente a la izquierda nuevo. Un laberinto. Una vez superado, la cosa se aclaraba, quedando a la vista territorio conocido y mi casa a lo lejos.

Si bien no estaba acostumbrado a estas aventuras en absoluto, sentía un incontenible regocijo por mi atrevimiento y me congratulaba por la brillantez mental que poseía y la osadía de lo que pretendía. Todo aquello era como un mundo inabarcable que había logrado atrapar en mi memoria. Una sonrisa interior y cómplice era mi única aliada.

Viendo la actitud del resto de presos, me hizo sentir un ligero desprecio hacia ellos. No daba crédito. Más que presos parecían súbditos sumisos, inquisidores que, en algunos casos, veneraban al que los sometía. Me asqueaba su borreguismo y su docilidad. De manera instintiva los consideré enemigos, como si fueran parte del bando que nos tenía encerrados. Allí estaban, complacientes y obedientes, gritando consignas a la orden de la jefa. Si ya tenía clara mi huida, aquello no hizo sino azuzar mi deseo.

Aunque procuraba aparentar tranquilidad e indiferencia, todo mi cuerpo estaba en tensión y tenía los sentidos excitadísimos. Sólo tenía que esperar a dejar de ser el centro de atención y cogerles desprevenidos. Cinco o diez minutos bastarían, aunque los nervios alteraban mi percepción. Por puro instinto, con aquella sala ya en calma y cada uno a sus quehaceres, inicié, raudo, la carrera hacia la salida. No sé, el plan, en mi cabeza, no tenía fisura alguna, pero visto con distancia, puede que tuviera alguna que otra lagunilla. Llegué a la primera puerta casi de inmediato, sin que nadie se percatara, con un vertiginoso sigilo, incluso cuando intenté abrirla no noté reacción alguna, pero no se abría… Tiraba y tiraba, pero no había manera. Fue entonces cuando dieron la voz de alarma. Un maldito cerrojo que no entendía frustró mi intrépida tentativa casi antes de empezar. Mi ilusión se diluyó como una meada en el mar.

Se me vino el mundo encima. La vergüenza me cubrió por completo. Entendí de inmediato que había desaprovechado mi única oportunidad, que ahora estaría especialmente vigilado y reforzarían la seguridad.

Me senté en una silla, queriendo que me tragara la tierra y hacerme invisible entre todos aquellos compañeros que me miraban con curiosidad. Sólo levantaba la mirada para fijarla en aquella presa, seguramente víctima del síndrome de Estocolmo o haciendo méritos para recibir prebendas. Una repipi, redicha y repelente de pelo rizado que fue la que gritó avisando a la despistada profesora.

En realidad, la pesadumbre se me pasó rápido. El rencor y los enfados, a esas edades, suelen olvidarse rápido y durar poco. Después de dos o tres complicidades y un paso por el recreo todo se esfumó. Y ahí estaba yo, gritando consignas, entregadísimo a mi profesora.

La b con la a. Ba.

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Danfre
Danfre
2 meses hace

Enhorabuena a los seleccionados. Es estupendo comprobar la variedad de puntos de vista que surgen sobre un mismo tema.