Un título que no pueda ser intercambiable. Un arranque con una frase de impacto o un testimonio, ese factor humano que resulta decisivo. Un remate sin “tachán-tachán”. Cinco días con Martín Caparrós y su bigote blanquecino, puntiagudo, que se manosea antes de platicar. Cinco días que parecían muchos y que fueron escasos, porque de lo bueno siempre apetece más.
En estos párrafos que siguen hay trucos, pistas y consejos para escribir un buen libro periodístico. Incluso muy bueno. Con un trabajo arduo y con talento, lo mismo será excelente. Si hacen caso a Caparrós será complicado que sea malo.
Ninguno se conocía antes, pero ya se habían leído entre sí, quizá la mejor forma de saber cómo es el periodista en calidad de narrador sin ficción, cuáles son sus manías, sus pasiones. Algunos tenían tiempo y leyeron el manuscrito en papel. Otros devoraron párrafos en la computadora mientras el avión cruzaba el Atlántico rumbo a la Biblioteca Eugenio Trías del Parque del Retiro de Madrid. Se trata de un bellísimo hogar de libros públicos, el más bello de esta parte del hemisferio de un sitio que fue Casa de Fieras, antiguo zoológico. Todos se hicieron compañeros, incluso se fraguó alguna amistad entre menús con primero, segundo, postre y café; también de tapas al atardecer y copas en terrazas de una primavera que en realidad quería disfrazarse de verano.
Se saben —lo son— unos privilegiados, y el Maestro de cronistas, que está más motivado que nunca, porque no deja de soñar, de tener discípulos, sortea atascos madrileños para, desde su silla de ruedas, escuchar, interpelar, preguntar con la curiosidad de un cadete; apostillar y aprender. Y no le falta ni el mate, ni el paquete de yerba, ni el termo, ni el portátil Mac, que consulta para verificar un dato, las últimas noticias de los periódicos que llegan a la pantalla (Clarín, El País y elDiario.es como referencias), un WhatsApp desde la Argentina y el correo electrónico de un amigo. Atiende una llamada, insistente, de su tía que llama desde París:
—Tiene 90 años y es incansable. Hubiera seguido llamando 80 veces.
Dos colombianos. Dos (él y ella) de Venezuela. Un cubano afincado en México. Un uruguayo. Una española que ha vivido en tres continentes, ahora romanizada. Una argentina trotamundos y un argentino que hace de relator. ¿Requisitos? Que el libro esté en marcha, no terminado, y poder intercambiar enfoques, qué falta en el reporteo, los fallos del texto y también sus aciertos. Una suerte de edición en marcha que sirva de motor para la obra.
Cada uno tiene un par de horas para explicar su proyecto. El germen de su historia. Luego vendrán las dudas, por qué descartar estas entrevistas o profundizar en otras. No es fácil hablar de los trabajos de otros. Todos tienen que leer a todos. Y todos opinan, argumentan y proponen cambios, nuevos ángulos y aplauden si el libro viaja por el mejor sendero o si hay algún fracaso evidente, si ese camino está ya algo trillado o si el viaje no merece la pena. O al menos no de esa manera.
Es el taller que todo periodista narrativo, reportero o cronista quisiera cursar. Hay una primera criba de la Fundación Gabo, que se organiza desde 2021 en Madrid tras unas primeras ediciones en Oaxaca (México). La de 2023 fue la octava edición. La novena edición es del 3 al 7 de junio y el plazo para postular acaba el 2 de abril. Caparrós es quien plantea qué proyecto de libro puede encajar mejor. Y siempre hay voces de distintos países de América Latina con temática diversa.
Saben la trayectoria de Caparrós. Han leído sus libros. No toda su obra, pero sí al menos los suficientes como para reconocer su estilo y sus obsesiones. Recién empieza el taller y el autor de Larga distancia recuerda que este barrio del Retiro también es el suyo, porque su abuelo era médico pediatra traumatólogo y en la Guerra Civil fue director del Hospital del Niño Jesús de Madrid. Lo dice con una mirada que viaja a un lado y a otro de la mesa, enorme, blanquísima, de ladrillos blancos y muy espaciosa, que tiene vista a una arboleda optimista, en pleno arranque de melancolía, al recordar aquellos tiempos junto a Eva Orúe, directora de la Feria del Libro de Madrid.
