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Concurso de relatos #naturalmente: 10 finalistas

Concurso de relatos #naturalmente: 10 finalistas

Tan solo diez relatos, de entre los 606 presentados al concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #naturalmente, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 22 de marzo. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

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Felipe Ortiz Vanegas

Maleable

Dos pequeños brotes, ovalados y de un vistoso verde, aparecieron en el empeine de cada uno de sus pies. Eran la causa de la dolencia que sentía desde hace algunos días; internamente, sus pies eran una maraña de raíces que se le encarnaban y adherían a los huesos. Por fortuna, a medida que crecían e iban formando prolongaciones delgadas y sinuosas, el dolor iba disminuyendo. Luego, ya no le dolió más; de hecho, le gustaban las florecitas anaranjadas y con forma de trébol que un día, sin más, brotaron a la altura de la rodilla. Sin dificultad, se había acostumbrado. Rápidamente, el recuerdo que tenía de sus pies, dedos y tobillos, se le evaporó. Ahora, sus extremidades inferiores hacían parte del reino vegetal, aunque sabía que debajo del ovillo de hojas y tallos estaban sus otrora pies.

No pasó mucho tiempo y ya toda aquella vegetación le llegaba a la cintura. Le costaba caminar, pero, ¡ah, se veían tan bellas y bien dispuestas todas aquellas flores regadas por su cuerpo! Se dijo que cuando le llegaran a la parte inferior del pecho empezaría a cortarlas. Luego, vio que podían crecer inclusive un poco más, hasta la garganta, pues las ramificaciones habían empezado a emular tan perfectamente el cuerpo que podía moverse sin los impedimentos que antes había tenido.

La vegetación trepó velozmente a la garganta. Presionaba un poco el cuello, pero igual podía respirar. Lamentándose por echar a perder las nuevas florecitas que emergían, empezó a desbastar diariamente la enredadera por debajo del mentón. Crecía con una velocidad increíble; tanto, que un día despertó sin poder abrir la boca. Al verse ante el espejo, se encontró una flor que posaba sobre sus labios, los cuales se hallaban sellados por los tallos que se le pegaban. Le pareció divertido tener una pequeña flor en vez de boca; sin embargo, una flor sobre los labios, aunque bella y poética, nada puede decir. Podó nuevamente hasta el mentón.

Fue durante la noche, mientras dormía, que la trepadera, de apresurado e incesante crecimiento, le cubrió completamente la cabeza. Ahora, ya no había rastros de piel. Naturalmente, sin darse cuenta, dejó de respirar. Pero no murió. Despertó sobresaltado, sin embargo, se tranquilizó al saberse vivo.

Entonces decidió no volver a cortar la vegetación, ¿para qué hacerlo si estaba vivo y no necesitaba respirar? Además, ya no quería decir nada y sabía que debajo del embrollo de tallos, estaba aquella figura lampiña que en algún momento perteneció a otra especie.
Pronto olvidó lo que alguna vez fue. Aquella vegetación tomó su forma palmo a palmo, minuciosamente; sus recuerdos, pasiones y emociones también se convirtieron en materia vegetal.

Alicia Ruiz de Amoraga Gil

Los ojos abiertos

Los primeros que abandonaron la ciudad fueron los sapos. Aquellas criaturas que aparecían de la nada tras las tormentas estivales usaron los rayos de un sol agónico como candil de su camino. A pesar de su partida, bajo el cielo de acuarelas rosáceas nadie se percató de la tranquilidad del estanque a última hora de la tarde. Una niña con una falda corta y una trenza deshecha saltaba la rayuela pintada a tiza en los adoquines. Su abuelo, sentado en el banco más cercano, leía un dominical a través de sus gafas negras. Ni ellos, ni el jardinero que podaba los arbustos del jardín, ni por supuesto ninguno de los noventa mil habitantes que a esa hora conducían de vuelta a casa, echaron de menos el zumbido ausente de las libélulas.

Tampoco había ni rastro de los patos, que llevaban varios días sin poner huevos. La vida del parque, justo antes de que el guarda echara el cierre a la verja de la entrada, había quedado reducida a unas pocas hormigas. Ellas también se marcharon. Organizaron la huida en plena noche, a sabiendas de que la oscuridad las exponía a sus depredadores. En fila india y cargadas de provisiones, renunciaron al hormiguero y surcaron montes y colinas en busca de un nuevo hogar.

Como cualquier otra noche, pasadas las once la ciudad se convirtió en una mera silueta de pinceladas amarillas y grises. Mientras el agua y jabón limpiaba la vajilla en un millar de viviendas, el murmullo nocturno se había convertido en un arpegio de sonidos inusuales. En la calle principal, las persianas daban la espalda a ventanas y balcones, a resguardo de los maullidos frenéticos de los gatos callejeros. La falda de la montaña, donde el lujo envolvía los hogares pudientes, rebosaba de música suave y conversaciones estridentes que ocultaron el ladrido del mastín, un cachorro de treinta kilos, nervioso sin motivo aparente.

