Llamaremos casa de caramelo al cebo utilizado para atraer a las personas, con intenciones de que luego queden atrapadas en nuestras redes. En este caso, se trata de convertir, en buena medida, nuestra existencia en una farsa sabiendo que estamos entrando a formar parte de ella. Entraremos voluntariamente, convencidos de que el programa que instalamos dentro de nuestro organismo nos llevará a un conocimiento adecuado del entorno y, como consecuencia de ello, a un dominio de la vida real. Pero esta exacerbación de un metaverso sólo puede terminar por generar paranoia, enfermedad. Este planteamiento, como el del Gran Hermano de George Orwell, sólo puede confrontarse con la lectura metafórica de las distopías, que son un malestar sobre el sustrato contemporáneo.
Jennifer Egan (Chicago, 1962) nos ofrece un retrato social con forma de patchwork, un diseño a partir de piezas cosidas, de voces múltiples. Nos habla de una época, que se figura sucederá dentro de muy poco, en la que para reafirmar la identidad uno debe recurrir a las esferas virtuales. Esta paradoja, la de sentir que uno es algo en la realidad a partir de lo que se figura que es en la creación de un mundo paralelo, se fundamenta en la extensión de un programa llamado Aprópiate del Inconsciente. Esto supone la configuración de algo que los técnicos llamarán Conciencia Colectiva, y que supone, entre otras cosas, un incremento del dominio sobre las personas a partir de la predicción de los comportamientos. Todo ello parte de la publicación de un libro, titulado Patrones de Afinidad, en el que se desvelan las claves de la empatía que son manipulables. Como consecuencia de todo ello, será imposible que los numerosos personajes que pueblan la novela tengan una vida privada, y de la tensión de querer tenerla brotarán más enfermedades, todas ellas de carácter neurótico. Es inevitable, porque no cabe otro planteamiento que cuestionarse qué es el mundo real, cuáles de los episodios vividos pertenecen al mundo real.
Egan nos concede un reposo, confiando en que una de las partes del mundo real siga vigente y tenga un peso convincente sobre nuestro comportamiento, sobre nuestros afectos, y este reposo se nutre de las relaciones entre padres, madres e hijos. En la vida cotidiana, que es la parte que seguimos de cada personaje, se libra una confrontación en una escala variada entre realidad y fantasía. No se trata de algo ajeno, ni siquiera de algo que jamás ha dejado de existir, pues el amor seguirá siendo una lucha entre la realidad y el deseo, entre lo que es y la ilusión, pero el volumen de voz ha subido, al menos entre estos personajes de clase media o clase media alta. Y aquí también se mantienen estructuras del patriarcado, como se reflejan en el paréntesis que hace la novela para presentarnos unas instrucciones para salir adelante, destinadas a las mujeres, en las que se advierte contra la violencia o contra esta metamorfosis en la que estamos destinados a convertirnos en unos pequeños cíborgs, pues parte de nuestra esencia no será natural. Un segundo paréntesis, más adelante, nos colocará frente a la desdicha de comunicarnos con mensajes de texto breves, que llevan a desencuentros en los que actores o publicistas protagonizan, a intención, la farsa. En una obra de teatro no somos los que pensamos, sino que el personaje piensa por nosotros, se impone, nos entregamos a él. Ese espíritu tan inquietante está presente a lo largo de toda esta novela, en la que uno debe desconfiar de lo que tiene dentro de la cabeza. Al final, desconocemos en qué medida somos los que tienen una idea o si esta idea nos la ha instalado alguien en la materia gris. Pero sólo Jennifer Egan se atreve a novelar algo así sin que nos demos cuenta de qué es lo que estamos leyendo, pues nos entregamos totalmente a la suerte de los personajes.
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Autora: Jennifer Egan. Título: La casa de caramelo. Traducción: Eugenia Vázquez Nacarino. Editorial: Salamandra. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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