Al padre de Caparrós el oficio del periodista le parecía un poco despreciable: saber un poco de todo, pero de nada realmente. El cronista debe elegir el tema, reportear, seleccionar el material, ordenarlo, escribirlo y editarlo. Un arduo trabajo si se hace con rigurosidad. Quizá no es nada despreciable este tipo de periodista. Tampoco el que cubre una rueda de prensa con dignidad y hace preguntas incómodas. O el que edita teletipos.
Julieta Morón vive en Mallorca. Viste una camiseta blanca, lleva el pelo recogido y unos vaqueros amplios. Gafas de vista metálicas y doradas, y unos aros de media luna. Cejas bien delineadas y un tatuaje en la oreja derecha. Habla con voz pausada, haciéndose escuchar. Trabaja de recepcionista en un hotel y lleva 53 páginas de un libro que parte de una experiencia muy personal. Trata del mercado de la belleza, de la enfermedad que puede surgir con los implantes mamarios. Ya ha publicado un pódcast sobre el tema y busca una estructura basada en episodios, profundizando en cada capítulo y que halle matices. Quiere agregar más bibliografía. ¿El peligro? Perder la brújula de lo que es una crónica, su voz, y que no se malogre una primera persona que intenta lograr una empatía para desnudarse literalmente y plantear contradicciones.
Cada libro tiene su propia dinámica. Hay ideas que se repiten, pero la mayoría son intrínsecas a cada proyecto. Lo que vale para un autor de crónica puede que no sirva de nada o incluso sea inadecuado para otro. Se trata de huir de apriorismos, de lugares comunes, de escuchar muy bien la idea del libro del compañero y de no tener ningún reparo en comentar lo que le parece una frase, un arranque, lo leído, lo que queda por escribir, lo que queda por investigar.
Caparrós plantea a Julieta, que escribe con un bolígrafo negro con frases que rodea haciendo círculos, incluir pequeñas historias de otras personas, una que padece un cáncer de mama que decide ponerse un implante y otra que cambia de género. Abunda en la variedad de puntos de vista para formar un caleidoscopio que provoque más atención del lector.
Lisseth Boon, de pelo corto, sonrisa contagiosa y con los ojos muy abiertos, deseosos de aprender, como una niña aplicada, forma parte de Armando Info: “Único medio de comunicación venezolano dedicado exclusivamente al periodismo de investigación”, como verifica su perfil de Twitter. Es la primera vez que se postula para el taller. Expone su tema y tiene dudas del enfoque. En marzo de 2024 se encuentra en pleno proceso de edición del libro y confía en que esté a tiempo para presentarlo en el próximo Festival Gabo de Bogotá.
Junto a ella se sienta César Batiz, también venezolano. Posee Batiz el don del gran periodista de investigación, perseguidor sin límite del dato, pero que necesita herramientas del periodismo narrativo: escribir un cuento verdadero, parafraseando el último libro de Rosa Montero. Aporta contexto a cada detalle, nombres y apellidos de periodistas y políticos de su país que muchos no conocen. No importa. Necesita ofrecer esa nomenclatura para poder explicar la visión y propósito del libro que está preparando.
Por sus gestos controlados y al mismo tiempo efusivos, por sus lentes y vestimenta, Batiz parece recién salido de la película Zodiac, una de las mejores películas del oficio que García Márquez dijo que era “el mejor del mundo”. Recrea situaciones y acciones en Venezuela, el periodismo como antipoder —en realidad la razón de ser, que ya no lo es en la mayoría de las ocasiones, de los medios de comunicación—. Al final de los cinco días le dijo a Debat: “Creo que mi cancha está más acotada y más marcada. Antes tenía esa angustia típica del periodismo de investigación de que tengo que ir a tantos lugares y entrevistar a tanta gente. Y ahora ya no la tengo”.