De madrugada, el metro se vació de ratas y las colmenas del campo se quedaron sin abejas. Nadie tenía ni había tenido los ojos abiertos. Nadie había dirigido la atención a la fuga de los invertebrados. Todos los animales, ajenos a los ojos y la ignorancia humana, emprendieron un éxodo hacia las firmes montañas. Sólo cuando el ámbar del amanecer trajo al sol de vuelta, los ojos finalmente se abrieron, pero era ya demasiado tarde.

Entonces, un destello azulado iluminó el cielo vespertino y el suelo crujió en un gemido atroz. El temblor, que duró apenas unos pocos segundos, convirtió en polvo y escombros toda aquella ciudad que el tiempo y la historia habían moldeado durante siglos. Unos minutos después, cuando los supervivientes aún se recuperaban del estupor vivido, todos se preguntaron cómo era posible que nadie lo hubiera visto venir.

Eduardo Enjuto Vázquez

Basandere y Tartalo

Basandere no tenía tiempo que perder. Por lo general andaba despacio y se paraba a menudo a hablar con los árboles, pero ahora se movía tan rápido que Tartalo, al que los bosques le ponían nervioso, tenía que correr para no quedarse atrás.

—¿Quieres esperar un poco? —dijo el gigante—. El crío estará muerto de frío y de asco cuando lleguemos. ¿A qué tanta prisa?

Su compañera frunció el ceño, pero casi no se notó porque tenía la cara cubierta de pelo.

—Me gustaría que el bosque dejara de matar a los humanos cada vez que ve a uno —respondió—. ¡Quiero llegar a tiempo, por una vez! Así que no me retrases, tuerto de las narices, y quédate aquí si quieres.

Tartalo, que tenía un solo ojo pero no por tuerto, sino por cíclope, sintió un escalofrío. La luz no traspasaba las ramas de los árboles y la nieve se acumulaba en los troncos.

—Ni hablar —respondió—. Los robles de por aquí me tienen manía. Y los arces. Y el fresno viejo del Laza, que dice que me limpié los dientes con él cuando era joven. ¿Te he contado la vez que…?

La mujer ignoró su cháchara y aceleró el paso. El cielo se volvió rojo. Salieron las estrellas y la luna, pero no se detuvieron. Ella era la guardiana del bosque y no necesitaba luz, pero su compañero, acostumbrado a los espacios abiertos, se tropezaba con las raíces y las ramas.

Ese asunto era muy feo: otra cría de aquella especie problemática había salido de las cuevas. Cada vez ocurría con más frecuencia y no era bueno. Casi nadie quería verlos ni relacionarse con ellos, y la mayoría los prefería muertos. Basandere, sin embargo, pensaba que los humanos tenían tanto derecho a vivir como todos los demás, a pesar de todo.

—¿Por qué no ha venido tu marido? —preguntó el gigante.

—Es un rencoroso —respondió ella—, y no quiere saber nada de todo esto. Dice que el mundo está bien como está y que esos seres van a ser un incordio. Así que en vez de ayudar al cachorrillo, se ha ido a buscar trufas.

El gigante no hizo más preguntas. Decían que el Basajaun se había vuelto gruñón con los años y eso parecía confirmarlo. «Menos mal que la Basandere no es tan mal bicho», pensó. «Los humanos traen cambios y los cambios son buenos». Entonces recordó a los depredadores gigantes y sintió un escalofrío. «Son buenos casi siempre», añadió para sí mismo.

El bosque parecía que se abría ante la presencia de la mujer. Los arbustos se apartaban y la luz del amanecer arrancaba brillos dorados al pelo que cubría su cuerpo. Llegaron al lago turquesa cuando el sol empezaba a calentar.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Dónde está el mocoso? No voy a dar vueltas por todo el Irabia hasta encontrarlo…

—Espera… —respondió el gigante—. Me han dicho que estaba por la orilla al sur, cerca del barranco… ¡Escucha, ya se le oye!

Un llanto quedo y lastimero salió de un haya cercano. Se acercaron despacio y con cuidado, porque no sabían lo que iban a encontrarse. Cuando vieron a una niña acurrucada entre las raíces se detuvieron en seco. Parecía dormida.

—¿Crees que es una trampa? —preguntó el cíclope. Echó un vistazo a su alrededor y se agachó—. Por aquí no parece que haya más humanos, pero nunca se sabe…

—No hay nadie más —respondió la mujer—. Está sola. Solloza en sueños.

