Más de 450 relatos han participado en esta edición de #HistoriasdePioneras, un concurso, dotado con 2.000 euros y patrocinado por Iberdrola, para celebrar el Día Internacional de la Mujer, el 8 de marzo, en un año en el que además conmemoramos el centenario de Emilia Pardo Bazán.
El viernes 19 de marzo publicaremos quiénes han sido elegidos como ganador —1.000 euros— y los dos finalistas —que recibirán 500 euros para cada uno—. El jurado está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
Esta es la selección de los 10 textos que optan a los premios:
1
***El relato número 1, La mujer quiere alas de Javier Puchades, ha sido eliminado de esta selección previa al incumplir las bases del concurso.***
2
Autor: José Luis Rodríguez
“Padre, yo no voy a bajar a río a lavar las tripas del marrano, que baje el José o el Vicente…”. Una sonora bofetada tumbó a Eutimia en el suelo.
“No me respondas cagon diola, eso es cosa de mujeri. Bien limpias las quiero”.
Cogió el pesado barreño con aquel amasijo pestilente y sin decir una palabra más aligeró el paso para terminar cuanto antes. El frío de la mañana cortaba y pensaba en cómo estaría el agua del río, nunca tan gélida como las bofetadas que, si no eran por una cosa, eran por otra, se llevaba con cierta frecuencia.
“¿Pandi vá?”
“Al río a lavar esto”
“pero Eutimia, te se van a helar las manos, calienta un poquino de agua en la lumbre y…”
“Dice padre que en el río”, cortó la conversación y avivó el paso.
Al terminar el día, y después de lavar artesas, preparar comidas, echar de comer a los borregos, cortar tallos, en definitiva, de hacer cosas de mujeres, y de hombres, Eutimia cansada se sentaba en su colchón y arrimaba un candil para, bajo su temblorosa luz, escribir torpemente historias y poesías que siempre buscaban salir de su cabeza.
“Eutimia, trae el vino”.
“¿No has oído a José?, que traigas el vino”.
“Yo ya estoy acostá padre, que lo coja él”.
“Cagon diola, la muchacha ha salío rabúa, como el abuelo Antonio…”, dijo sin separar los dientes y enfurecido se levantó y fue a buscarla a su habitación. La sorprendió escribiendo en papeles sucios, y sin mediar bofetada esta vez, arrancó los papeles de sus manos, rebuscó debajo del colchón y encontró cientos de papelitos con poesías, historia y cuentos, con mala caligrafía y peor ortografía, pero eso él no lo sabía.
Lo tiró todo a la brasa que quedaba todavía bajo el caldero, reavivándose en altas llamas, como si el mismísimo diablo agradeciera ese manjar.
“Ya le diré yo a Don Servando que se dedique a dar la misa cuando venga por el pueblo y que no se le ocurra enseñarte a escribir más, si no las hostias las voy a dar yo. Que no vales pa ná, que tienes la cabeza cocosa, ¿tú ves que tus hermanos necesiten leer o escribir pa trabajar?”.
Hubiese preferido un bofetón, o cien.
El candil se apagó, como queriendo desaparecer de escena, y a oscuras, sola y en silencio lloró.
Notó la aspereza de sus manos en la cara y pensó si existiría otra vida lejos de aquella alquería.
“Madre, me voy”
“¿Y pandi vá?, es mu trempano pa ir ande a las borregas, entoavía no habrán parío…”
“A Plasencia, madre, a servir a la posada de tío Manuel”. Cortó en seco la posible conversación.
“Pero muchacha”, apenas atinó a decir la madre, “padre te mata”.
“Padre y el José y el Vicente llevan años matándome, como a usté”.
Oyó los sollozos de la madre antes de cerrar la puerta, pero no miró atrás, salió rápida y viva de paso, como ella solía caminar, como si siempre tuviera prisa. Por veredas que conocía perfectamente cruzó el monte hasta llegar a Mohedas y allí unos viajantes la llevaron en mulo hasta Oliva, por turnos. Un trayecto largo. Desde allí, sin tomar descanso, caminó hasta Plasencia.