Caparrós tiene varias teorías que intercala mientras los talleristas presentan sus proyectos de libros. Una es la del “quesiyo”, esto es, cuando el autor se erige como protagonista. Que si entonces yo. Que si yo fui. Que si yo pude ver. La primera persona, señala, es “significativa y controvertida”. Y la primera persona del plural “es un disparate”. La primera persona tampoco tiene que estar activa todo el tiempo ni que ser estrictamente gramatical. Sí sirve para que se perciba que existe un narrador, alguien que está viendo y contando.
El delito no es escribir en primera persona. Se trata de no escribir sobre la primera persona.
El responsable del taller, al que acuden como alumnos improvisados en alguna hora de los cinco días otros popes del oficio como Sindo Lafuente o Antonio Rubio y al que también acudió Daniel Marquínez, director de proyectos especiales de la Fundación Gabo, intenta huir de términos que no dicen nada como “no ficción”. “Hay tantas cosas que no son no ficción… No se puede definir algo con lo que no es”. También recomienda huir de una acumulación de datos y aprovechar la ventaja de la crónica: la emoción. “Si no, es redacción pura”. Y señores, señoras, abominen del idioma “periodistiqués”. Sí, aquellas expresiones nacidas de manera exclusiva para el lenguaje informativo, pero que en el periodismo narrativo resultan tan chocantes como ponerse un abrigo largo y la bufanda para ir a la playa con una temperatura de 30 grados.
—Yo arrancaría el libro por el intento de soborno. Es muy gráfico y relevante.
Laureano Debat, el relator, no solo apunta en su portátil las ideas que surgen en el taller, sino que interpela, ofrece sus puntos de vista de los libros. Es uno más del grupo. Se ha leído todas las relatorías anteriores, las de los talleristas, y los que se asoman a la web de la Fundación Gabo saben que se puede disfrutar de una ingente cantidad de consejos directos de Martín Caparrós.
Gustavo Borges viste un nikkie verde, vaqueros sin desgastar y unas gafas de pasta nada presuntuosas. Es de Cuba y está afincado desde 1998 en México. Trabaja de coordinador de Deportes de la delegación en México de la agencia EFE, que remarca que Borges es un “entusiasta de las entrevistas a escritores”. Le apasiona Juan Villoro, y Elena Poniatowska es la protagonista del libro que prepara. Corre y corre. En sus informaciones en la agencia y en su vida particular. Se nota: “Si bien no te van a hacer el trabajo, porque cada uno tiene que hacer su propio recorrido, puedes escuchar a los demás; es como correr un maratón constantemente hidratado”, le dice a Laureano Debat el último día del taller.
Borges es muy bajito y simpático. De los tipos que se hacen querer al instante. No paraba de tratar de usted a Caparrós y este insistía en el tuteo. ¿Usted otra vez? Perdone. No, perdona. Hubo chanza, complicidad y bromas con esto. Tardes de té con Elena es el título del libro del cubano, que tenía bastante avanzado antes del taller, donde jamás utilizó el ordenador para tomar notas. Solo un bloc que tenía empapado de ideas.
“Algunos sabios señalamientos me provocaron hacer cambios en el texto, lo cual implicó que demorara su conclusión”. Le gusta que los compañeros le digan que pueden hacer cambios. Es lo que esperaba. “Los elogios no sirven para mucho”. Para él ha sido una experiencia “muy nutritiva”, de las dos o tres mejores en 41 años de periodista.
El «Coro Elénico» ha nacido como un anexo a cada capítulo en el que escritores, editores, artistas y académicos opinan sobre la obra de Elena Poniatowska. Caparrós le sugirió, en vez de colocarlo al final, como tenía planeado, repartirlo por todo el libro para dar fuerza a los mensajes. Esto le obligó a reunir durante más de medio año a varias voces para llegar a 46, el número de capítulos de la obra. Despidió 2023 con el libro terminado. Hay una editorial interesada. Todo indica que se publicaría en este 2024 en el que Poniatowska cumple 92 años.