Se acercó a la figura sin hacer ruido. Tenía cuatro años, quizá cinco. Estaba muy delgada.

—Se habrá alejado de su grupo y se ha perdido —dijo mientras la cogía en brazos con cuidado. El gigante estuvo a punto de protestar, pero la mujer se llevó un dedo a los labios. La niña no se despertó—. Bajaremos al valle, que hará menos frío. A lo mejor podemos salvarla.

Empezó a caminar con su paso rápido y ligero, y Tartalo aceleró el paso.

—¿Entonces es verdad? —preguntó en voz baja—. ¿Los bichos estos están saliendo de sus escondrijos? Son unas bestias de cuidado y se reproducen como las malas hierbas. Si los dejamos prosperar, la naturaleza no estará a salvo. ¿Qué vamos a hacer?

—Vamos a hacer lo que debemos —respondió Basandere—. Los tiempos cambian. De momento salvaremos la vida a esta criatura, a ver si así crece con un poco de respeto por el bosque. Su pueblo va a ocuparlo todo con el tiempo, queramos o no… Con nuestra ayuda, quizá lo hagan bien. Quién sabe.

Siguieron caminando en silencio durante mucho rato. Al llegar a lo alto de una colina, con los últimos árboles a sus espaldas, la mujer se detuvo.

—¿Y si nos estamos equivocando? —preguntó el gigante—. Ahora son muy pocos. Si corremos la voz, podríamos tapar las cuevas entre todos, vigilar bien y cuando viéramos a alguno…

—No vamos a hacer nada de eso —dijo ella—. Esto tenía que pasar antes o después. Tendremos que aprender a convivir con ellos.

—Eso no me importa —respondió él—. Llevamos aquí mucho tiempo y nos adaptaremos a lo que sea. Lo que me preocupa es si ellos sabrán convivir con nosotros.

La mujer se encogió de hombros y comenzó a bajar de la colina. Poco a poco se alejaron del bosque.

El sol del invierno comenzaba a ocultarse y la luz arrancaba sombras a los árboles, las peñas y las montañas. Al fondo del valle, apenas se veían ya las líneas grises de las carreteras y las ruinas de las ciudades, abandonadas hacía mucho tiempo, cuando los humanos estuvieron a punto de desaparecer.

Fernando Zamora Martín

La Foz

Camino bajo el sol ya alto, de más allá del mediodía, observando a mi izquierda el transcurrir sereno y denso del verde Irati. A la derecha del camino blanco se replican unos postes de piedra. Son el antiguo sostén del cableado que un día trajo la vida a un tren; que te recuerdan un tiempo que ya no volverá; un tiempo más humilde, más sereno, más simple, pero también más trágico.

Me da por imaginar el viejo tren. Me da por ver a un muchacho asomando su cabeza por una de sus ventanillas, mirando hacia el río, sintiendo el aire solano del verano azotando su cara. El chico cierra los ojos y deja que su nariz se inunde de olor a humedad y hierro de ferrocarril, mientras la máquina negra va desapareciendo en la curva y lanza un pitido agudo, hueco y largo que avisa de la proximidad del túnel. El chico abre los ojos y, como a escondidas, lanza un gurruño de papel al aire. Su inocente curiosidad observa cómo se mantiene suspendido por un instante en el vacío para luego huir a toda prisa hacia atrás, empujado por una fuerza mágica, hasta esconderse entre los arbustos. El niño abre la boca con sorpresa y yo despierto de mi sueño en blanco y negro. El verde Irati sigue ahí, manso, mientras un milano real sobrevuela plácidamente los álamos de su ribera. El niño ya es un anciano que recuerda fugazmente el vuelo mágico de la bola de papel alejándose de aquel tren que se internaba en el túnel oscuro y profundo que ahora se abre frente a mí y que me llevará hasta la Foz.

Antes de entrar, veo que de la izquierda del camino surge una angosta senda que bordea la roca. Mi enfermiza curiosidad me lleva a seguirla y no tardo en ver los restos de un viejísimo puente de piedra que, reventado en su centro, se suspende sobre el ahora rugiente Irati. Es el puente del Diablo. Dicen que Lucifer lo levantó en un solo día a petición de algún mortal. Me pregunto para qué, y considerando lo predecible que somos solo encuentro dos respuestas: que el mortal buscaba dejar de serlo o que deseaba cruzar el río para llevarse al huerto a otra mortal. Mientras pienso que el Ángel caído debe de estar harto de levantar puentes a cambio de almas estúpidas, vuelvo mis pasos hacia la entrada del túnel. Poco a poco, la luz a mi espalda se debilita contra las paredes en curva del túnel y me sumerjo en la oscuridad, como si muriera por unos instantes, hasta que resucito al ver al fondo la luz que viene de la Foz.

