El fusilamiento de Torrijos, de Antonio Gisbert
Este artículo fue publicado el 3 de enero de 2020 en las versiones papel y digital del diario El Mundo. Zenda lo reproduce íntegro.
El pasado 1 de enero, en el diario El Mundo, Elvira Roca Barea, autora de los libros Imperiofobia y Fracasología, publicó un largo artículo exculpatorio para justificar los gazapos, errores o inexactitudes que, según el diario El País, contienen estas dos obras suyas, negándolos o matizándolos. Nada de eso me concierne, así que dejo de lado esa polémica que me es, como digo, completamente ajena. Pero ocurre que en el mencionado artículo de El Mundo, Roca Barea sitúa lo de El País en el marco de una “campaña de difamación y desprestigio” llevada a cabo por medios informativos, historiadores e intelectuales disgustados por sus dos libros; campaña (insiste mucho en lo de campaña) que estima “importante que la opinión pública conozca”, pues no la considera casual, sino orquestada de común acuerdo a fin de lincharla mediáticamente.
Es en ese punto donde el artículo de la señora Roca Barea sí empieza a concernirme en lo personal. Lo cierto es que ignoro si la coincidencia de ataques contra las tesis mantenidas por ella en sus dos libros es casual o, como sugiere, hay detrás una mano negra moviendo los hilos del asunto. Nada del artículo de El País me importó en su momento lo más mínimo, y nada de la réplica de Roca Barea me importaría tampoco, de no darse en ella un detalle desagradable: me incluye en la campaña como si yo formase parte de esa presunta conspiración. Como si, de acuerdo con otros enemigos suyos, no actuase por iniciativa propia, sino que fuese mano interpuesta. Sicario, cómplice o como queramos llamarlo, de otro o de otros.
Para situarnos, quisiera recordar un par de cosas. Roca Barea, cuya existencia y obra anterior, si la hubo, me era por completo desconocida, dedicó en un primer libro, Imperiofobia, un pellizquito de monja a una de las novelas del Capitán Alatriste, Limpieza de sangre, donde un inquisidor, con la libertad que me confiere ser novelista y no historiador (calculen lo que Dumas, salvando las distancias, hizo con Richelieu), aparecía con luces poco favorables, tan escasas como las que a la Inquisición dedicaron Galdós, Blasco Ibáñez y otros autores españoles desde el siglo XVII hasta ahora. Pero a Roca Barea, atacar a la Inquisición le parecía poco patriótico por mi parte, y a su juicio esto alentaba la Leyenda Negra contra España; así que me hacía responsable de dar argumentos al enemigo, insinuando (elemento común a sus dos libros) que la mejor forma de combatir la Leyenda Negra no es mencionar lo que la motivó, sino soslayarlo. El caso es que en su momento no le di importancia al asunto; y prueba de ello es que (para sorpresa expresa de la propia Roca Barea) la invité a participar en unos debates históricos de gran envergadura que con mi amigo Jesús Vigorra organicé en Sevilla hace dos años.
El segundo antecedente responde a su segundo libro, Fracasología, publicado en 2019, en el que la autora volvió a introducir una alusión poco amable, esta vez sobre mi novela Hombres buenos. El toque no era casual, pues precisamente esa novela (ficción, naturalmente, pues yo soy novelista) es un canto a la Ilustración y a la España que gracias a los ilustrados pudo haber sido y no fue; mientras que el libro de Roca Barea constituye una descalificación absoluta de la Ilustración española y europea, culpándola de no pocos males recientes de nuestra patria con argumentos que, en algún caso y asombrosamente, coinciden casi palabra por palabra con las que figuran en mi libro de texto escolar de 1958 (nihil obstat del censor D. Vicente Tena, canónigo): con Felipe V y la Ilustración, el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria.
Por decirlo de un modo elegante, que Roca Barea me mencionase por segunda vez sin provocación previa por mi parte, y más en el contexto de un libro que, tras su lectura (a diferencia de Imperiofobia, con parte de cuyos argumentos yo estaba de acuerdo), encontré profundamente sesgado, tramposo y reaccionario, me tocó la bisectriz. Y como tampoco es cosa de que a uno lo tomen por el pito del sereno, y menos en este país navajero donde al silencio lo consideran complicidad, debilidad o claudicación, decidí ponerle a Roca Barea los pavos a la sombra, por alusiones, en un artículo que los que cada domingo, desde hace casi treinta años, publico en veintitantos diarios españoles y en algunos de Hispanoamérica. Imperioapología y otros disparates, lo titulé; y en él, esta vez, era yo quien opinaba sobre la obra pretendidamente histórica de Roca Barea, del mismo modo que ella se había permitido hacerlo sobre mis novelas. Aquí todos tenemos tecla. Añadiré, por cierto, que como también, a mi humilde modo, soy lector de libros de historia y conozco muchos de los mencionados por Roca Barea en sus abundantes notas y citas, tengo ideas propias sobre la interpretación y el uso sesgado que ella hace de ese material. Sin embargo, apenas entré en eso en el artículo, por razones de espacio y sobre todo porque decidí reservarlos para un despiece posterior, cuando llegara el caso. Tampoco son hoy objeto de este artículo, así que los sigo guardando como oro en paño; porque lo de Roca Barea, con su tercer pellizquito, me recuerda el viejo chiste del cazador contumaz y el oso gay (permitan que no lo detalle, pues no es políticamente correcto), el que al final, poniéndole una mano en el hombro, el oso le dice al cazador: “Tú no has venido aquí a cazar, ¿verdad?”.