Emiliano Zecca ya ha publicado varias obras de no ficción. Una de ellas es Ángeles de la muerte: Los enfermeros que iban a ser asesinos seriales. Es muy probable que la propuesta de libro que expuso en Madrid se publique antes de la primera mitad de este año. Sabe Emiliano que el título puede surgir en cualquier momento, que hay que estar atento para cuando llegue. Apuntó cosas que merecía cambiar. «Útil» quizá es la palabra más adecuada que define lo aprendido en el taller.
Zecca, el primer uruguayo que cursa el taller desde que empezó, escucha a Caparrós y este gambetea de modo dialéctico, qué se yo, cruzando las manos, con el clásico pique argentino-uruguayo. El charrúa, explica Caparrós, se encuentra como un desvalido, casi una epopeya, desde el Maracanazo de 1950. Esa necesidad de crear un enemigo, “muy difícil de vencer para ensalzar toda la locura de la épica, que es medio fantasiosa”. Y ahí está la mirada a un país, a un territorio, sin narcisismos patrióticos que poco importan aquí y que tanto fascinan a otros. A tantos y por desgracia.
En algún momento del taller, Martín Caparrós, o puede que fuera uno de los talleristas, se preguntó: «Vamos a elegir la mejor y la peor frase». No se atreven demasiado. Miedo a ser demasiado exigente con el otro. Pavor a que la mejor construcción sintáctica fuera en realidad una pavada. O a que lo más horrible que hubieran leído guardara una metáfora luminosa o un rasgo del personaje tan definitorio que bien valía por todo un capítulo.
Ejemplos de arruinar un texto. Uno: por ejemplo, ¿por qué sustituir la palabra fallecer por morir? No hay sinónimos, no hay dos palabras que signifiquen exactamente lo mismo. Dos: La voz pasiva es “un tributo a la cobardía”, sentencia Caparrós. “La voz activa hace avanzar el relato de forma más eficaz”.
José Guarnizo ya tiene contrato firmado con la editorial Penguin Random House Colombia. Solo está a la espera entregar el manuscrito a finales de año. El proceso se retrasó porque se le cruzó otro libro sobre Griselda Blanco (en Planeta), aprovechando el tirón de la serie de Netflix, que se presentará en abril en la Feria del Libro de Bogotá. “Tener más tiempo para poder redondear el libro me va a ayudar mucho”, apunta Guarnizo, que compite en barba poblada y negra con Emiliano Zecca.
Este colombiano solo trajo ropa de verano en la maleta y jamás pensó que algún día podría llover y hacer algo de frío. Atesora varios trienios en el periodismo de investigación y quiere diseccionar qué pasó con un político de su país que perdió la vida en un accidente.
Daniel Pardo, su compatriota, formal, el más elegante del grupo, no da muchas pistas de su proyecto. Sí cree en la “reportería involuntaria”, en los temas que aparecen sin estar planificados. Y esa reportería solo puede llegar si el cronista está en la calle. No habrá si está en su mesa de trabajo, en su casa o en una redacción.
¿Y cómo empezar? Esto es decisivo, fundamental. Lo es en cualquier texto periodístico con ambición narrativa. Por supuesto en un gran reportaje o en una columna, pero mucho más en un libro. El cronista como cazador de principios, precisa Martín Caparrós. Tiene que estar muy atento a ver qué puede usar: una situación, una frase, un personaje, una idea poderosa. Va buscando todo el tiempo. Encuentra alguna y luego, quizá, halla alguna otra. Y si encuentra cuatro o cinco posibles principios es una fiesta. Y las ideas que no sirven finalmente para arranques las usará para que el texto no pierda fuerza.
Ander Izagirre, uno de los más brillantes cronistas de ambas orillas del español, con libros ya clásicos de la narrativa periodística, como Plomo en los bolsillos o En el fondo la forma, una conversación con Leila Guerriero, ha participado dos veces en el taller. Ambas en Oaxaca. La primera, con la propuesta de Potosí (publicado en Libros del KO en 2016 y Premio Euskadi de Literatura 2017). La segunda, en 2016, como relator [aquí lo contó en Altaïr Magazine]. Es marzo de 2024 e Izaguirre acaba de regresar de un viaje a Colombia. Desde su casa de Guipúzcoa, mientras prepara el almuerzo, recuerda su paso por la factoría de talento Caparrós.