Creada por la erosión del Irati a lo largo de miles de años, la Foz de Lumbier es un espectáculo natural inolvidable. Hay imágenes imposibles de describir, no porque sean complejas, sino porque, por mucho que lo intentes, nunca conseguirás transmitir las sensaciones que realmente te provocaron, como esa foto que nunca llega a reflejar la amplitud y la profundidad del paisaje que ves con tus propios ojos. Eso es la Foz de Lumbier, tan inmensa, tan intensa, que siempre parecerá pequeña al describirla.

Nada más salir por la boca del túnel, un enorme buitre leonado pasa a unos metros sobre mi cabeza. Sigue el curso del río y mi asombrada mirada lo persigue hasta que desaparece tras la curva del acantilado de la Foz que da al puente del Diablo. El verde Irati corre a mi izquierda, bajo el cortado calizo del cañón, mientras que el camino transcurre por debajo del acantilado opuesto. Aquí, el hombre rebajó la roca lo justo para permitir el paso del tren. Aquí, lo que antes eran postes de piedra, ahora son perchas insertadas en la pared que sujetaron los cables eléctricos.

Aparte de la belleza de la arquitectura de la Foz, de sus paredes calizas horadadas en entrantes y cuevas, repletas de quejigos, coscojas y tomillos; aparte del propio lecho del río, unas veces abrupto, de aguas rápidas, otras plano, de aguas calmas, pero siempre verde como los ojos de las ondinas, las estrellas de la Foz son los buitres, que planean como alados bailarines de valses, que aterrizan en torpes saltos sobre los bordes rocosos como payasos emplumados. Uno de ellos ha decidido contemplar más de cerca que sus compañeros el correr de las aguas y ocupa butaca de primera fila en un canchal que sobresale del lecho del río. Rodeado de espuma, mira inmóvil el transcurrir del agua. ¿Pensará en el devenir de la corriente?… ¿Pensará en el devenir de su vida?… ¿O solo estará haciendo la digestión?

La Foz se ensancha buscando al sol y se inunda del intenso olor de las higueras que se retuercen en sus bordes. No tardo en encontrar el túnel que anuncia el final de la hermosura. Justo antes de entrar me detengo y miro hacia atrás para echar un último vistazo de despedida. Adiós Foz, adiós viejo tren del Irati. Y tras hacer una foto en mi cerebro penetro de nuevo en la oscuridad en busca de los campos teñidos de álamos, de sauces y fresnos de las tierras de Lumbier, que esperan inútilmente que el tren vuelva a salir del túnel, silbando, arrancando el eco de la Foz que se esconde al otro lado como el mítico Shangri-La.

Benjamín Eduardo Martínez Hernández

Voz

Todas las sílabas se llenaron de humo, no pude armar el verbo. Salimos del metro tropezando, ciegos, con la dificultad propia de quien no encuentra su garganta. La calle nos recibió tirando los cadáveres. Una lluvia de hojas calcinadas y el indescriptible olor a caucho. De un lado a otro corrían escasos transeúntes. Me eché hacia atrás sin devolverme al metro, habían cerrado la estación. No pude ver más.

Sentí que me levantaban, alguien pronunció mi nombre, pero no pude responder.

Dolor en el pecho, algo cercano a un mantra invadía mis oídos. Abrí los ojos. Una multitud de árboles variados realizaban una danza extraña. Yo los escuchaba y veía atento. Uno de ellos acercó una de sus ramas y me levantó. Desde arriba pude ver un poco más: trazaban un círculo, caí.

Me hice de piedra. Otros llegaron y cayeron sobre mí. Supongo que eran hombres, venían de lo alto. Alguien talló iniciales en nosotros. Desconozco. Sentí calor, cada vez más intenso.

Desperté. La calle ardía, todo era escombro. Me levanté, caminé un poco más hasta el fondo de la calle, un tronco grande mostraba sus anillos, los conté, la misma edad que tengo, el dolor regresó. A veces sigo curiosas señales, una niña se acerca y se sienta sobre mí, me habla como si creyera realmente que la escucho. Yo me quedo quieto, no vaya a ser que se asuste. Se marcha. Sé que regresará.

Dicen que así funciona la tierra: la naturaleza jamás pierde su voz.

