Desde que Sabina Editorial publicó la obra completa de Emily Dickinson, hace unas semanas, he dedicado las noches a leer esta titánica labor de compilación y traducción realizada por Ana Mañeru Méndez y María-Milagros Rivera Garretas; la ambición y el compromiso de estas dos especialistas con su trabajo comienza con el mimo con el que han abordado el aspecto formal. Los 1789 poemas conservados de La bella de Amherst se presentan en tres cuidados tomos, en edición bilingüe, cada uno de ellos codificado por un color y acompañado por un CD, una lección de estilo para estudiantes de Filología Inglesa, traductores o amantes de la poesía.
Tampoco se han detenido ante la dificultad de abordar a esta misteriosa autora. Para comenzar, nos la aleja su leyenda, esa que ha dibujado a una hija de puritanos poco interesada en la religión y mucho en la mística, la mujer cada vez más aislada en su casa y en su cabeza, vestida de blanco y desasida de las obligaciones de una vida cotidiana que aborrecía. Emily fue una personalidad notable, genial, críptica a menudo, que se sentía más cómoda con juegos privados y con secretos cómplices que con una comunicación convencional.
En sus poemas, muchos de ellos a medio camino entre el himno y la correspondencia privada, disfrutaba con la anarquía de mayúsculas y ritmos, con la grafía anticuada y una simbología excluyente y magnética: fue una excelente botánica aficionada, una profunda conocedora de Shakespeare, y una rastreadora ávida de autoras de su generación, las hermanas Brontë, Elizabeth Barrett Browning, o George Elliot: escritoras que se construían en esos mismos años, y como nunca antes, a través de la palabra, como voz autorial y como mujeres. Estos ecos, más la influencia de Emerson, su dominio de las lenguas clásicas y un retorcido sentido del humor, no siempre apreciable en un primer vistazo, complican ya la vida a cualquier lector, no digamos ya a un traductor.
Pero el reto real se encuentra en la siguiente barrera, en el intrincado mundo que Dickinson había construido en su cabeza; cuando se lee su poesía se tiene al mismo tiempo la impresión de observar a una desconocida en la distancia y de que nos habla con una confianza extrema, casi un susurro en el oído. En ocasiones parece que, incluso en nuestra lengua, abordáramos un idioma extranjero. No entendemos las palabras con claridad, pero la emoción burbujea bajo ellas.
Para estructurar una obra malinterpretada y deformada desde su inicio (el destino de los poemas de Emily y de sus albaceas, desde sus pequeñas ediciones caseras a la actualidad es tan fascinante como increíble) las traductoras han optado por vertebrarla con una interpretación ligada a la vida de la autora. La relación con su cuñada Susan Huntington Gilbert, a quien destinó la mayoría de sus poemas, se convierte en la piedra angular de una poética del anhelo, la pasión y la construcción de una realidad que se opone a un mundo decepcionante. Dickinson intenta nombrar no solo lo prohibido, en muchos sentidos, en una sociedad limitadísima y pacata, sino también lo incomprensible. A falta de palabras, busca imágenes, metáforas, saltos en la gramática que proyectan imágenes en quienes la leemos.
No importa cuántas veces se lea a Emily Dickinson: el misterio de esa mente, y de ese inquieto vagar por las emociones no se desvanece. Durante estas semanas en las que me ha acompañado, el deseo de comprenderla mejor solo ha aumentado. Necesito más noches como las pasadas, más tiempo, más lecturas. Un trozo de infinito.
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Autora: Emily Dickinson. Título: Poemas. Editorial: Sabina Editorial. Traducción: Ana Mañeru Méndez / María-Milagros Rivera Garretas. Venta: Amazon y FNAC
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