En la misma plaza está, porque todavía está, la posada “El Español”, muy transitada, sobre todo por la soldadesca del regimiento de infantería. Allí llegó Eutimia, cansada del viaje y con mil historias y poesías en su cabeza, para escribir en cuanto tuviera un trozo de papel y un lapicero.
“Tío Manuel, me manda padre pa que sirva con usté en la posada”. Mintió.
“¡Pero tú eres la Eutimia!, ¡qué grande estás y qué moza!, casi no te conozco, ¡entra que te vea tía!”.
Acordaron que trabajaría haciendo de todo, como siempre, a cambio de comida y cama.
Pero ella estaba feliz porque tendría tiempo para escribir sus poesías y sus cuentos.
Desenvuelta, no tardó en hacerse con el aprecio de una clientela que valoraba su diligencia, y la tropa, cómo no, que no le apartaba el ojo y la llenaba de cumplidos, groseros en su mayoría, que ella sabía perfectamente cómo manejar. Sin embargo, había un cabo, Francisco, educado y respetuoso que la trataba con delicadeza y cuando aparecía por la posada ella veía el cielo. Sí, se prometieron y quisieron casarse.
Volvieron al pueblo para pedir permiso al padre, del que no había vuelto a saber nada. Ante la solicitud de mano de la hija de un cabo de Infantería del Ejército español, el padre no tuvo los redaños de negarse.
Y Eutimia cambió padre por marido.
Enseguida estalló la guerra y Eutimia, embarazada regresó al pueblo, tan recóndito, que ni la contienda se acordó de pasar por allí. Mientras Francisco iba de frente en frente.
Eutimia escribía, dibujaba y decidió dejar de hacer cosas de mujeres y de hombres, hasta que todo acabó y estableció familia en la capital y el cabo, ya sargento por méritos de guerra, cortó sus alas de nuevo. Las mujeres están para otras cosas, sólo tienes pájaros en la cabeza.
Aun así, sorteando un calvario diario, Eutimia pudo escribir miles de poemas y de historias, pintó cientos de cuadros, sin manejar técnicas, ni perspectivas, dos dimensiones.
Nunca nadie la enseñó ni a escribir, ni a pintar y nunca escuchó de quienes la rodeaban, una palabra de apoyo, de ánimo. Se enseñó a sí misma, aprendió de ella, de lo que veía y sentía.
“Abuela, he conseguido que publiquen tu obra, mira, aquí la tienes”.
“¿Tú quién eres?”, preguntó anodinamente mientras miraba a través de la ventana, en dirección hacia donde se escapaban sus recuerdos.
Eutimia cogió el libro, lo mordió y dijo que no quería más y que iba a bañarse al río.
Eutimia ya no estaba.
3
José Esteban Mantilla
Los que montan caballos salvajes llevan el sentido puesto en la inmensidad del horizonte, donde el pensamiento se conjuga en distancias, el espacio que traduce libertad de movimiento y se transforma en deshago, sin ataduras, aferrado a la falseta que ciñe la cabeza del corcel al jinete donde hace monta, ligado a la mano que sostiene la soga que aprieta y pide puerta al viento, jugando con la boca que no ha probado bozal, cuerpo sin silla y sin estribos, que se estremece, donde se acunan las leyendas y los cuentos del bruto y del que doma, en las historias que cuentan de Manuela, para hacerse macho y hembra, la guerrera que no tuvo rienda y se hizo soldado, esposa y amante.
Frente a las presunciones y las formas, los motivos que cuentan la historia de la hija reconocida de Simón Tadeo Sáez de Vergara y Yedra, natural de Burgos y la criolla María Joaquina de Aizpuru y Sierra Pambley, madre y amante que moriría de fiebre puerperal post parto después del nacimiento de Manuela; en el aislamiento, su castigo social en la Hacienda Cata Guango en Quito, la recién nacida un poco mayor, sería entregada a Sor Buenaventura, la Madre Superiora del Convento de Monjas Conceptas y Real Monasterio de la Limpia e Inmaculada Concepción, con órdenes de tutoría y custodia y, guardaría el secreto del proceso en los claustros que esconden infidelidades, matrimonios, votos de castidad y pausa para la niña, que se mira en otras niñas, Nathán y Jonathás, dos esclavas negras regalo de su padre, para juegos, entretenimiento y compañía.