Marta Noemí Rosa Casale

Espesura

Una noche fui árbol. Una sola noche, pero pude tocar con mis ramas un cielo profundamente azul. Un azul oscuro, apenas cubierto de nubes y de estrellas. Un cielo que era como un manto que abrigaba y a la vez daba vértigo. Esa noche tuve hojas que plateaban bajo la luna de abril y un nido solitario en la rama más alta. Tuve viento y pájaros revoloteando. Y presagios de tormenta. Fui un árbol en un bosque de troncos retorcidos, con agua corriendo más allá de la espesura y el eco de otros paisajes. Pude sentir cómo mis raíces se hundían en la tierra para buscar sustento, y me alcé firme para mirar más lejos. Fui árbol y fui noche. Fui el grito de un animal desconocido llamando a su cría; un grito lastimero y urgente, replicado en cada rincón del paraje. Fui, entonces, también animal herido, perdido, buscando su manada. Fui heno; paja seca donde dormir tranquila y unos ojos relampagueando en la oscuridad. Unos ojos redondos como dos soles nocturnos. Fui un siseo constante, cargado de enigmas y malos agüeros, y el sonido sordo de pisadas en el follaje deformado por las sombras. Fui silencio y fui ruido ensordecedor, abriéndose paso por los caminos del bosque, hasta donde el trueno anuncia tempestad. Fui miedo y agua cayendo a borbotones. Fui piedra. Fui hueco y tronco vacío solo por una noche. Y respiración entrecortada. Y frío. Y después la paz que sigue a la tormenta. Amanecer con olor a tierra mojada y la vida que vuelve a ser visible, palpable, audible. Como un animal salvaje que deja por fin la hibernación, me estiré con el primer calor de la mañana hasta que cada músculo estuvo en su lugar, presto para correr o para trepar. Tenso en la espera hasta escuchar las voces. Voces humanas repitiendo un nombre, un nombre que retumbaba como un trueno por sobre todos los sonidos del bosque. Mi nombre.

Una noche fui árbol. Tenía once años. Cuando el sol estuvo en lo alto me encontraron.

Gonzalo Pernas

Lo primigenio

Todo el mundo se extrañó bastante cuando el profesor me dejó todo lo que tenía, que no era más que un legado extravagante y aparentemente nimio: nada de dinero directo, aunque sí de algo que acabaría adquiriendo mucho más valor. La gente de San Lorenzo le llamaba así porque siempre hablaba de virgas y nubes mammatus, y explicaba al lumpen cómo se formaban los yunkes o por qué se despeluchaban los cúmulos, y por eso le respetaban. En todo caso, el profesor no era científico, sino poeta, lo que poco menos significa que era un diletante, si no directamente un vago. O no, porque se lo tomaba lo suficientemente en serio como para ganar el Nacional de Poesía con su Ensayo sobre la modificación de las nubes, que fue lo último que escribió antes de desaparecer con la dotación y algunos ahorros, seguramente escasos.

De todo San Tirso, el carpintero y yo fuimos los únicos que vimos el piso en el que vivía, que parecía una de esas viejas cámaras de maravillas. Máscaras bantúes, huesos de pequeños animales, papeles manuscritos y libros; libros por todas partes, apilados aquí y allá. Quitando eso, tanto el espacio como su único habitante eran austeros, puesto que todo lo que había por allí parecía, de alguna forma, indispensable. Podría considerarse que el lugar era caótico, pero lo cierto es que se veía ordenado de algún modo, pudiéndose decir lo mismo de la figura. Por lo demás, era culto y reservado, físicamente larguirucho y definitivamente melancólico. Tenía sentido que le gustara la lluvia.

Agitaba la cabeza con desgana cuando escuchaba las teorías delirantes de los parroquianos respecto a la sequía, y no por las implicaciones bárbaras de esas informaciones envenenadas, sino porque sabía que el clima no funcionaba así. De hecho, sabía que muchas cosas no funcionaban así, y tal vez por eso desapareció del barrio. La verdad es que el panorama era poco halagüeño, a pesar del azul pertinaz del cielo y el verano transestacional, que era el nombre que los medios habían acuñado, apuntalando el neologismo con mapas térmicos de tintes infernales e infografías que se emitían en bucle. Como el resto, el profesor ansiaba las precipitaciones, aunque de una manera muy diferenciada —y seguramente antagónica— del consenso apocalíptico; de hecho, fue literalmente a buscarlas, como finalmente averigüé, viéndome obligado por su deferencia para conmigo.

Frente a las ensoñaciones tipo de los obreros y los jubilados, que solían tener que ver con la caza o la cría de aves, el profesor fantaseaba con un octubre permanente, como él mismo solía decir, o, al menos, con una cierta perpetuidad de los musgos que crecían en los laberintos de la ciudad jardín. Hacía algunos años que las briófitas habían desaparecido de los rincones umbríos cuando mantuvimos esa última conversación en el Maica, después de que nos invitara por lo del premio. Nadie se apercibió del aire de despedida de sus palabras, aunque sí recuerdo un brillo de resolución en sus ojos; una mirada serena pero abatida, y supongo que algo cómplice. También nos preguntó capciosamente, como por última vez, si no nos entristecíamos cuando dejaba de llover; algo a lo que ya habíamos contestado muchas veces, en referencia sobre todo al pasado, porque ya nunca llovía en la Meseta.

