“Fueron muchos días de dudas, como si en esa comunicación me jugara todas las ilusiones de mi carrera literaria”, cuenta el autor en este texto. “Hasta que un día tecleé: Estimado Maestro Grillo”.
Tiene en sus manos un Winsor McCay Award, una especie de Oscar a la trayectoria en animación. Él dice sobre sí mismo que es “un simple laburante de la línea”. Yo me dije: «Es el mejor dibujante del mundo». ¿Cómo se mide eso de ser el mejor dibujante del mundo? Y yo respondo: «Cuando ves en cada dibujo tus ojos, tu risa, tu alma… y todo sin haberte visto nunca». Entonces empiezas a sospechar algo. Yo vi en aquellos dibujos la perfecta representación de mis sueños, que siempre tienen forma de novela.
La cosa empezó con una anécdota que me contó María, una compañera de trabajo, en el café de la mañana: Amparito, una de sus amigas, no se había terminado de enterar de la resolución de un chiste con el que todos se reían, que acababa con la palabra conejo. A la pobre le había quedado el mote de “Amparito, la conejo”, a la postre “Amparito Conejo”. Aquella desplazada empezó a cobrar en mi imaginación la forma de una oscura secretaria de colegio enamorada del director, a quien su mundo escolar se le aparecía igual que un zoo habitado por sospechosos de las peores maldades, entre ellas un crimen. Con los primeros apuntes para un relato acerca de esa rara mujer oscura pero soñadora, me llegaron vía Facebook dibujos de Oscar. Llegaron como un bálsamo, como una droga, como un estímulo a la creación atiborrada de más personajes, de más historias, de mundos celestialmente ensamblados con mi manera de contar. Y entonces, sucedió el milagro: después de atracones de sus indios cíclopes, sus bandoneonistas sufrientes y sus bailarinas descoyuntadas, sus boxeadores de miradas tristes y sus parejas enamoradas y medio desnudas, después de esa avalancha de criaturas que entraron por la mirada y fueron a mi sangre, yo soñé a Amparito Conejo dibujada por él, soñé que Amparito Conejo se metía al mundo de Grillo y era traducida por él, por sus trazos, con los gestos que él le daba con su lápiz mágico, con los colores siniestros y fabulosos de su paleta. Lo soñé una noche, literalmente. Y después, varias noches más.
Una mañana me levanté dudando de si tenía que comunicárselo (a él o a un psiquiatra), pero el solo contacto con el célebre dibujante me daba vértigo. Fueron muchos días de dudas, como si en esa comunicación me jugara todas las ilusiones de mi carrera literaria. Hasta que un día tecleé:
Estimado Maestro Grillo:
Me animo a escribirle porque hace ya mucho tiempo junto valor para contarle de una novela que tengo en la cabeza y que cada vez que la sueño me aparece con dibujos suyos […]. Me encantaría poder hablar en algún momento con usted para entusiasmarlo con mi entusiasmo o, aunque sea, para contárselo a los amigos. Con afecto y admiración, suyo, Guillermo.
Guardé ese mensaje, prueba ahora de que algunas botellas al mar llegan a buen puerto. ¿Qué sería de nosotros sin la perseverancia en las quimeras?
Para mi sorpresa y entusiasmo, ese mismo día Oscar me contestó. De manera escueta, me agradecía que pensara en él. Seguido, otro mensaje más generoso pidiéndome mi teléfono, como si hubiera tenido tiempo para pensar algo, en empezar a ver a Amparito y a los sospechosos, como yo les veía. Un rato después, desde Londres, donde reside desde hace más de cuarenta años, escuché que con mi mismo acento del conurbano bonaerense me invitaba a pasar a una conversación: “Muchas gracias, querido. Contame más de Amparito…”. Ay, qué tembleque de piernas, qué nudo en la garganta. Pero mis nervios enseguida se deshicieron. Diez minutos después, como sucede muy pocas veces, parecía que charlábamos con un amigo de toda la vida. Oscar se enamoró del proyecto, casi de inmediato. Unos meses después, para resumir, yo estaba en su casa londinense dándole forma a nuestra novela, mate o café mediante, mirando las ardillas de su jardín.
Oscar, con setenta y cinco años, es un pibe, como yo, que soy un pibe de cuarenta y cuatro. Nos gusta hablar de fútbol, de minas, de tango y de jazz, de dibujos y dibujantes, de escritores y de escrituras. Somos dos nenes jugando a la pelota, cambiando figuritas de futbolistas, asomándonos a una tapia para ver el otro lado prohibido.
Oscar Grillo, el hombre al que no se le cae el lápiz de la mano nunca, finalmente ilustró nuestra novela Las gafas negras de Amparito Conejo, que se publica en estos días en España. Y, para que nos entendamos, no es el mejor dibujante del mundo porque lo diga Hollywood o Pixar o la Palma de Oro de Cannes que ganó de la mano de Paul McCartney o The New Yorker o su amigo Quino o cualquiera de esos otros tipos geniales que él conoce. No, señor. Oscar Grillo es para mí el mejor dibujante porque se metió en mis sueños y los hizo una obra de arte. Sencillamente, hizo el milagro y qué bien lo hizo.
Sinopsis de Las gafas negras de Amparito Conejo, de Guillermo Roz y Oscar Grillo
Pereyra Iraola, el director del colegio, ha muerto en extrañas circunstancias. Amparito Conejo, la secretaria perdidamente enamorada del muerto y segura de que se trata de un crimen cometido por alguien del colegio, se jura encontrar al asesino.
Los autores juegan a llevarse siempre la contraria como si se conocieran de toda la vida pero lo cierto es que fue audacia de Guillermo imaginar que solo el gran Oscar Grillo ilustraría a Amparito. Al conocerse por primera vez los artistas que son se reconocieron, como en el cuento de las pistolas gemelas, de Borges. Predestinados.
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Autores: Guillermo Roz (texto), Oscar Grillo (lustraciones). Título: Las gafas negras de Amparito Conejo. Editorial: La Huerta Grande. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
Me encantaría ver los primeros dibujos de «Las gafas negras …» de Guillermo Roz y Oscar Grillo.