El Monasterio de Santa Catalina de Siena de la Orden de Santo Domingo, serviría para los clásicos: inglés y francés; reglas del idioma y la culinaria con el bordado, que anula los cuentos sobre Manuelita y asumiría el médico inglés James Thorne en la Iglesia San Sebastián de Lima, un hombre que le doblaba en edad; dentro de los absurdos y los compromisos, el origen de las historias para la “Amazona” en ciernes, propios a la guerrera, donde se hizo piel y cuerpo en la lucha y avivó la ruta de mujeres independentistas: Josefa Tinajero, Manuela Cañizares, Manuela Espejo, Rosa Zarate, acoplándose al valor de ímpetus de las monjas, que a los 14 años, llevaba suministros a los rebeldes, santo y seña con mensajes, enfermera para los heridos, el cuerpo a cuerpo en la infantería, la carga y arengas en la caballería, las querellas en la política y los estrados, quema de carteles y papeluchas en las calles y, el teatro de comedia para Santander.
Conflictos sin límites donde Manuela se hizo en dimensión y locura, la feminidad que se descubre en el hombre, la unidad hermafrodita como principio de misterio, luna nueva en creciente vista por vez primera en el firmamento cuando el sol oculta su desplazamiento, entre lo agreste y lo hermoso del Ecuador terrestre y el tiempo corre por el espacio sin límites con el cuerpo que se hace piel al galope, cubierta de cerros y distancias; entumecida por el glacial frío y el viento tempestuoso del Sur, convertida en luna negra y en otras, en luna llena, mirando el paso del Condor de los Andes con su larga cola, alas anchas y plumaje gris pálido y negruzco, que transmuta Libertador en “Manuela”, la quiteña acanelada de tonos rojos y blancos, enrazada en las estepas y los páramos abruptos, que ajusta sus piernas sin cincha al corcel donde hace monta y espera al hombre para hacerse jícara, aferrada a la idea del macho y a la crin del caballo que acaricia el vasco nacido en Caracas y resume a Manuela. De pie, en el balcón con flores de la calle empedrada por donde pasará la tropa y las armas, con sus manos en la guirnalda dispuesta a lanzarla, y con el viaje dar en las casualidades del que va sobre el caballo, el lance de lo real, la rienda y los estribos y, el corcel parado en dos patas que no recibe la carga, pero si el pecho de Bolívar que se cubre de rosas.
Así fue, en tonos de Magia ritual que la tierra y el destino depara para hacerlo eclipse, cuando se interpone entre el Sol y la Luna y descubre un cono de sombras que la oscurece y acoge a los amantes, sobre los espacios sin tiempo, de desazón y silencios, con juegos de guerra inconclusos; el todo que convierte en epopeyas las realidades, el Hieros Gamos del matrimonio sagrado entre Manuelita y Simón, la Caballeresa del Sol que José de San Martin otorgó al patriotismo de las más sensibles; Sucre, el grado de Coronela del Ejercito patriota; Bolívar, Libertadora de El Libertador; el honor de las valkirias y selectoras de los caídos que mueren en combate, la amazona en los cruces de camino donde se conciben las hazañas y se contemplan las mujeres con destino propio para los hombres, mostrándose desnudas, enfrentando conjuras, reflejo de lo vivido en el palacio de San Carlos en Santa Fe de Bogotá para lo que ama, con los que vieron el sueño y contra los que quisieron matarlo, escuchando ecos de la Gran Colombia en Paita, lugar del destierro y angustias, buscando en la picadura de una serpiente el gesto amoroso y de despedida de Cleopatra para Marco Antonio, y, con la palabra perfecta que su vientre y la naturaleza le negaron, encontrar las traiciones.