Había concebido un plan desesperado para “poder caminar siempre bajo el nimbostrato”, y lo hizo mientras pudo. Una y otra vez, condujo hacia los inconfundibles muros de la borrasca, durmiendo aquí y allá, pasando los días que hiciera falta en cada lugar, hasta que su misión fue tomando un cariz diferente. Su necesidad de lluvia urbana, de estelas verdes reflejándose en el asfalto, sucumbió a una pluviomanía más salvaje; un “llamado de frondas y turberas” que empezaba a redefinir los términos de su exilio existencial, en la forma de una segunda juventud que el cuerpo ya no pudiera respaldar, y también en la de un éxodo hacia lo húmedo primigenio, “vientre de vida y muerte”, como él mismo escribió.

Pasó unos años itinerando, y un tanto más largo en un lugar llamado Pena Sombreireira, donde la merma de sus recursos físicos y económicos le confinó en un pequeño cubículo de hormigón cubierto de hiedra, sobre un saliente herboso lamido por el Cantábrico. Lo que había tras la construcción —que Puertos o algún otro organismo debió de abandonar en algún momento— era un extenso eucaliptal que acaparaba las nieblas traídas por el nordeste. La tierra oscura no era visible en casi ninguna parte, cubierta como estaba de helechos que nunca se agostaban, ni siquiera con la que estaba cayendo en el resto de la geografía patria, que era exactamente nada.

Si se puede decir así, el profesor disfrutó de aquellos bosques húmedos y del promontorio granítico que lleva el nombre del lugar; un disfrute de retirada e intemperie, eso sí. Supo cómo mitigar su locura pluvial, solo que llegando más allá, lo que implicaba salvación y aniquilación a un mismo tiempo. Y escribió sobre todo ello en cuadernos deformados por la humedad, con una prosa terminal y transparente. Consumó su sueño íntimo de crear una meteorología plenamente literaria, lo que nunca hubiese conseguido sin el mar, en sus propias palabras. De hecho, hizo mucho más, acuñó una cosmogonía nueva, incluso cuando sabemos que ninguna lo es del todo.

A veces pienso que, para el profesor, todo este asunto fue una alternativa a las sábanas azul celeste, los goteros y las bandejas de plástico, y que probablemente estuviera avisado de algo que no quiso compartir. Después de todo, era un hombre solitario y misterioso, más por haber extendido monstruosamente los límites de su mundo interior que por tener nada que ocultar, pero, de alguna manera, ese mundo necesitó diluirse en una matriz de tierra y vapor, de aguas dulces y saladas, para que todo acabara por tener ese sentido que ansiaba, aunque el empeño conllevara una destrucción precoz del sí mismo, acaso ya anunciada. Desde donde esté celebrará que llueva, ahora mismo, como prácticamente habíamos olvidado.