Pues bien. Volviendo al eje de la cuestión, y con esos antecedentes, Roca Barea, que sospecho tampoco ha venido a cazar, estima ahora que mi artículo sobre sus libros se inserta en una campaña coordinada de desprestigio contra ella (linchamiento, recordemos que dice); lo que me sitúa, en su opinión, conchabado con quienes, periodistas, historiadores o filósofos, le atizan desde distintos lugares y posiciones ideológicas, pero sobre todo desde la izquierda. Uno de los elementos que tal vez le hagan creer eso es que mi artículo salió con una semana de diferencia del publicado en El País. Ve ahí Roca Barea, aunque no lo dice, una perversa maniobra conjunta, ignorando algo que sabe cualquiera que trabaje en prensa: lo que se publica en revistas y dominicales debe entregarse con dos y hasta con tres semanas de antelación; y a veces, como es mi caso cuando viajo, con más de un mes. Mal pueden coordinarse así campañas y linchamientos conjuntos. Habría yo participado, en tal caso, en una operación maquiavélica y compleja, organizada con lujo de detalles y plazos. Y dudo que Roca Barea sea tan importante, pese a lo que ella parece creer, como para montarle semejante operativo. La realidad, me temo, es más prosaica. A mucha gente (Martínez Shaw, Villacañas, Rodríguez Blanco, Edgar Straehle, yo mismo) no le ha gustado el tufillo nacionalcatólico y francamente reaccionario de sus libros. En mi caso, considero mucho más reaccionario el segundo que el primero. Y del mismo modo que Roca Barea se permite despreciar o perdonar la vida a tanta gente que ya no puede replicarle, otros le cortan un traje a ella. Son los gajes del oficio. Porque la vida tiene dos direcciones, y donde las dan, las toman. Dicho de otro modo: si no quieres mojarte, no salgas de casa cuando puede llover.
Y ahora, permítanme un apunte más personal. Después de 30 años escribiendo artículos y novelas, y tras otros 21 de contar guerras, quienes me leen saben a qué atenerse, en lo bueno como en lo malo. Y saben, sobre todo, que si algo no he hecho jamás, en toda una larga vida profesional de la que esos lectores son testigos y copropietarios, es orquestarme con nadie ni participar en campañas, manifiestos o acciones concertadas. Mis errores, como mis aciertos si los tengo, son exclusivamente míos. Yo cazo solo. Además, a diferencia de Roca Barea, que se autodefine como modesta maestra de pueblo (como si ese digno título fuese poco ilustre o respetable) pero se ofende cuando no la toman en serio, yo no soy historiador ni lo pretendo. Ni siquiera cuando hablo de historia. Sólo soy un veterano lector de libros con algo de vida y mundo en la mochila, que cuenta relatos que se publican en medio centenar de países y tiene la suerte de poder vivir de ello, con la independencia (detalle importante) que eso supone. Y sobre todo, frecuentando los bosques donde crecen cruces de madera, aprendí a reconocer de lejos a la gente embustera y peligrosa. A la que manipulando mentes y memoria acaba haciendo cavar nuevas tumbas, o facilitando el pico y la pala. O justificando a quien la usa o usó en el pasado. Y más en una Fracasología (insisto en que ese segundo libro es el que me causó estupor e indignación) que no intenta explicar lo que podríamos ser si nos librásemos de tanta autocomplacencia y tanta vileza históricas, sino justificar lo que somos: lo que hemos venido siendo hasta ahora, incluido nuestro turbio presente.
Tal vez este artículo sea un poco largo, y lo cierto es que bastante tengo con ocuparme de mi propio trabajo. Pero, como dije antes, tampoco me gusta que me den repetidos pellizcos de monja, y Roca Barea lleva haciéndolo hace tiempo, mencionando de modo sesgado alguna de mis novelas pero obviando, que también es casualidad (o quizá no lo es), treinta años de artículos semanales donde traté, a menudo, de España y lo español sin regatear luces y sin ocultar sombras. Mirando siempre a España cara a cara, con el horror y el orgullo, perfectamente compatibles aunque Roca Barea no pueda imaginarlo o no lo consiga, de ser lúcido y al mismo tiempo ser español.