Potosí estaba atascado cuando ya había escrito un centenar de páginas. Sabía que tenía un libro, pero se encontraba bloqueado por la abrumadora cantidad de información que poseía. “Un atasco por empacho”, acierta con el diagnóstico. El contexto lo tenía de sobra, había viajado dos veces a Bolivia, pero ni el final estaba claro ni la forma del texto era definitiva. Su protagonista era una niña minera y le necesitaba dar más fuerza a su historia. Quería seguir contando su vida a lo largo de los años.
De sus compañeros de taller, que tuvo lugar del 30 de octubre al 4 de noviembre de 2014 en Oaxaca con Diego Fonseca como relator y quizá la promoción con más resultados, al publicarse un gran número de obras de participantes, destacan periodistas como Roberto Valencia, vasco que vive en El Salvador desde 2001 y que luego publicó también en Libros del KO Cartas desde Zacatraz; la brasileña Claudia Jardim; la mexicana Eileen Truax, que vivió casi dos décadas en Estados Unidos y logró editar su obra We Built the Wall; el colombiano Andrés Wiesner, creador y presidente de la Fundación Tiempo de Juego; el mexicano Esteban Castro; la boliviana Cecilia Lanza o la colombiana Catalina Lobo Aguirre, con la que estuvo hace muy poco en Bogotá, y Premio Simón Bolívar 2011 al Libro periodístico por Los restos de la revolución.
Ander todavía se acuerda de cuando contó a sus compañeros y a Caparrós una escena que a él le parecía muy informal, cuando fue al cine con la niña que protagonizaría Potosí. No entendían cómo esa escena, precisamente esa escena, que él consideraba menor, no la había incluido en el manuscrito. Todos vieron muy claro aquello que el cronista de Plomo en los bolsillos era incapaz de ver. Cuantos más ojos, mejor. No cualquier mirada, sino la de periodistas seleccionados, que son especialistas en detectar cuándo algo falla, cuándo algo falta, cuándo algo sobra. Aunque el autor, dicen los talleristas, y es de esas verdades de escasa réplica, debe siempre tener muy claro que el proyecto de libro es un debate, pero no se puede transformar en un referéndum.
“Leer a Caparrós me encendía las ganas de viajar y de escribir”, sostiene Izagirre. Quería cursar el taller para trabajar el inicio y el final, que mejoró; también suspiraba por profundizar en los diálogos y las descripciones, que solían ser pocas y no demasiado singulares. Caparrós daba ejemplos de su escritura, pero no por autobombo sino porque nadie mejor que el propio autor de una crónica para saber los resortes de su escritura.
“Tengo que hacer como él”, se prometía el autor de la reciente Subcampeón. A escribir se aprende por envidia. Es otra frase que los cronistas atesoran en su cerebro. Sí, se trata de aprender a solucionar problemas con ocho compañeros que están en tu nivel. Si fueran unas clases particulares con Caparrós, sostiene Izagirre, saldría algo “demasiado imitador”. Si solo fueran ocho cronistas debatiendo sobre tus textos faltaría una guía más experta.
Las manos expertas de Martín Caparrós o de Leila Guerriero. Devoraba y devora el cronista todo lo que han publicado ambos. Por puro placer y también con esa mirada abierta a los detalles. Cuando Ander Izagirre masticó, con pasión, el manjar de Los suicidas del fin del mundo apuntó párrafos y estructuras de Guerriero que quería traspasar, casi calcar, a su libro Potosí. No ocurrió justo de esa manera. Caparrós cree que la copia contiene dos etapas: una en la que el cronista copia sin darse cuenta y la otra en la que la copia es voluntaria al intentar emular los textos más atractivos de quien valores su magisterio narrativo. La imitación no es reproducción exacta, sino una inspiración que se adapta al estilo de cada uno.