Antonio Díaz Mola

Amalfitano, el naturalista

Al igual que hizo alguna vez Jean Baptiste van Helmont, el poeta naturalista Amalfitano cubrió su frente, mejillas y sotabarba con una mezcla semilíquida de tierra y té verde. Después, en una fuente de un jardín público, pulverizó el agua contra el rostro para limpiar las impurezas que va marcando la inercia de una ciudad caótica sobre la piel. A cualquier persona atenta le extrañarían tales recatos de limpieza en un mendigo (o poeta naturalista) como era Amalfitano, que deambulaba exigiendo más plantas que edificios, más aire que ventanas y, por qué no, más sol que luna, pues era con la potencia de la claridad como irradiaba el verde su cromática de milagro respirable. En el cartón corrugado que conservaba de una antigua mudanza, con el que se sentaba en la puerta de un mercado, y donde ponía que por favor le dieran limosna, que tenía hambre y un libro que editar, a veces se permitía el lujo de dibujar un sauce, como si la dignidad del árbol tan alto fuera aplicable a su situación de bajo mundo y enfermedad crónica. Una vez se perdió en un bosque, cuando era niño, y Amalfitano comprendió que una boda podría celebrarse sin altares ni firmas burocráticas ni excesivos parabienes, bastaba una intemperie y un trozo de tiza para marcar en alguna corteza jurásica de un tronco la fecha milenaria del amor. El árbol, como el amor, (así teorizaba Amalfitano) echa raíces profundas, y nos genera una identidad común por el hecho inminente de que purificamos los pulmones absorbiendo la fragancia amplia que regalan, igual que si un enamorado respirara el perfume de la novia y creyese que ya no hace falta regresar a casa. Y sin casa estaba Amalfitano cuando, ya en la adultez, paseando lejos de la ciudad, en una zona periférica atravesada por un río, se concentró para construir un equilibrio de rocas junto al cauce medio lleno. Luego se mojó los pies y regresó al equilibrio de las rocas. Su madre estaba muerta. A su padre nunca lo conoció. Y le gustaba pensar que, pese a todo eso, las piedras amontonadas en forma de torre mantenían el equilibrio. La naturaleza podía contener la respuesta al enigma de existir, y con estas cavilaciones metafísicas seguía Amalfitano mojándose los pies por la deriva insistente del río. Para tratar su cáncer, decía él, el frío en los tobillos le sentaba de puta madre, y para el persistente dolor de garganta solía tomar jengibre a palo seco. Sobre el libro que estaba escribiendo basta decir que finalmente fue publicado tras ganar un certamen literario local, con una dotación de 3.000 euros, y se titulaba Espíritu del cosmos. En él, a lo largo de 45 poemas, exponía su pensamiento sobre diversas claves naturalistas como el uso antiinflamatorio de la manzanilla, la persistencia lumínica de una estrella tras su explosión o los beneficios dietéticos de la cetona de frambuesa. En unos versos muy celebrados por el jurado, en cuya acta recogían la pulcritud formal y la originalidad temática de los poemas de Amalfitano, se leía lo siguiente: «aprendí de limpiar una manzana / una filosofía del amor / que no me dio limpiar la carabina / los años aburridos de la mili». El libro terminaba con un desgarro profético que anunciaba así: «quitaréis de la plaza la sombra de mis árboles / para instaurar un precio de lujo por viviendas». La cuantía económica del premio la donó a una asociación animalista. Y después de unos pocos años donde siguió deambulando en la indigencia, y en los que su cáncer pasó a ser terminal, encontraron a Amalfitano muerto una mañana de domingo acostado sobre la acera. El cadáver, curiosamente, lo encontró uno de los miembros que conformaban aquel jurado que lo premió, y este alertó a las autoridades y se fue a casa rumiando un verso de Espíritu del cosmos: «si muero, comprobad de un puntapié / si soy cadáver o árbol de otra sangre». El sistema nervioso, en realidad, presenta un dibujo arbóreo, por lo que Amalfitano se vinculó siempre a la raíz del amor con que teorizaba para fantasear con bodas celebradas en un claro del bosque. Esto fue lo que, en un alarde de genio poético, dijo la forense sobre la autopsia. De niño, cuando descubrió la poesía, Amalfitano tuvo una novieta de verano que le hizo tragar, medio en broma, medio en travesura, una semilla de la especie Salix babylonica. La que dibujaba en el cartón, la altura anhelada de su vida, la protección de sombras recién limpias de las que quería disfrutar a lo largo de un paseo. En la autopsia identificaron esta hazaña y, no preguntéis cómo, la semilla, incrustada en un fino marco de plata, acabó siendo vendida en un top manta. El miembro del jurado que avisó de la muerte de Amalfitano casi compra a su hija esta alhaja. Incluso la novieta de aquella infancia, que vio el pendiente, se lo probó delante de un pequeño y redondo espejo y no lo compró porque no llevaba suelto. No preguntéis cómo ni por qué ni a quién le fue vendido. Pero hay cierta belleza en esto, cuando la naturaleza de las cosas escapa de un sitio a otro más justo. Amalfitano cuando tenía nueve años quería, como alguna vez hiciera el botánico Linneo, teñirse el flequillo con el extracto cosmético de pétalos azules. No pudo. Y hubo belleza en su fracaso. A cambio dejó algunos poemas y una semilla de sauce a modo de piercing en un top manta. Mañana en los periódicos nuevo milagro: se reedita Espíritu del cosmos y un tiburón del pacífico cumple 546 años. Aún siguen en equilibrio las rocas de Amalfitano junto al río. Y la naturaleza, ya ves, se salva sin nosotros.

Sandra Pérez de Andrés

Todos a una

Al mercado llegó un camión lleno de jaulas atestadas de chinchillas: suaves, ruidosas, inquietas, traviesas. Los habitantes de aquel pueblo estaban desconcertados porque no conocían ese tipo de roedor, sólo a sus hermanas mamíferas las ratas, ardillas, ratones y hámsteres. Cuando la policía investigó el cargamento, descubrió que era un lote robado de una granja a más de mil kilómetros de distancia. La devolución de los animales era, por tanto, imposible.

El alcalde publicó un bando en el que se ordenaba sacrificar a las bestias diminutas y aquello originó una conmoción en el lugar. Por primera vez, esos vecinos, siempre divididos y enfrentados unos a otros por las más variopintas cuestiones, estaban de acuerdo en algo. Todos se opusieron con rotundidad a la inmolación.

