Ignacio Padilla era uno de los autores clave de la narrativa mexicana de las dos últimas décadas. El pasado 20 de agosto, falleció en un accidente automovilístico. El suplemento literario de El Universal de México, Confabulario, le recuerda con este artículo en el que reproduce sus palabras de agradecimiento en un acto de homenaje en Bellas Artes, que tuvo lugar poco antes de su muerte.
Ana García Bergua y Jorge Fernández Granados, compañeros de ruta, cómplices: si alguien tenía que estar aquí eran ellos. Se los agradezco muchísimo. Me emociona sobre modo tenerlos aquí. Claro que también agradezco a mi querido Mauricio Montiel. Ya bien había dicho Jorge, es un compañero de ruta desde hace 25 años. Agradezco también, por su entusiasmo y su cariño, que podamos compartir este espacio.
Ahora, es naturalmente muy difícil, hasta incómodo, aunque emocionante, escuchar hablar de uno. Además, escuchar hablar a gente por lo general que, aunque quisiera hablar mal de uno no podría hacerlo. Siempre existe el riesgo de creérselo. No me lo crean, no se lo crean. Además no voy a hablar de mí mismo, quisiera hablar de mis compañeros y maestros que están aquí en la mesa y cómo me han acompañado. Ellos ya lo han dicho: son ya más de 20 ó 25 años de que los conozco, de que me conocen.
Formamos parte de una generación muy afortunada que pudo dedicarse muy tempranamente a la creación literaria en un país sin lectores. De la misma manera que formamos parte de una generación que ha dado grandes artistas visuales, grandes cineastas en un país donde nadie compra arte, poquísima gente asiste a exposiciones y muy poca gente asiste a ver cine mexicano. Si bien pertenecemos a una generación que llamaron “del desencanto”, pues mientras nuestros padres la pasaron bomba con la revolución sexual, les tocó salir a la calle a protestar, lo doloroso en Tlatelolco en el 68, nuestras grandes marcas vitales son tres derrumbamientos: el terremoto del 85, la caída del Muro de Berlín en el 89 y la caída de las Torres Gemelas. Son nuestras marcas generacionales: nuestra adolescencia, nuestra primera juventud y nuestra madurez. Son tres derrumbamientos. Sin embargo, se nos había condenado a ser la Generación X. Y quizá por eso, hemos hecho, al menos en el caso de los autores tanto mexicanos como los compañeros de la literatura en general, hemos hecho que nuestra contienda y que nuestra bandera fuera literaria y por eso escribimos como viejos desde que tenemos 20 años. Toda nuestra energía vital, juvenil, que habría tenido que ser invertida en manifestaciones, expresiones y subversiones, la dedicamos a leer y escribir. Además se creó este sistema un poco perverso, pero que finalmente dio buenos frutos, insisto, en un país donde se lee poco, que nos ha permitido vivir de la literatura y dedicarnos desde luego a cosas que también nos complacen muchísimo como la docencia, la academia y demás; en ese sentido hemos sido tan afortunados como desafortunados. Nuestra prosperidad y nuestra energía la dirigimos al acto creativo, al acto poético; estamos podridos en literatura, borgeanamente hablando, desde que tenemos 20 años.
Cuando Jorge hablaba de este encuentro que tuvimos -el cual recuerdo perfectamente, fue en el 89, ya van a ser 30 años pronto- el único que traía un libro era él, un libro de poesía. Íbamos a Monterrey a recibir el Premio a las Juventudes Alfonso Reyes. En mi caso recibía el premio por un libro bastante modesto, y tan modesto que después fue vapuleado por mí y mis amigos para escribir la primera novela del Crack. Pero Jorge Fernández Granados iba a recibir el Premio Alfonso Reyes por un libro de sonetos. Era muy impresionante. Ustedes saben: el soneto es la camisa de fuerza, el mayor reto al que puede aspirar un poeta es escribir un soneto porque es como el cuento, a diferencia de la novela, con la visión despatarrada cuya belleza está en las interjecciones: uno puede equivocarse, trastabillar y demás. El cuento se le impone al cuentista, neurótico, quijotesco, como la camisa de fuerza para que nunca falte ni sobre nada. Lo mismo es el soneto, creo yo. Yo no escribo poesía. Lo poco que conozco de poesía es gracias a Jorge Fernández Granados, y él había escrito un libro donde tenía muchísimos sonetos, ha seguido escribiendo sonetos que son deslumbrantes. Era un chico de 23 ó 24 años que se había animado a escribir desde su adolescencia sonetos. Eso habla mucho del tipo de generación y el tipo de maestros que yo iba a encontrar.
Qué mejor que un poeta que a veces narra y con frecuencia hace ensayo para instruirme en la lectura de Borges; para mí Jorge fue un guía fundamental en la lectura del gran maestro de la literatura en español del siglo XX, con todos sus cómplices que también se extrañan: Mario González Suárez, Enzia Verduchi, que nos reuníamos. Hay algunas fotos junto a una vía del tren; ahí oí maravillosas conversaciones en las que Jorge y Mario hablaban de Hermes Trismegisto. Desde luego después tuve oportunidad de tener como guías y cómplices a otros compañeros de la narrativa que son Ana García Bergua, Roberto Ransom y Rosa Beltrán, que coincidimos en aquella beca la segunda o tercer generación de Jóvenes Creadores, bajo la batuta -o el látigo- de Silvia Molina, mientras que los arquitectos, los fotógrafos, los poetas, los ensayistas se la pasaban muy bien y nosotros nos la pasábamos trabajando con la rigurosísima Silvia Molina de sol a sombra o de sombra a sombra. En ese entonces Rosa Beltrán estaba escribiendo La corte de los ilusos, Ana (García Bergua) estaba escribiendo El Umbral si no me equivoco, importantísimas hoy para la literatura mexicana, Roberto Ransom estaba escribiendo su Historia de dos leones.
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