Caparrós relató en algún otro taller del «efecto Potosí»: esto es, la posibilidad de complejizar los retratos de las víctimas o de los protagonistas de las historias y no transformarlas en imágenes inmaculadas. “Eso los hace más verdaderos, los llena, les da volumen y permite al lector creer en esos personajes”. En Potosí, Izagirre narra la vida en las minas, “cuenta historias de gente en difíciles condiciones, pero no deja de mostrar sus contradicciones. Por ejemplo, uno de los protagonistas explotado en las minas golpeaba a su mujer en casa”.
Apenas se están conociendo y los periodistas preguntan por las obras de Martín Caparrós.
—¿Cuánto tiempo te llevó escribir El hambre?
—No lo sé, ni yo lo tengo claro. La Historia es la obra que más me importa. Me llevó diez años, pero en medio publiqué otros ocho libros.
Continúa Caparrós:
—En Ñamérica intentaba huir de los clichés y de los lugares comunes. Tomaba autobuses sin rumbo como manera de evitar repetir lo ya previsto.
A Martín Caparrós le quedaban cinco meses para publicar El mundo entonces. Una historia del presente, un libro donde vuelve a tratar el tema del hambre, lo rural, y lo urbano. Un mundo rico y un mundo pobre en un punto de vista del futuro. ¿En algún momento sintió miedo?, cuestionan. El riesgo del periodismo, responde Caparrós, está muy sobrevalorado. Solo sentí miedo una vez, en México. También recuerda un viaje a Perú en 1992 cuando se bajó de un tren y entonces… lo deja en el aire.
Hay suficiente tiempo en el taller para hablar de lecturas, de autores predilectos, de perderse en meandros que cuentan historias. También ‘batallitas’, añoranzas de tiempos pretéritos. El profesor Martín —que nadie lo denomina así— alaba la prosa “espléndida” de Manuel Vicent, sus “excelentes reportajes” y los artículos “que podría tararear”. También cree el profesor Martín que ha aprendido más leyendo que trabajando con periodistas como Rodolfo Walsh o Juan Gelman con los que en algún momento compartió periódicos.
A Bárbara Celis, que trabajó en El País y ahora reside en Roma (llegó para tres meses y ya lleva cinco años), le hizo periodista el 11S. Estaba en aquel momento en Nueva York como corresponsal freelance. Pero en el taller habla sobre todo de Asia y de un país pequeño, pero influyente. De un territorio amenazado por una gran potencia. Tiene un enfoque, un arranque de libro, del que habla con entusiasmo moderado. Sabe que dentro de poco tiempo empezará la intensa búsqueda de editorial.
¿El tema? Celis, de pelo corto y rubio, y una sonrisa que escucha con paciencia, prefiere que no se comente mucho. Y como tantos periodistas, aunque ahora tenga un empleo en una institución internacional, necesita ponerse la vestimenta de escritora y olvidar a la reportera que se centra en el titular, en la ‘percha’ de una información, en saber la mejor hora para vender el tema a la jefatura de la sección.
Su libro parece pedir a grito un último viaje para dar las pinceladas del país, pero aunque es político y es un viaje, no es ni un libro político ni uno de viajes, sino un híbrido entre la visión personal y la necesidad de ofrecer datos más concretos. “Los viajes hablan más del viajero que del lugar que visitan. Y por aquí sucede algunas veces”, detalla Caparrós y Celis apunta lo que dice con una mirada que significa reflexión. Hablan del principio y sugieren otros posibles. La periodista tiene ante sí el reto de contar un país que empezó en un blog. El reto de “sentirte totalmente analfabeta y todo se te hace un mundo”.
El periodista Carlos Madrid, que colabora con la Fundación Gabo en la logística y organización de este encuentro de cronistas, cree que lo más interesante es el taller en sí mismo: “Cómo, poniendo en conjunto las dudas que cada uno tiene sobre su libro y reflexionando sobre ellas, se desactivan los callejones sin salida y brotan nuevas ideas super interesantes. Y con ellas, la escritura”.