Muerto adoré a Bolívar, ahora lo venero. Y recordaría la Torre de Babel, aquel folleto que circuló por Bogotá de manos de mujeres liberales, escrito con dolor y rabia, al lado de Nathán y Jonathás, sus amantes. ¿En cuál idioma hablamos maestro, inglés, francés, español? o el quichua de los taytas de esta tierra, preguntaría a Simón Rodríguez.
Como tú Manuela, dulce de coco y membrillo en almíbar de tus manos, con bordados para el alma de El Libertador. Al final, se la llevaría la difteria, sin fecha y sin funerales.
4
Margarita Linares
Teresa y Nicanor se querían desde niños. Vivían en Asturias, en un pueblecillo cercano a Llanes. Teresa cuidaba las gallinas por las mañanas y por las tardes, su madre le enseñaba a bordar. Con 14 años, Canor se fue a Cuba a hacer la América y a Teresa le prometió volver. Teresa lo esperó, animada por unas cartas de apenas unas líneas que al principio recibía cada mes. Pasaron los años, estalló la guerra y las cartas de Cuba dejaron de llegar. Aun así, Teresa siguió esperando.
-¿Qué? ¡Moza! –le decían las vecinas- Tanto esperar, tanto esperar y ya nos quedamos para vestir santos…
Terminó la guerra y Teresa, una noche cualquiera, se asomó por la ventana de la galería de su habitación y miró hacia la plaza principal del pueblo. Le pareció ver la silueta de una sombra conocida y sintió una punzada en el corazón. Era él. Nicanor volvía después de 12 años y -contrario a lo que se pudiera pensar- más pobre de como había marchado. A Teresa no le importó.
-Vamos a casarnos ¿verdad Teresa?
-Claro que sí, hombre.
La boda fue austera. La España de la postguerra no estaba para fiestas.
Él comenzó a trabajar como albañil, profesión que había aprendido en Cuba y ganaba una exigua paga que apenas daba para que comieran sus dos hijas, Teresa y él. Teresa se cansó de apenas tener para comer y decidió colgar de un herrumbroso clavo que estaba en la puerta de entrada de su casa, un cartel de madera escrito con letra tosca que decía “Se hacen composturas”. Logró tener unas pocas clientas que le llevaban ropa para remendar y así, ingresaba algo más de dinero a casa. Una tarde, tocó a su puerta doña María, la rica del pueblo.
-Buenos días Teresa.
-Buenos días, doña María.
-Quiero que cosas unos pantalones para mi marido.
-¿Unos pantalones?- Teresa no sabía cortar ni confeccionar.
-¿Qué? ¿No puedes?
Teresa pensó rápido.
-Sí, sí doña María, claro que sí.
-De color gris.
-Puedo ir pasado mañana a tomarle las medidas a don Francisco y mostrarle las telas que encuentre en el almacén.
-Mi marido tiene mucho trabajo. Pasa por la tarde, después de las 5:00.
-Sí, doña María.
– ¿Cuánto vas a cobrarme?
-Deje que hago el presupuesto.
-Te dejo treinta pesetas por adelantado.
Teresa miró el dinero con avidez y disimuló.
-Sí, gracias doña María.
– ¡Ha! ¡Treinta pesetas! -Pensó.
Rápidamente, Teresa tomó de la mano a las niñas, las encargó con la vecina y caminó hacia el pueblo contiguo, donde operaba un contrabandista de comida que apodaban el Matavacas. Compró harina de maíz, patatas, aceite, alubias, arroz, garbanzos y bacalao.
Feliz, llegó a su casa y preparó la cena. Al llegar Nicanor, Teresa le dijo:
-¡Canor! ¡Lo que ha pasado!
-¿Qué ha pasado, Teresa?
-Doña María me ha encargado unos pantalones y me ha adelantado treinta pesetas.