Por lo demás, desmontar los libros de Roca Barea y en especial el último, deslindar lo cierto de lo falso, requeriría esta vez demasiado espacio, hasta tal punto mezcla en ellos hechos incontrovertibles, con los que estoy por completo de acuerdo, datos reales probados históricamente, con citas sesgadas o incluso erróneas, manipulación de textos mutilados a conveniencia, en estilo informal, agradable a veces, confuso otras y desordenado siempre, con esa Leyenda Negra planteada como culpa casi exclusiva de la conspiración exterior, la envidia extranjera y la traición o dejadez de las élites intelectuales que aquí asumieron y asumen todavía el relato de lo oscuro.
Dejaré todo eso para otra ocasión, por si se da el caso de pasarle revista a fondo. Pero quiero dejar claro que, en mi opinión, y con todo el respeto para quienes opinan lo contrario, a través del turbio, incluso peligroso, filtro ideológico de Roca Barea, nada se sostiene. Quienes han jaleado de buena fe (algunos son nombres ilustres e incluso amigos míos) su negación de que España es víctima secular de una larga enfermedad histórica interna y no debida sólo a causa exteriores, no comprenden tal vez que Roca Barea desautoriza precisamente a las únicas voces que se arriesgaron a pelear por una España distinta a la autocomplaciente y patriotera que ella defiende y desea. Que, despreciando a nuestros escritores e intelectuales críticos, ataca los sentimientos y las ideas que en otros países menos encadenados, de pensamiento libre, condujeron a las luces y el progreso, crearon burguesías sólidas e hicieron posibles verdaderas democracias de ciudadanos conscientes. En sus obras, Roca Barea descalifica directa o indirectamente, cuando no perdona la vida, a Las Casas, Larra, Goya, Moratín, Ganivet, Menéndez Pelayo, Ortega, Maeztu, entre otros; pero su ataque, explícito o implícito, a fondo o superficial, nombrándolos o no —tal vez porque no se atreve a meterse en ciertas honduras, por muchas citas a pie de página que prodigue—, alcanza, a veces precisamente por no mencionarlos o tocarlos sólo de refilón, a Cervantes y su dolida y amarga españolidad, al cáustico y desencantado Quevedo, a Mateo Alemán y toda la narrativa picaresca española, al Galdós que nos disecciona, inquisidores incluidos, en sus Episodios y novelas, al amargo Clarín de La Regenta, al Baroja que narra nuestra miseria y barbarie en su inmensa obra, al Valle-Inclán que nos sitúa frente al espejo, al Blasco Ibáñez cosmopolita, al Chaves Nogales aterrado por analfabetos y asesinos de ambos bandos, al Arturo Barea débil y triste que ve cómo una vez más el sueño de república y libertad se va al diablo en manos de la gentuza, los unos y los otros, que nos mantuvo en el pozo durante siglos.
Me cuento entre quienes creen que sólo puesta frente al crudo espejo propio, asumiendo con naturalidad luces y sombras, España puede mejorar. Las palabras clave son educación y cultura. Pero precisamente lo que Roca Barea niega (e incluso elogia, negándolo) son nuestros cánceres: la irresponsabilidad de reyes imbéciles, la incapacidad de ministros corruptos, la incultura de aristócratas analfabetos, el fanatismo y ansia de poder de confesores reales y obispos de leña y hoguera, la soberbia imperial que tantos enemigos nos hizo y tantos males nos causó. Porque si malo es el relato corrosivo, peor es la negación de lo negativo y el atrincheramiento en glorias imperiales de cuyos resultados ya tuvimos bastante. El mal de España no vino, no sigue viniendo, de que los intelectuales españoles asuman leyendas negras exteriores. El ejemplo catalán, como hecho más reciente, es la mejor prueba de ello. Somos nosotros mismos (y no precisamente los intelectuales) quienes, para asombro de todos, seguimos mostrando al mundo nuestras propias vilezas: nuestra enfermedad histórica hecha de incompetencia, incultura y mala fe, nuestra secular pulsión cainita y suicida, mencionada ya por los historiadores romanos, que sigue en plena forma. Libros como los de Roca Barea pueden servir de analgésico, pero nunca eliminarán las causas del dolor. Éste sólo se aborda mirando cara a cara nuestro amargo pasado, nuestro difícil presente y nuestro incierto futuro. Educando a nuestros hijos y nietos en la lucidez de que somos lo que somos porque en lo bueno, que fue mucho, y lo malo, que no fue poco, fuimos lo que fuimos. Y en nuestras manos, con educación y cultura, mirando hacia el mundo y no hacia nuestro triste ombligo, está poder ser otra cosa.
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