La escritura de los libros no está renovando tanto. Sí lo están haciendo otros formatos como los grandes reportajes en los medios digitales que aúnan investigación y datos, más audio y vídeo o los podcast y los documentales. Falta una revolución en los libros periodísticos, pero de vez en cuando, como alguien dijo en un grupo de WhatsApp de Gustavo Borges, surge una luz que desatasca todo: “De vez en cuando la vida nos besa en la boca y saca un conejo de la vieja chistera y uno es feliz, como un niño cuando sale de la escuela”.
Era viernes por la tarde. La antigua Casa de Fieras del Retiro luce con libros. Caparrós, el de la voz catedrática, el periodista que cruza los brazos y prepara su mate, no quiere acabar, pero llega el momento. “Me parece que ya estamos; muchas gracias, la pasé bien”.
Es el final del taller y se percibe, sin temor a equívocos, o quizá sí, porque en la crónica la posibilidad de errar es cercana, se palpa, resulta transparente, casi inmediata, un aroma de nostalgia adelantada. Algún silencio, la promesa de una cena de despedida que promete más risas, acaso complicidad, la forja de una amistad de estos cinco días con Martín. Cuando los cronistas publiquen su obra todos dirán orgullosos: “Sí, este libro nació en el taller de Caparrós”.
En primera persona relata el periodista argentino:
Sí, es verdad que me da un poco de pena. Disfruto la semana. Es raro esto de reunirse con gente que hace cosas parecidas, poder charlar de ellas y tener la sensación de que aportamos a los otros. Es decir, sucede poco.
Es como una especie de oasis de generosidad. Todos trabajamos para que cada uno pueda avanzar en lo que está haciendo. Me gusta el contacto humano que se arma. Cada taller es distinto. Tampoco diría sin son mejores o peores.
Me parece que ahí viene Sergio Ramírez y su mujer, Gertrudis Guerrero.
—Los voy a atropellar. Avanzo, avanzo… — bromea Caparrós mientras manipula su silla de ruedas.
Les saluda. Dos abrazos. Habla con ambos. ¿Tienes alguna firma ahora? Charlan de un proyecto en el que están juntos. Llega la fotógrafa Lisbeth Salas, retratista de escritores. Venezolana, afincada en Madrid, directa y pausada en su disparo del obturador.
¿Estáis todavía?, pregunta Lisbeth. Le quiero hacer fotos. Danos unos minutos. Yo te escribo. Tengo una foto con Ignacio Martínez de Pisón. Caparrós: “No voy para casa. Igual tengo que escribir una cosa”.
Continúa Caparrós:
Muchas veces los talleristas funcionan de manera diferente. El año pasado estaban más concentrados en sus libros y no tenían ganas de hablar de cuestiones más generales. En cambio, en este había preguntas más abiertas. En todo caso, siempre hay proyectos interesantes. La elección de los proyectos es muy decisiva.
Conservo relación con muchos de ellos; se comparte siempre algo intenso y es gente con la que me suelo volver a cruzar.
Caparrós ve a un joven en silla de ruedas y bromea con él:
Hola, hola, la solidaridad de los ensillados, nos saludamos. Como decía Monterroso: “Los enanos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse entre sí”. Ahora los que vamos en silla de ruedas nos reconocemos.
¿El reloj? Es una historia demasiado larga. ¿No se puede resumir? Bueno, vamos a ver.
Siempre viste con tonos negros o grises. Hace tres días se le estropeó un cinturón que le acaba de llegar a su casa de Torrelodones. Vuelve el reloj: clásico, antiguo, bello.
El reloj es una complicación. Desde que yo era chico, mi padre tenía un reloj que a mí me gustaba mucho; un Rolex de los años 60, con una malla de acero inoxidable. Cuando él murió, yo lo heredé. No lo sacaba de mi casa. Tenía miedo a que me lo robaran.
Y la historia se queda ahí, entreabierta, como un final sin tachán-tachán.
El Maestro se pierde entre los chopos del Retiro. Su bigote, rebelde, experimentado e icónico, piensa, razona y luego reflexiona: claro que volvió a merecer la pena.
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