-¡Treinta pesetas! ¿Unos pantalones? Eso es mucho dinero… ¿desde cuándo sabes tú hacer pantalones?
Teresa calló.
-¿Y estas patatas? ¿Y esos garbanzos? Rapaza ¿qué has hecho? ¡Te has gastado el dinero!
-No todo. Mira Nicanor, tenemos alubias, aceite…
-Sí Teresa, pero ¡menudo problema en el que nos has metido!
Teresa comenzó a llorar.
-Tienes razón. No sé cómo hacer un pantalón ¿cómo voy a devolver las treinta pesetas?
Después de un rato consolando a su mujer, Nicanor le dijo:
-Bueno, bueno, mujer, mañana se verá. Dile a doña Teresa que le pagaremos el dinero poco a poco. Yo espero tener mucho trabajo la próxima semana. Vamos a dormir. ¡Estoy hecho polvo!
Llena de angustia, Teresa se acostó y se durmió rápido, cansada de llorar.
Esa noche soñó, con todo detalle, como llegaba a Llanes y tomaba dos muestras de tejido para enseñar a don Francisco. Compró tijeras, papel de corte, hilo, alfileres, botones, agujas, escuadra y tiza. Se vio a sí misma llegando con seguridad a casa de don Francisco para tomarle las medidas: el largo, la cintura, el contorno de cadera, la bastilla, la rodilla y el tiro. Sintió en su brazo izquierdo el peso del corte de la tela elegida por su cliente y se vio limpiar la mesa de la cocina para dibujar y cortar. Reconoció el derecho y el revés de la tela y sintió en sus manos la vibración de la tijera cortando cada hilo del entramado de nylon. Le dolieron los pinchazos que se dio al armar el pantalón y pegar la pretina. Hizo los ojales de los botones y finalmente-en el sueño- sintió gran entusiasmo al tomar la plancha de carbón y dejar su creación perfecta.
Al día siguiente, se despertó de madrugada y despertó a su marido.
-¡Canor! ¡Ya sé cómo hacer el pantalón! – y se levantó de un salto de la cama.
Con el dinero que aún le quedaba, compró lo que pudo encontrar, según había visto en su sueño. Al día siguiente, en punto de las cinco, se presentó ante don Francisco con la seguridad de una modista experta. Teresa cosió y descosió, montó y desmontó, pero el resultado era, según su gusto, impecable.
Teresa tocó la puerta.
-Don Francisco, vengo a entregarle su pantalón.
-Pasa.
-¿Hay que ajustar algo, don Francisco?
-Hum. Sienta bien. Quizá un poquitín más largo… está muy bien. ¡María! Mira el pantalón.
-Ha. Quedó muy bonito. ¿Cuánto se te debe?
-Cinco pesetas, señora.
Teresa tomó el dinero, dio las gracias y se despidió. Una vez solos, don Francisco dijo a su mujer.
-Qué buen trabajo ha hecho esa moza. ¿Cuánto te ha cobrado?
-¡Treinta y cinco pesetas!
-¿Tan poco? Pues un chollo.
Teresa salió a la calle aliviada y radiante. Tenía una certeza en el corazón. Llegó corriendo a su casa, se detuvo ante la puerta y descolgó el cartel. Unos minutos después, lo colgó nuevamente. Al mirarlo, una enorme sonrisa de satisfacción iluminó su cara. En el humilde cartel de madera, ahora se leía:
“Se hacen composturas y pantalones”.
