Le robo el verso al poeta: «no saber más de mí mismo» es algo triste. Y así voy poniendo estas cuartillas en orden, estas memorias desordenadas dentro de un caos. El altillo va y viene, nunca frena, pero a veces uno necesita el reposo necesario para contarse a sí mismo como sujeto lector, como escribiente de esto que pasa, que es la vida. Los momentos que relato han ido quedando reflejados a vuelapluma: la mayoría en la agenda del teléfono. Hay apuntes al natural, sensaciones de una noche; paisajes desde el tren a contramarcha y siempre sinceridad. Creo que eso debe ser el dietarismo, un reordenar los días a la distancia a la hora en que lo bueno y lo malo, lo vivido y lo bebido, acaban por importar lo mismo.
18 de octubre. Alguien o algo anda escocido por el cartel de León, que no es una agrupación de ‘narcos’ al otro lado del charco, sino un congreso de columnismo LITERARIO que Garabito y Jorge Francés llevan organizando desde que se tiene recuerdo. Garabito me encarga el llevarle a Raúl del Pozo los billetes de tren para él y para José María García. Raúl me recibe —cómo no— en el Meliá Castilla. Ha comido paella marinera y anda ya con la copita de Oporto. Raúl escupe en el vaso el último trago; un poso de uva portuguesa se le medio atraganta y la escupe con cólera de Aquiles. Después del lapso me pregunta por la existencia de Dios; le respondo que soy creyente, libertino y poco practicante. Me compara la Biblia con el realismo mágico. Yo le hablo de mi creencia en la trascendencia y en la Historia, pero le confieso que siendo octubre y siendo tarde me vienen dando un poco igual las metafísicas. Que careciendo yo casi de techo, no voy a pensar en las coordenadas del cielo. Raúl se ríe con una bondad pícara que es innata en él. Quizá se ha levantado con ganas de encuestar a sus amistades sobre Dios y la máquina. En el hotel se hospedan azafatas de una aerolínea caribeña que llegan en tromba mientras me despido del maestro y brujuleo por el Madrid vertical.
19 de octubre. Un aguacero ha colapsado Madrid el día en que casi se ha estrenado el otoño. Llueve ni mucho ni poco en la Villa, pero lo suficiente para que las cuatro gotas sean motivo de Apocalipsis en la capital. He desayunado muy temprano porque no he dormido. Casi a oscuras me han puesto el café en el Bar Finisterre —leoneses recios, cazurros de la pata de Ordoño—. En el metro a Chamartín voy leyendo lo último de Carlos Mayoral. Su libro Empiezo a creer que es mentira es un casi un manifiesto de lo que debe ser la prosa hoy en día. Una pizca gamberra pero con bouquet de múltiples lecturas; un ciscarse en los clásicos con conocimiento de causa para no caer ni bascular en el academicismo tontorrón o en el malditismo naif. Mayoral va de tuiter a la RAE, y de ahí a sus lecturas. Su primer libro, Etílico, me causó honda impresión. Insulta un poco su juventud, su talento, su todo, hasta su coche que lo lleva y trae de Villaviciosa de Odón a Madrid. Veo a una ejecutiva guapa en la Línea 10, y se me pasan los celos y las envidias.
En el tren al Norte voy, creo que lo he contado, a contramarcha. Pese a que el día venía con lluvia —y hasta con frío en León—, por el páramo leonés se ven las grietas de las charcas. Ha sido un verano duro; ayer mismo se han ido apagando los voraces incendios de Galicia, Asturias y El Bierzo. Por Valladolid sube José Luis Martín, director de ABC-CyL. Conversamos algo; ya por entonces lxs no invitadxs al Congreso por falta de disponibilidad y tiempo y talento han convertido el encuentro en TT nacional. Rita Maestre entra al ajo, que ya se sabe el refrán del convento, el fraile y la carga al hombro. En León la lluvia quiere ser nieve, pero queda en aguachirle gélido y un peregrino me pregunta por Santiago.
20 de octubre. Los días de congreso son útiles, casi como aquellos días de Gil de Biedma en Formentor. Amistad, vino, risa, literatura y más amistad. León es acogedora, bella sin la tontería europeizante por la que otras capitales pierden el oremus. Paseo por delante de su Catedral y siento una cosa stendhaliana e ibérica, ahora que por fin me he graduado las gafas y puedo vislumbrar volutas y cimborrios casi en dolby surround. Abrazo a nuestro jefe Leandro, que llega con Antonio Lucas; ambos vienen pertrechados para un frío que no fue tanto. Nos suceden a Villalobos y a mí, que hemos ido a hablar de la historia del columnismo y a contar cuatro embustes doctos. Después, en el almuerzo, echamos cuentas y vemos que el reino de Zenda ha acabado por conquistarnos a todos. A la noche curioseamos el Barrio Húmedo; damos a parar a un bar de copeterío donde se junta la fauna noctívaga de León. Un tipo nos canta un chotis leonés, que ya son ganas y ya son horas. Voy con Chema Nieto, y le pido que me saque ‘en ratita’ en su viñeta del ABC.
