Guillermo Martínez (Bahía Blanca, Argentina, 1962) es uno de esos escritores a los que les ha tocado pendular entre dos amores a menudo excluyentes: el del público y el de la crítica. Su aparición en la escena literaria, local e internacional, con los cuentos de Infierno grande (1989) y la novela Acerca de Roderer (1992), le valió el reconocimiento de los especialistas; en tanto que con Crímenes imperceptibles (2003) obtuvo el Premio Planeta, traducciones a treinta y ocho idiomas y una incursión cinematográfica de la mano de Alex de la Iglesia, que dirigió el film basado en su novela, y John Hurt, que lo protagonizó. Es razonable, entonces, pensar que habrá experimentado sentimientos encontrados cuando le pidieron su opinión sobre la figura del escritor de culto, para un extenso reportaje aparecido en Babelia hace tres años. A modo de respuesta, Martínez compuso un artículo más bien breve, pleno de ironía y estocadas sutiles, del que vieron la luz en aquel reportaje apenas unas líneas, pero que ahora el autor recupera completo en su nuevo libro, La razón literaria, volumen que reúne ensayos, conferencias y piezas publicadas en distintos periódicos, en los que expresa sus puntos de vista sobre cuestiones teóricas y preferencias estéticas, y formula apreciaciones (no siempre elogiosas) sobre la obra de colegas célebres: Borges, Gombrowicz, Aira.
De la caracterización risueña que Martínez hace del “escritor de culto” se podría extraer una suerte de guía para que ningún aspirante a integrar ese club de happy few fracase en el intento.
En primer lugar, hay que recordar que el escritor de culto es una especie empollada por una casta minoritaria, la de los “verdaderos entendidos”, que ensalzan a su criatura para conservar el predominio intelectual. Por lo tanto, quien quiera ganarse el beneplácito de los mandarines deberá, en principio, reprimir toda simpatía (impropia, por cierto) hacia el lector, desterrando de sus textos “la legibilidad, la transparencia, la agilidad, la fluidez, la gracia narrativa, el suspenso, la elaboración de una trama, la creación vívida de personajes”. Y entregar en cambio su prosa a un calvario purificador, hecho de “opacidad, hermetismo, morosidad, repetición, falta de trama, desdén por los personajes, supuestos experimentos del lenguaje (que suelen ser refritos de las viejas vanguardias de hace un siglo), quiebres a la linealidad, ya tan previsibles como la propia linealidad”, enumera Martínez.
Pero como no sólo hay que ser sino también parecer, el escritor de culto pasará a la acción más allá del papel. Tendrá que producir obras “inaccesibles”, advierte Martínez, no sólo en un sentido intelectual, sino también físico: conviene que sus libros sean inhallables, o sólo hallables con dificultad (poquísimos ejemplares en contadas librerías de viejo). Y hasta la vida empeñará en la empresa: “La biografía del escritor de culto debe contener algún elemento lo suficientemente ‘oscuro’ o patético (una temporada en prisión, una adicción a las drogas, una infancia desgraciada)”. Martínez también recuerda el aura de prestigio que ha nimbado a muchos escritores suicidas (por cierto, se desaconseja rotundamente esa práctica extrema).
Puesto el punto final a cada una de sus creaciones, el escritor de culto deberá “acumular rechazos de grandes editoriales y publicar sólo en editoriales marginales. Esto confirmará ante sus fieles la superioridad de su literatura y la ignorancia de los editores, tan deseable para reafirmarse en sus criterios. En nuestro país [la Argentina] los escritores de culto suelen ser efímeros, porque no logran resistir el primer llamado de una editorial grande”, explica Martínez. Ya instalado en un sello convenientemente pequeño, tendrá que cuidarse de la popularidad como de la peste: “El escritor de culto no debe tener jamás un éxito de ventas”, puesto que en el caso contrario pasaría a convertirse en un escritor “vendido”.
Por último, este escritor vigilará que su culto no se extienda demasiado. Sus acólitos sólo se sienten seguros en ceremonias íntimas, y desconfían si la feligresía engruesa a granel. Incómodos ante la llegada al templo de más y más conversos, los feligreses de la primera hora podrían comenzar a sospechar que “aquel escritor que hasta ayer adoraban probablemente nunca fue tan bueno”. Entonces todo estaría perdido, y al pobre escritor de culto, de un plumazo, lo bajarían del altar.
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Título: La razón literaria. Autor: Guillermo Martínez. Editorial: Seix Barral Argentina. Páginas: 224.
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