El edil, desconcertado pero satisfecho por la unidad de los lugareños, convocó un concurso de ideas para resolver cómo gestionar esa población ingente de criaturas peludas. Se recibieron casi tantas propuestas como personas empadronadas. Tras numerosas deliberaciones, se acordaron dos soluciones salomónicas. La primera fue que servirían de mascota para aquellos que se sintiesen solos. Los más longevos irradiaban felicidad por tan grata compañía. La segunda consistió en la cría para la obtención de pieles como alternativa a la ganadería tradicional existente en la zona. Los jóvenes estaban entusiasmados con la apertura de aquel novedoso nicho de mercado. Se lograría impulsar la economía local y evitar la despoblación. Esos bichos menudos se convirtieron de inmediato en un símbolo de la zona. Tiempo después, se decidió por unanimidad renombrar a ese municipio manchego ubicado en Albacete como Chinchilla de Montearagón.

Raúl de Tapia Martín

Biografía de un nido

El relato más delicado de un nido tiene tres personajes: un ave, una madeja y la abuela Concha.

La abuela Concha tiene por costumbre tejer en la puerta de casa. Bajo el perfil del pico Cervales, sentada a la sombra de una higuera, se refugia en su aroma. Demora en ocasiones la vista sobre los álamos cercanos, los plantados cuando nació su nieto Miguel. Mantiene en el regazo un ovillo de lana rojo amapola. Con él comenzará esta mañana una urdimbre, o esa es su intención. Se levanta en busca de las gafas y no sabe cómo, pero a la vuelta el manojo, que dejó en la silla, ha desaparecido. Mira junto al pilón, busca donde el enebro, pero nada. Quizás haya sido Ibor, el mastín, perro joven que enreda con lo primero que encuentra. No parece haber sido él. Sin ganas de indagar más, resuelve cambiar de color, tiene ganas de tejer.

Pasan las semanas y llegado el mes de marzo, un pájaro levanta su nido sobre una horquilla del álamo más lejano. Tiene forma ovalada y está cubierto de líquenes. No sabe cómo ha logrado verlo, pue no se distingue de la corteza del árbol. Aún le falta trabajo, por ahora tiene forma de tazón. El ave tiene cuerpo de bola y la cola muy larga. Cuando vuelva del huerto preguntará a su hijo Joaquín por el nombre del pájaro. Un mito, le dirá, qué nombre más hermoso, responderá ella.

A falta de otra tarea, dedica la mañana a esa bola de plumas con cola. En realidad, son dos, macho y hembra supone. Hace inventario de todo lo que arriman: musgos, telas de araña, líquenes y plumas, muchas plumas. Con el musgo han hecho la forma del cuenco. Desde el interior, van girando su cuerpo como un compás, para colocar cada hebra verde en el lugar indicado. La tela de araña les ayuda en la hilazón. Como ya han florecido los sauces, cosechan los algodones de sus semillas y pronto acolchan el conjunto. Es abundante el plumón que ocupa el fondo. La abuela Concha interpreta que dará calor a los huevos y después a los pollos. Cuando pregunte a su hijo, este le dirá que llegan a juntar más de dos mil plumas. Su hijo estudia las aves, por eso sabe todas las respuestas. También traen los copos blancos de las puestas de las arañas. Con ellas pegan los líquenes a la piel del nido.

En poco rato ya no se ve el nidal, tanto es el parecido a la corteza del árbol. Ahora entiende la pasión de su hijo por las aves, todo le parece fascinante.

Llega la tarde y, tras la siesta, vuelve a ver cómo va la construcción. Los mitos siguen muy ocupados en su trabajo. Si contara los viajes de ida y vuelta le saldría más de un millar. Mucho tendrán que comer para reponer energías. A ratos, los mitos buscan bajo las hojas, entre los brotes, en la maraña de las copas. Ahí encuentran larvas y pequeños insectos para reponerse.

Cuál será su sorpresa, cuando en esas idas y venidas uno de los mitos aparece con un hilo de lana rojo amapola. En un instante, la hilacha aparece cosida a la gran bola vegetal en que se ha convertido la obra. ¿Dónde encontró la madeja perdida hace meses? Sonríe por la alegría del hallazgo, parece que el pájaro le dedicara el nido, como si lo firmara con su lana de “yerbaviento”. Con tanta atención que le he prestado, la abuela merecía un regalo tan singular.

Cuando marcha a dormir, la abuela Concha piensa en lo vivido. Esa noche va a soñar que el ovillo es el regazo donde duermen los mitos.

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Eduardo Enjuto Vázquez

Vaya, Fernando Zamora, veo que los dos tenemos gustos parecidos en lo que se refiere a bosques… o a selvas.