21 de octubre. Arriban a León, ya sí, Raúl del Pozo y José María García. Ambos son maestros de la cosa, los mejores amigos desde Pueblo a los entierros de ministros del Movimiento. Dos estilos, dos formas estelares de entender esta cosa del periodismo. A mí me evocan vagamente aquella serie, Truhanes, con Paco Rabal y Arturo Fernández interpretándose a sí mismos: que pienso que es la mejor manera de actuar. En mitad de la comida — garbanzos y cocido—, Butanito García se saca un puro kilométrico, pone los pies encima de la mesa y recuerda anécdotas de estadios, y vueltas, y fútbol del de antes. Toda su vida quedó retratada en la excelente biografía de Ferrer Molina (Buenas noches y saludos cordiales). Raúl quiere llevar la conversación hacia la política; yo le insisto a García en mi sueño de dirigir un equipo ciclista. García reitera: «Nieto, eres un apóstol de la radio pero estás, y permíteme que te lo diga en tan grata compañía, estás, estasss, estás como las maracasssss de Machín».
Antes, a los jóvenes, Lucía Méndez nos ha reprochado eso de «hablar en columnas» a todas horas: aunque eso puede que fuera otro día pero en la misma mesa.
30 de octubre. Soy una barraca de la escritura. Como bien dice mi amigo Alfonso, de la taberna de Picalagartos, tengo una habilidad especial, un don y un carisma innato para coger trenes. De modo que vuelvo a Málaga a impartir talleres de periodismo literario. Los trenes son refractarios al hombre de acción que yo nunca seré: no importa. Hay un diario de un naufragio escrito por Quico Taronjí, presentador de La 1, que me llega al alma de marino en seco. El tipo quiso ir de Sotogrande a Estambul (casi como Serrat) en un kayak propulsado por el viento. Se encontró vientos en contra, hambre, y el libro, Aislado, es una joya de la marinería que puede, si se mira bien, que vaya dejando caduco a Hemingway y al padre Homero. Quién sabe.
31 de octubre. Ya en Málaga —y en toda España— parece que ha vuelto el veranillo que quizá nunca se haya ido. Estepona y Marbella aparecen en mi cuadrante de conferencias; voy a institutos buenos y a colegios malos, pero en todos ellos hay cariño y una profesora de Literatura demostrando eso que cuentan de las vocaciones fuertes y la fe en las virtudes redentoras de la enseñanza que cantaron los krausistas. Las bibliotecas escolares son menguantes; hay mucha farfolla TIC, abundan los carteles de Halloween: me cuentan que los departamentos de inglés organizan un ‘pinta y recorta calabazas’ y leen en VO a Edgar Allan Poe. Yo no me opongo a estas festividades paganas, que benditas sean en un irlandés de Huertas con cerveza. Pero a mí que no me quiten el Tenorio interpretado por Paco Rabal en Estudio 1, y disponible en el archivo de TVE.
6 de noviembre. Toca viaje por el interior de la provincia de Málaga. De la capital a Antequera y de la ciudad milenaria a Ronda. En Antequera le tomo la temperatura a noviembre y al frío; hace sol y huele a leña. Antequera es ciudad señorial, inundada de conventos y centro geográfico del Sur de España. Antequera es la Andalucía más castellana; el carácter es sobrio. Conferencio en un instituto que linda con un Dolmen que es patrimonio de la Humanidad. En mitad de mi disertación un coche derrapa en el llano de la Vega; los alumnos se arremolinan junto a la ventana, y uno empieza a recordar aquello machadiano de la monotonía, el cristal y «el timbre sonoro y hueco»…
Ronda es bandolera y se vive feliz en el tópico. De Antequera a Ronda me lleva un no/tren que no/para en la estación. Un bus de Renfe une la coqueta garita de Antequera con la flamante estación del AVE en la pedanía de Santa Ana. En el viaje tomo apuntes, admiro el paisaje ‘otoñoprimaveral’ del cambio climático. Del llano se va encrespando la mirada hacia la serranía. El tren une Granada con Algeciras y va a gasoil. El cereal da paso al olivo, y el olivo al alcornoque, y el alcornoque a la encina y la encina al pinsapo. Ronda es cuna del toreo moderno, sí, y de otra escuela poética que capitanea el Loewe Álvaro García. Recorrer Ronda con las zapatillas de correr es una experiencia extática —frío por descubrir, diría José A. Trujillo—: allá la sierra bravía, aquí el célebre Puente Nuevo. Y la plaza de toros, y Orson Welles y Ordóñez, y RM Rilke y Giner de los Ríos. De noche paseo la ciudad con la compañía de Álvaro García, le animo a reeditar su obra en prensa y recordamos juntos aquellos años malagueños que quizá fueran los más míos.
Principios de diciembre. Salen días soleados en Madrid. El Retiro. Zapatillas. Me compro un patinete impulsado por mí mismo. Sobre ruedas vuelvo a redescubrir Madrid, que es un ejercicio que viene bien al alma y al corazón si se hace con moderación y un zurrón de lecturas. La vida sigue encrespada con lo de Cataluña, pero en la Puerta de Alcalá alguien me habla de la palabra del Señor y me ofrece una Biblia un tanto menguada de páginas. Me invitan a la presentación del libro Jamón para dummies, de Enrique Tomás. Al acto lo acompaña una cata y viceversa; se me vienen a la memoria otros bolos. Madrid se ha puesto en navideño y todavía me creo lo de la Lotería.
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