5
Clara Sánchez
Con la frente perlada de sudor, la respiración entrecortada y las manos temblorosas, se incorporó del lecho, rauda como una centella, presa de una agitación febril. Aquel sueño, casi una visión, le había desvelado profundidades insondables del entendimiento que sentía que debía transcribir antes de que el olvido, cruel emisario de Cronos, causara estragos en su memoria. Y así, sin apenas atusarse los cortos cabellos enmarañados, se dirigió a su escritorio, en el que reposaban algunos magnos volúmenes sobre saberes divinos y humanos y por el que se esparcían hojas sueltas de manuscritos rebosantes de versos, su más preciado tesoro. Con una agilidad envidiable, pese a su patente nerviosismo, logró encender la palmatoria, alisar una cuartilla limpia y humedecer la pluma en cuestión de segundos. Mientras se serenaban sus sentidos, las palabras comenzaron a brotar, como pececillos en un límpido estanque, y a cobrar significado ante sus ojos. “Piramidal, funesta, de la tierra/nacida sombra, al Cielo encaminaba/de vanos obeliscos punta altiva,/escalar pretendiendo las Estrellas…”
Aunque no había despuntado el día, el horizonte se teñía de tono purpúreos, presagiando la venida de la aurora. A través de la ventana entreabierta, el aire le traía fragancias vírgenes, aún no adulteradas por la mano humana ni por los rigores de la estación estival. Aquel ambiente de sosiego, preñado de misticismo, tan solo quedaba roto por los amortiguados tañidos de las campanas del convento, que tocaban a maitines. Pronto, sus hermanas acudirían en tropel desde sus celdas para asistir a los oficios y un revuelo de pasos menudos resonaría por el patio porticado del claustro, hasta entonces silencioso. Sonrió con alborozo. Tras años de insistentes súplicas y de constantes disputas, sus compañeras terminaron por aceptar que su inclinación a las letras le exigía una dedicación pocas veces compatible con la observancia de las reglas monásticas y, por consiguiente, no tuvieron más remedio que dispensarla de algunos de los servicios religiosos que celebraba la comunidad. Todavía hoy recordaba las reprimendas que recibió por su aparente laxitud para con sus obligaciones, poco después de su ingreso en el convento. Sin embargo, aquella situación cambió, en vista de los elogios que cosechaba con sus escritos y del interés que despertaba su prodigioso intelecto entre las altas esferas. Con el tiempo, adquirió tal renombre que incluso las monjas se jactaban de albergar a una celebridad entre sus muros, pues ello garantizaba el prestigio de su cenobio y les permitía disfrutar del favor de los virreyes.
Lo que quizá contribuyó a acrecentar su fama, aparte del hecho insólito de que como mujer se atreviera a escribir con tanta maestría, fue su condición de monja, que la convertía en una rara avis en el terreno de las letras. Y, además, una monja que cultivaba poesía amorosa con bochornosa asiduidad, alejándose así de las tendencias místicas que más se ajustaban a su rango. No conforme con eso, también se dedicaba a filosofar y, más grave si cabe, se entregaba a sesudos debates teológicos, completamente vedados a las mujeres. Contra ella se alzaron voces discordantes, temerosas del poder que ocultaban sus palabras. Por todas aquellas razones, tuvo que cuidarse de las habladurías y rehuir la labor inquisidora del arzobispo de México, un hombre adusto cuya extrema sobriedad y recelo hacia las féminas alcanzaban unos extremos que rayaban lo enfermizo.
Recluirse en aquella celda rodeada de libros representaba, entonces, un ejercicio de libertad y un acto de rebeldía frente a la encorsetada sociedad de la Nueva España. Sin embargo, en ocasiones le sobrevenía una soledad tan desgarradora que ni siquiera su consagración a los estudios la reconfortaba. Hacía ya varios años de la partida de la virreina María Luisa, su querida amiga, confidente y mecenas, la cual hubo de regresar a España por orden real. La carencia de su compañía la sumía en arrebatos nostálgicos de los que se recuperaba con dificultad. A ella, a quien había entregado las riendas de su inspiración, le debía la gloria y el reconocimiento. ¡Ah, aquellos benditos y fructíferos años! Cómo no extrañar las tertulias en el locutorio, amenizadas con la lectura de algún nuevo soneto, los paseos vespertinos por la huerta bajo un sol abrasador, las confidencias en la celda, el intercambio de regalos a través del enrejado y, en fin, el incansable trajín de poemas dedicados a su nombre. Aguardaba siempre un reencuentro, pero temía que no se efectuaría en este mundo. Se consolaba con mantener una relación epistolar con la que, al menos, reducir las distancias.
Ya hacía tiempo que habían cesado los cánticos y los rayos solares incidían sobre los objetos, arrancando reflejos anaranjados. ¿Por qué no escribir unas líneas a su bienhechora? Las acompañaría de algún soneto y quizá incluiría el Sueño, si lo concluía.
Querida Lisi:
Ten a bien recibir estos humildes pliegues, fruto de mis entrañas que tu fiel servidora ha concebido para deleite propio y para provecho del mundo. Cuando estos renglones arriben a tus eximias manos, guárdalos con mimo, como fragmentos de mi alma y permite que, como un pequeño quetzal, aniden entre los fastos de la corte madrileña. No sobran los halagos con los que alabarte, émulo de Febo. Así resplandezcas, triunfante, hasta que lo ineludible sople sobre tus llamas.
Tuya,
Sor Juana Inés de la Cruz.
Se contentó con no extenderse en confesiones más ardorosas y personales y se limitó a adherirse a la ampulosa retórica tan en boga en el Barroco, por temor a la censura si interceptaban la misiva, de modo que la selló con un lacre y anotó la fecha.
Caía la tarde y la incipiente oscuridad arrojaba sombras alargadas que dotaban a la estancia de un cariz fantasmagórico. Contempló con satisfacción el trabajo realizado. Apenas quedaba por rematar la última estrofa. Aunque le escocían los ojos, se inclinó con fuerzas renovadas.
El aliento decisivo y…
“Hermana Juana, la requieren las novicias para su lección de coro”.
¡Aquella irrupción al borde del final! ¡Del despertar del sueño!
6
Lola Sanabria
Hay un alboroto de jóvenes acercándose a la puerta. Ríen y saltan, excitados. Ella contiene el temblor de sus manos abrazando los libros contra su pecho. Dentro bailan las letras, se reúnen en danzas de palabras que engarzan párrafos. Las comas, los puntos y comas, las comillas, los puntos y los puntos y aparte. Grandes familias de relatos que guardan los conocimientos como tesoros en sus páginas. Y los números se suman y restan, se descomponen, despejan incógnitas, dan sentido al universo, se ordenan y desordenan. Camina despacio, aunque tiene hambre de saber. Ganas de llegar a las aulas. Pero también de sentir sus pasos en la mañana aún fresca, el batir de alas de algunas palomas, su zureo en el alféizar de los ventanales, entre cornisas y estatuillas, entre escudos y frases en latín. «Conserva celosamente tu derecho a reflexionar, porque incluso el hecho de pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto», recuerda a Hipatia de Alejandría mientras avanza un pie y luego el otro, amordazados en zapatos de hermano.
Pasa una mano por la cabeza y siente las puntas como pajas pequeñas. Por un momento echa en falta su pelo largo. Al cruzar el umbral baja la vista, los ojos húmedos por la emoción. Y siente agradecimiento hacia su abuela, la loca bruja que le enseñó las letras bajo las llamas del candil, que supo desde mucho antes que ella misma, que lavar ropa en el agua helada del río, cocinar en el caldero para todos sus hermanos, ser criada y no señora de sí misma, no era futuro para su nieta.
7
Stefan Aguilera
Cuarenta y ocho vueltas son suficientes para ver estrellas; el 19 de junio de 1963, Valentina Tereshkova caía del cielo.
Su descenso fue abruptamente acondicionado por el abrir de su paracaídas; muy cerca, la cápsula espacial siguió entregada a la gravedad. Cuando la gaviota rusa tocó tierra, llegó como la primera mujer en visitar el espacio exterior, habiendo hecho historia.
Mientras tambaleaba por las náuseas y su sonrisa de orgullo tiraba a muecas, entre vítores, los encargados de la misión y los periodistas corrieron a su encuentro. Sus palabras terminarían en los titulares, sin lugar a dudas. «Un pequeño paso para la mujer, un gran salto para el feminismo», pensó. Era una buena frase, ¿debería decirla? Tal vez no.
Lo que hizo tenía voz propia.
8
Fran Figueiral
—Deberíamos quemar el Louvre. —sentenció, con un golpe en la mesa, André Bretón. Los demás se carcajearon y Luis se acercó a su lado con dos copas de absenta.
—Vale, pero si lo hacemos vestidos de monjas. —propuso Buñuel, a la vez que le acercaba una de las copas a André—. Y alguien debería representar nuestro movimiento para cuando nos encarcelen. —miró a todos—. ¿Alguna idea?
Las carcajadas fueron reduciéndose en intensidad, poco a poco, y sobre las mejillas coloradas de aquellos muchachos hubo un baile de miradas. Magritte miró a Dalí, que miró a Ernst. Max miró a Luis Buñuel, que estaba abrazando a Bretón, con su mentón por encima de su coronilla. André seguía intercalando suavemente risas con tragos.
—Compañeros, es obvio —habló Magritte—. Creo que todos sabemos quién representa mejor que nadie este movimiento.
Asentían todos mirando a René. Incluso Bretón dejó de reír para adelantarse un paso y levantar la copa en alto. Luis imitó aquel gesto. Los demás agarraron sus copas, y también se irguieron.
—Escuchadme bien —dijo André con un semblante solemne. Todos le miraron erguidos, tiesos, con un leve balanceo; cómo extraños espantapájaros orgullosos—, habremos conseguido algo si, al menos, la recuerdan a ella.
Todos asintieron, se emocionaron, se emborracharon de orgullo, lloraron flores y saltaron charcos de cielo en aquel instante eterno, en aquel humilde rincón infinito. Los viandantes que pasaban en ese momento por cerca del Flore de Paris recordaron el resto de su vida aquellos vítores, aquellos gritos de unos genios borrachos que decían:
«¡Por Maruxa Mallo!»
9
Mínima María
Paradise Valley, Arizona 3 de marzo de 1876
Estimado Sr. Dunnkoft:
Sigo en pie. Detrás de un día llega el siguiente. A veces persigo el rastro de la luna en el cielo y me acompaña el aullido del chacal. La tierra se secó. Intenté sacar adelante la última cosecha con la ayuda de nuestro fiel Sr. Esteban, pero la tierra se negó. He procurado comprender su tozudez de animal vacuno, y colmarla de caprichos pero a cambio de tanto amor no recibo nada.
Por lo demás, todo sigue prácticamente igual. Mis manos se han abrasado por tanta sequía y trabajo. Ya estoy muy lejos de aquella muchachita luterana y todavía añoro nuestro querido Heidelberg, su castillo y sus mercados callejeros, nuestros paseos por el bosque cercano al monasterio de San Miguel.
El amor está quemado por el sol.
Aprovecho la oportunidad que me brinda el Sr. Austin – el dueño del rancho vecino en Creek Valley (aquel imprudente que se le ocurrió criar conejos en mitad del desierto)- y me permito así entregarle en persona esta carta para comentarle que todavía guardo escondida en la alacena de la cocina a la pequeña 3.80 y que, desde que Usted me abandonó en este páramo inmundo, tiene a todos los efectos la consideración de un extraño. El Reverendo Sr. Milley me ha informado de que la segunda enmienda me protege, y así haré valer mis derechos si a Usted se le ocurriera pisar medio acre de mi granja.
La sobrina de la señora Dull le envía recuerdos.
Reciba Usted mis mejores deseos
10
Virginia García Galindo
Mi hermana provocó un cortocircuito en la ordenada vida familiar que mis padres habían planeado durante años cuando aquella tarde les dijo que quería ser electricista. Asombrado y tirando de chiste fácil, mi padre solo supo decir que se le habían cruzado los cables y mi madre —aunque no supo, o no quiso o no pudo decir nada— sí encontró el brillo en la mirada de mi hermana.
Cuarenta años después de aquel incendio provocado, sus llamas se han ido extendiendo llenando de resplandor la vida de muchas mujeres. Aún hay quien quiere apagarlo.
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